Por Álex Figueroa F.
“Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los santos. Y no como lo esperábamos, sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios” II Corintios 8:3-5.
En la primera parte de este estudio vimos, entre otras cosas, que, aunque el diezmo ya no se encuentra vigente como impuesto legal, constituye un criterio mínimo para orientar nuestras ofrendas. Esto porque, si aquellos que no tenían una revelación completa sobre la multiforme gracia de Dios, daban un monto muy superior al 10%, ¿Cuánto más nosotros, que sabemos que Dios envió a su Hijo unigénito a morir por nuestros pecados?
Además analizamos ejemplos de ofrenda en el Nuevo Testamento, y pudimos apreciar que superaban con creces el 10% de sus ingresos. Admiramos el ejemplo de los macedonios, quienes entendieron que el dar es una gracia y un privilegio, y se dieron a sí mismos al Señor y a su iglesia, aun más allá de sus propias fuerzas.
Vimos también que, como en el caso de Zaqueo y de la iglesia primitiva, la conversión traerá consecuencias inmediatas en nuestra relación con los bienes que poseemos, y una humilde viuda nos enseñó que nuestra confianza debe estar puesta completamente en el Señor.
También aprendimos que si somos prosperados, es para poder bendecir a otros, y que debemos dar alegremente, porque Dios ama a los que así obran.
En esta segunda parte, profundizaremos en la disposición que debemos tener hacia nuestras posesiones; veremos el rol que nos toca en la administración del dinero, y hablaremos sobre los usos que la iglesia debe dar al dinero recibido por concepto de ofrendas.
I. ¿Qué disposición debemos tener hacia nuestras posesiones?
He. 13:5-7: “Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre. Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe”.
Nuestra actitud debe ser de contentamiento, teniendo en cuenta que, como dice otra porción de la Escritura, “… he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad” (Fil. 4:11-12).
El contentamiento con lo que tenemos es consecuencia de la gratitud al Señor por su provisión, ya que cualquier cosa que tengamos es muchísimo más de lo que merecíamos, y lo que merecíamos no es otra cosa que la ira de Dios por nuestra desobediencia. Sabiendo esto, y reconociendo que somos extranjeros y peregrinos sobre esta tierra, un simple vaso de agua nos llenará de gozo, ya que es una bendición que no merecíamos recibir.
Teniendo esta certeza, Pablo declara: “Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (I Ti. 6:6-8).
Sabemos, entonces, que nuestra actitud debe ser de contentamiento y gratitud, no importando si nos encontramos en escasez o en abundancia.
Pero, ¿Qué ocurre si nuestras emociones o incluso nuestra vida espiritual varían dependiendo de si tenemos mucho o poco? Si es así, hemos caído en avaricia, y la avaricia es idolatría, y no sólo eso, sino que también provoca la ira de Dios (Col. 3:5-6). Esto porque la avaricia es justamente lo contrario a “estar contentos con lo que tenemos ahora”. Son dos cosas mutuamente excluyentes. La avaricia es el deseo de tener más, acompañado de pesar o angustia por no alcanzar aquello que se desea. Entonces, si nuestra vida espiritual depende de lo que tengamos, debemos arrepentirnos, porque estamos siendo idólatras. Por algo dijo Cristo: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lc. 12:15).
Por otra parte, en un contexto general de renuncia a las cosas que amamos en esta tierra, Jesús nos dice: “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:33). En relación con esto, el comentarista William Hendriksen sostiene: “Lo que Jesús pide es una devoción de todo corazón, una lealtad a toda prueba, una negación completa de uno mismo, de modo que uno se ponga a sí mismo, su tiempo, su dinero, sus posesiones terrenales, sus talentos, etc., a disposición de Cristo” (Comentario al Nuevo Testamento, El Evangelio según San Lucas; Libros Desafío, 2002, p. 520).
En otras palabras, si el amor que profesamos a Cristo se ve opacado de alguna forma por nuestro amor hacia algo en esta tierra, entonces no somos dignos de Él.
A su vez, debemos tener en cuenta la parábola del rico insensato, quien puso sus esperanzas y enfocó sus esfuerzos en la acumulación de riquezas para el futuro. ¿Cómo lo sabemos? Porque él dijo a su alma: “Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate” (Lc. 12:19). Ahora, ¿Cuál fue la respuesta de Dios? “Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (vv. 20-21).
