Por Álex Figueroa
Sin duda, el ayuno es una disciplina espiritual prácticamente abandonada en el contexto de la cristiandad actual. Muchos no la ven como necesaria, otros no entienden por qué tendrían que verse expuestos a algún momento de privación o necesidad del cuerpo si estamos bajo la gracia, otros la ven como una práctica del Antiguo Testamento, y aun otros ni siquiera tienen una opinión al respecto, ni les interesa tenerla.
Sin embargo, las Escrituras mencionan en diversas ocasiones el ayuno como una práctica vinculada con la piedad, y el mismo Cristo predicó acerca de cómo practicarlo correctamente. No solo eso, la iglesia lo practicó luego de la resurrección de Jesús (P. ej., Hch. 14:23). Entonces, ¿Cómo podríamos decir que estamos exentos de ayunar, o que se trata de un asunto que podemos desestimar de plano?
Aclaramos que el presente escrito no pretende tratar exhaustivamente el tema del ayuno. Lo que intentamos en estas breves líneas es motivarlos a incorporar esta necesaria disciplina espiritual a sus vidas y a meditar sobre los efectos que ha tenido en su espiritualidad el no practicar el ayuno cristiano. En el caso de aquellos lectores que lo practican, nuestra intención es exhortarlos a evaluar sus motivaciones y reflexionar sobre el verdadero sentido del ayuno en Cristo.
Ante todo, debemos entender que el ayuno no es una huelga de hambre, como muchos piensan, para forzar a Dios a acceder a nuestra voluntad y a nuestros deseos, como premio por haber sufrido por la privación de alimentos. Tampoco es una forma de elevarnos moralmente sobre los demás, ni de purgar los pecados propios, ya que sólo la sangre de Cristo tiene poder para hacer que nuestros pecados sean remitidos. No es, entonces, la receta mágica para una moralidad excelente o simplemente un esfuerzo de autodisciplina.
También aclaramos que, tal como ocurre con la oración, el ayuno está presente en otras religiones. De hecho, el Islam es famoso por su Ramadán, un mes en el que el ayuno es obligatorio. Sin embargo, el ayuno cristiano es completamente distinto, ya que es el verdadero ayuno. Es similar a lo que ocurre con la oración, ya que en otras religiones también se practica, pero sólo en el cristianismo la oración es genuina y se dirige al Dios verdadero.
El ayuno en la Biblia siempre estuvo relacionado con afligir y humillar el cuerpo y el alma, ya sea por un pecado personal o del pueblo, o por un dolor muy grande provocado por una tragedia individual o nacional. También se realizaba como una disciplina espiritual que ayudaba a mantener el alma saludable y enfocada en Dios, y que acompañaba a la oración, muchas veces para pedir dirección o tomar una decisión importante (Cfr. 2 Sam. 12:16; 1 R. 21:9; 2 Cr. 20:3; Esd. 8:21; Neh. 9:1; Sal. 35:13; Sal. 69:10).
Esto porque el ayuno escritural, al restringir los apetitos del cuerpo no lo hace por el mero hecho de sufrir o con el solo motivo de la autodisciplina, sino que ayuda a que nos enfoquemos en nuestra necesidad de Dios, sabiendo que «… no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre» (Dt. 8:3). Así, quien ayuna apropiadamente está reconociendo con ello que no depende de las cosas materiales ni de la comida que perece para vivir, sino que su verdadero alimento es el Señor y su Palabra. Allí radica su fuerza vital, su fuente de nutrición y refrigerio es Cristo mismo, quien es la vida en sí y quien sostiene todas las cosas.
Un ejemplo de esto lo encontramos en Esdras, quien publicó este ayuno «… para afligirnos delante de nuestro Dios, para solicitar de él camino derecho para nosotros, y para nuestros niños, y para todos nuestros bienes» (cap. 8, v. 21). Es decir, lo hizo con el propósito de humillar el alma y el cuerpo, demostrando con esto sumisión a Dios y a su Palabra.
Además, este ayuno tuvo otra particularidad: la de ser público. Esto con el fin de incentivar el fervor del pueblo, de promover el quebrantamiento delante del Señor y el temor de Dios. También este ayuno público, es decir, compartido, tendría el efecto de promover la unidad y la unanimidad en el pueblo, en el propósito de seguir la voluntad del Señor. Sabiendo que las cosas que se escribieron antes fueron registradas para nuestra enseñanza y provecho (Ro. 15:4), como Iglesia debemos meditar en la utilidad y el valor del ayuno en tanto disciplina espiritual, y en el efecto de unidad y unanimidad que un ayuno público puede fomentar en nuestras congregaciones. Considerando que frecuentemente lidiamos con nuestras carnalidades, con disensiones, murmuraciones y divisiones, ¿Cómo el ayuno, acompañando a la oración, serviría para combatir estos pecados? ¿En qué medida la falta de ayuno congregacional ha dado paso a la proliferación de nuestras corrupciones, provocando divisiones y contiendas? Sin duda debemos reflexionar en estas cosas.
Otro asunto que desprendemos de Esdras respecto del ayuno es que realizar un ayuno público es perfectamente bíblico. Respecto de este texto, Matthew Henry afirma: «Si se trata de rogar misericordias públicas, se deben realizar oraciones públicas, para que todos quienes compartirán los beneficios [de esas misericordias] puedan unirse en la súplica por ellas». Desde luego, Matthew Henry incluyó aquí el ayuno público, como acompañante de la oración. Entonces, si como iglesia local debemos pedir dirección, o estamos rogando a Dios que nos conceda su favor, es perfectamente bíblico publicar un ayuno del cual todos debemos participar, para estar unánimes, en un mismo sentir, siendo compañeros en la aflicción y en la consolación.