Quizá tú creerás que no eres como ese rico insensato. Sin embargo, ¿Eres consciente de que actualmente estás acumulando riquezas para la etapa de tu jubilación? No es pecado ser prudente y precavido, pero ¿Está tu alma confiada en la acumulación de esos recursos, o en el Señor que te provee de esos recursos? Si debido a una crisis económica pierdes esos ahorros, ¿Seguirías tan confiado como antes? ¿Entrarías en pánico? Si la paz de tu alma respecto del futuro encuentra su cimiento en esa acumulación de dinero, entonces te pareces más de lo que piensas al rico insensato. Nuestras esperanzas deben estar cifradas sólo en el Señor, confiando en que Él es un Padre amoroso, que nos ama con un amor perfecto y eterno, y que nunca dejará de velar por los suyos.
II. ¿Cómo debemos administrar nuestro dinero?
Las Escrituras nos brindan principios claros acerca de cuál debe ser la destinación de nuestro dinero.
a) El fruto de nuestro trabajo debe ser compartido: Ef. 4:28 es claro: “el que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad”. La palabra “para” indica finalidad. En otras palabras, la Escritura nos dice aquí que trabajemos haciendo con nuestras manos lo que es bueno, con la finalidad de tener algo que compartir con el que padece necesidad, es decir, que llevemos fruto en lo material para bendecir a otros, para no tener las manos vacías, para que tengamos algo que podamos dar.
Como dijo el Apóstol Pablo, “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir” (Hch. 20:33-35).
Entonces, ¿Para qué abundamos? ¿Cuál es el propósito de Dios cuando nos bendice materialmente? La Escritura dice: “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra; como está escrito: Repartió, dio a los pobres; su justicia permanece para siempre. Y el que da semilla al que siembra, y pan al que come, proveerá y multiplicará vuestra sementera, y aumentará los frutos de vuestra justicia, para que estéis enriquecidos en todo para toda liberalidad, la cual produce por medio de nosotros acción de gracias a Dios” (II Co. 9:8-11).
Teniendo en cuenta esto, ¿Cuál es tu actitud cuando dispones de dinero? ¿Piensas en cómo ese dinero mejorará tu calidad de vida, y cómo podrás adquirir lo que quieres con él? La Escritura afirma que si has sido bendecido materialmente, es para que abundes en toda buena obra, y si eres enriquecido, es para toda liberalidad (RAE: 1. f. Virtud moral que consiste en distribuir alguien generosamente sus bienes sin esperar recompensa. /2. f. Generosidad, desprendimiento). Si Dios te bendice materialmente, no tienes permiso para pensar en ti mismo. La bendición que Dios te da no es para tu enriquecimiento personal. Antes debes considerar a tu hermano y su necesidad. Es más, esto produce gloria y alabanza al nombre de Dios, y redunda en buen testimonio para la causa del Evangelio (vv. 12-14). ¿Retendremos nuestros bienes impidiendo que esto ocurra? Recuerda que si eres bendecido, no es por tu competencia, ni es un logro atribuible a tus capacidades, sino una muestra de la pura gracia y misericordia de Dios.
La iglesia no es un conjunto de piezas individuales. La iglesia es un cuerpo, conforma un todo armonioso e interdependiente. Si unos son bendecidos, es para que suplan la escasez y la estrechez de otros. La finalidad de las bendiciones no es formar coágulos, sino fluir hacia el resto de los miembros del cuerpo. Por eso es que Pablo afirma: “Porque no digo esto para que haya para otros holgura, y para vosotros estrechez, sino para que en este tiempo, con igualdad, la abundancia vuestra supla la escasez de ellos, para que también la abundancia de ellos supla la necesidad vuestra, para que haya igualdad, como está escrito: El que recogió mucho, no tuvo más, y el que poco, no tuvo menos” (II Co. 8:13-15).
b) Con el fruto de nuestro trabajo debemos proveer para las necesidades de nuestra familia: Veamos con cuanta solemnidad sentencia la Escritura: “Pero si alguna viuda tiene hijos, o nietos, aprendan éstos primero a ser piadosos para con su propia familia, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios. Manda también estas cosas, para que sean irreprensibles; porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (I Ti. 5:4, 7-8).
Contrario a lo que podría pensarse, el proveer correctamente para las necesidades de nuestra familia no es un ítem distinto al de destinar nuestro dinero para Dios. La voluntad del Señor es que proveamos para los nuestros, para los de nuestra casa, tanto así que quien no lo hace ha negado la fe y es peor que un incrédulo. Cuando cumplo responsablemente con aportar dinero para mi hogar, haciéndolo para la gloria de Dios y en obediencia a su voluntad, estoy realizando un acto tan importante como ofrendar para la iglesia, y ambos se encuentran en el ítem “dinero para el Señor”.
Si ofrendo el 90% de mis ingresos, y dejo sin comida, sin techo y sin vestido a mi esposa y a mis hijos, no estoy haciendo la voluntad de Dios, todo lo contrario, lo estoy desobedeciendo. Por algo Jesús dijo: “Porque Dios mandó diciendo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Cualquiera que diga a su padre o a su madre: Es mi ofrenda a Dios todo aquello con que pudiera ayudarte, ya no ha de honrar a su padre o a su madre. Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición” (Mt. 15:4-6).
Ahora, se puede caer en el otro extremo, en el cual se destina gran parte del dinero a lujos, comodidades y entretenciones para la familia, sin considerar las necesidades de los hermanos. El padre que provea de esta forma para su casa, está enseñando a sus hijos a vivir para sí mismos, a pensar primero en ellos y a velar ante todo por su propio bienestar, sin consideración de los que padecen necesidad, y deberá dar cuenta ante Dios por el sacerdocio defectuoso que está ejerciendo en su hogar.
c) Con el fruto de nuestro trabajo debemos cumplir nuestras obligaciones como ciudadanos: Ante la pregunta “¿Es lícito dar tributo a César, o no?” (Mt. 22:17), Jesús respondió claramente: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (v. 21). No sólo dijo “es lícito”; sino que afirmó: “Dad”, que está en modo imperativo, es decir, constituye un mandato.
Además ordenó dar al César “lo que es del César”, de la misma forma que debemos dar a Dios “lo que es de Dios”. Es decir, hay una porción que le corresponde al César, y es algo que no sólo le pertenece, sino que le pertenece legítimamente. ¡Y esto lo dijo Jesús tratándose de una nación invasora, que se había impuesto por la espada y el derramamiento de sangre de sus hermanos!
Todo lo anterior se ve ampliado con lo dicho por el Apóstol Pablo: “Por lo cual es necesario estarle sujetos [a las autoridades], no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia. Pues por esto pagáis también los tributos, porque son servidores de Dios que atienden continuamente a esto mismo. Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra. No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Ro. 13:5-8).
Es decir, quien paga sus tributos como ciudadano honesto y responsable, no está gastando su dinero fuera del ítem “dinero para el Señor”, ya que tales recursos están siendo administrados para su gloria y conforme a su voluntad.
Esto podemos afirmarlo con autoridad, ya que, el único ser que ha hecho todo para la gloria de Dios es Cristo, y Él también pagó tributos. Cuando fue requerido para pagar los impuestos, Jesús dijo a Pedro: “ve al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti” (Mt. 17:27).
Ahora, un asunto distinto que da para un tratamiento y una discusión mucho más amplia, es si el monto de los impuestos fijado desde el gobierno es ilegítimo, impidiendo una adecuada provisión para la familia y para la obra de Dios y excediendo criterios de razonabilidad y proporcionalidad. Esta cuestión sobrepasa el objeto y el interés de este artículo, y queda como materia para una discusión posterior.
III. ¿Qué dice la Biblia sobre la destinación de nuestras ofrendas?
Ante todo, la administración del dinero por parte de los oficiales de la iglesia, debe hacerse para gloria de Dios, cuidando de actuar en todo honradamente, a fin de no caer en censura ni en descrédito. La Escritura afirma: “… fue designado por las iglesias como compañero de nuestra peregrinación para llevar este donativo, que es administrado por nosotros para gloria del Señor mismo, y para demostrar vuestra buena voluntad; evitando que nadie nos censure en cuanto a esta ofrenda abundante que administramos, procurando hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor sino también delante de los hombres” (II Co. 8:19-21).