Por otra parte, debemos ser muy cuidadosos, ya que como enunciamos antes, el ayuno puede utilizarse como una huelga de hambre, o como un despliegue de moralidad externa sin que internamente exista una obra de gracia, un amor genuino hacia Dios y hacia el prójimo. Es precisamente este vicio el que reprendió el profeta Isaías (Isaías cap. 58). Vemos que el pueblo ayunaba, pero buscaban sus agradarse a sí mismos, oprimían a sus trabajadores, y había contiendas entre ellos (vv. 3-4). Lo anterior demostraba que no habían entendido realmente de qué se trata el ayuno, cuya base es el amor a Dios en el sentido de un corazón humillado y dispuesto a obedecer delante de Él, un corazón que hace justicia y misericordia; cuestión que se reflejará inevitablemente en nuestra relación con el prójimo, dando fruto en toda buena obra (vv. 5-12). Si esta disposición no está en nosotros, el ayunar será nada más que endurecer nuestro corazón y autoengañarnos al creer que con ese padecimiento de la carne nos haremos más piadosos y morales, más aceptos delante de Dios.
Ahora, ¿Cómo renueva Cristo el ayuno?
Nos hacemos esta pregunta porque todas las cosas que antes se escribieron, alcanzan en Cristo una realidad definitiva y renovada, en la que se muestra que todo tiene que ver con su persona. El ayuno no es la excepción.
Cristo dio instrucciones sobre cómo practicar correctamente el ayuno, en las que una vez más podemos ver el peligro de caer en hipocresía al practicarlo:
«16 Cuando ayunéis, no seáis austeros, como los hipócritas; porque ellos demudan sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. 17 Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, 18 para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público» (Mt. 6:16-18).
Vemos, entonces, que el propósito del ayuno no es lucirnos delante de los demás, mostrar nuestro sufrimiento o atraer la admiración de nuestros hermanos cuando ven lo que estamos dispuestos a hacer por Dios. Cristo nos llama a rechazar y huir del alarde espiritualoide, de hacernos notar por nuestras disciplinas espirituales y obras de piedad, cuestión que no es privativa del ayuno, ya que da instrucciones similares respecto de la oración.
Jesús nos da un nuevo elemento a considerar en otro pasaje:
«14 Un día se le acercaron los discípulos de Juan y le preguntaron: —¿Cómo es que nosotros y los fariseos ayunamos, pero no así tus discípulos? Jesús les contestó: 15 —¿Acaso pueden estar de luto los invitados del novio mientras él está con ellos? Llegará el día en que se les quitará el novio; entonces sí ayunarán». Mt. 9:14-15, NVI.
Centrándonos en el punto del texto, vemos que Cristo nos revela el verdadero sentido del ayuno, que tiene que ver con Él mismo. El propósito del ayuno cristiano es lamentarnos porque Jesús ha partido, demostrando así que estamos incompletos en tanto Él no venga, y que no dependemos del mundo ni necesitamos nada en esta tierra, sino que Él regrese por nosotros y por su novia, la Iglesia.
En el ayuno, entonces, nos negamos a nosotros mismos, y confesamos con el salmista: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra» (Sal. 73:25); a la vez que rogamos junto con el Apóstol Juan: «ven, Señor Jesús» (Ap. 22:20). Es un recordatorio de que las cosas terrenales no pueden satisfacernos, y es fundamental para la salud del alma, ya que nos mantiene enfocados en nuestra dependencia y necesidad de Cristo, y nuestra esperanza y anhelo ferviente de su retorno.
Vemos que para Cristo no fue opcional el que los cristianos ayunaran. Él dijo: «… Llegará el día en que se les quitará el novio; entonces sí ayunarán» (Mt. 9:15). Es decir, a pesar de que actualmente se trate de una práctica algo olvidada, vemos que para Cristo fue seguro que su iglesia ayunaría luego de su partida. Los santos del Antiguo Testamento ayunaron, Cristo ayunó, los apóstoles y la iglesia primitiva ayunaron. Y nosotros, ¿Ayunamos? Si no lo hacemos, es tiempo de incorporarlo a las disciplinas espirituales, ya que es tan distintivo del cristiano como la oración, aunque no deba practicarse con tanta frecuencia como ésta.
El ayuno verdadero, entonces, refleja a la vez que fomenta la devoción personal en el servicio, así como un corazón quebrantado, nos llama a estar inquietos mientras no estemos con Cristo, nos recuerda que debemos anhelar su regreso.
Lamentablemente, lo dicho no encaja en una iglesia moderna que ha adoptado una filosofía exitista, de la eterna felicidad, esa felicidad superflua de nuestros días. En algunas congregaciones incluso es mal visto decir que uno está triste, o que se siente angustiado, pese a que son sentimientos que vemos recurrentemente en los salmos y que incluso el mismo Cristo expresó. En ese contexto del sueño americano, de la prosperidad y el éxito, el afligir el cuerpo y el alma mediante el ayuno se ve como una práctica medieval de fanáticos religiosos que han entendido mal el cristianismo. Sin embargo, es todo lo contrario: un distintivo de los verdaderos creyentes, y una disciplina espiritual deseable para la salud del alma.
¡Ayunemos!, pero hagámoslo correctamente. Ayunemos por Cristo y su gloria, ayunemos por el bien de nuestra alma, ayunemos por la edificación de su Iglesia.