Además de este principio general, la Biblia nos brinda criterios para saber cuál debe ser la destinación que se dé a las ofrendas de los hermanos:
a. La ofrenda debe destinarse al sostenimiento vital de los pastores de la congregación: Ciertamente es lamentable que muchos lobos vestidos de oveja hayan acarreado descrédito al ministerio pastoral, malversando y sustrayendo los dineros provenientes de las ofrendas, pero este hecho no puede utilizarse como excusa para no ofrendar. Sigue siendo obligatorio para la congregación el sostener a sus pastores.
Según la Biblia, es legítimo y correcto que éstos obtengan sus ingresos de la congregación, como fruto de su labor en el Señor: “¿Quién fue jamás soldado a sus propias expensas? ¿Quién planta viña y no come de su fruto? ¿O quién apacienta el rebaño y no toma de la leche del rebaño? ¿Digo esto sólo como hombre? ¿No dice esto también la ley? Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros? Pues por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con esperanza de recibir del fruto. Si nosotros sembramos entre vosotros lo espiritual, ¿es gran cosa si segáremos de vosotros lo material? Si otros participan de este derecho sobre vosotros, ¿cuánto más nosotros? Pero no hemos usado de este derecho, sino que lo soportamos todo, por no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo. ¿No sabéis que los que trabajan en las cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (I Co. 9:7-14).
Los que anuncian el Evangelio, deben vivir del Evangelio. Eso implica una obligación doble, una para los pastores y otra para la congregación: i) los pastores no deben procurar un trabajo secular, sino abocarse completamente a la labor en su congregación, y ii) la congregación debe esforzarse para ofrendar lo suficiente como para el sostenimiento vital de sus pastores.
Lo anterior se amplía considerando otros mandatos de la Escritura: “El que es enseñado en la palabra, haga partícipe de toda cosa buena al que lo instruye” (Gá. 6:6), y “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar. Pues la Escritura dice: No pondrás bozal al buey que trilla; y: Digno es el obrero de su salario” (I Ti. 5:17-18).
b. La ofrenda debe destinarse a suplir las necesidades de los pobres: Respecto a este punto hemos hablado ya. Baste recordar la colecta que hizo Pablo en las distintas iglesias, a fin de destinar esos recursos a los santos de Jerusalén, en la que participaron entusiastamente los macedonios.
Tengamos en cuenta que cuando Pablo se unió luego de su conversión a los apóstoles en Jerusalén, ellos le hicieron un encargo: “Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo cual también procuré con diligencia hacer” (Gá. 2:10).
Ahora, ¿Sólo a los pobres que eran creyentes? En la misma carta Pablo se encarga de aclararlo: “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gá. 6:10). Consideremos que dice “mayormente”, y no “únicamente” a los de la familia de la fe. También dice en otra porción de las Escrituras: “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (Fil. 4:5).
Recordemos que la Escritura dice: “A Jehová presta el que da al pobre, Y el bien que ha hecho, se lo volverá a pagar” (Pr. 19:17); y “El que cierra su oído al clamor del pobre, También él clamará, y no será oído” (Pr. 21:13).
IV. Conclusión
Como ya hemos advertido, las verdades de las Escrituras sobre la relación que debemos tener con nuestras posesiones van en contra de nuestro entorno cultural, que se caracteriza por el egoísmo, la avaricia, la codicia, el consumismo exacerbado y un extremo individualismo.
Quizá muchos de los presentes hayan sido absorbidos de tal manera por este entorno, que su pregunta constante sea: “Pero, ¿Qué tiene de malo?”. A ti que preguntas eso, te pido que analices tu corazón, ya que el cristiano genuino no pregunta “¿Qué tiene de malo”, sino “¿Qué es lo mejor? ¿Qué es lo más excelente, para dedicarme a hacerlo y así agradar a mi Señor?”. El cristiano que ama a su Señor de todo corazón no indaga por el mínimo, sino por lo excelente. Él sabe que puede construir con hojarasca, pero él prefiere el oro, porque quiere agradar a su Señor y ama a su prójimo. Eso es lo que rogaba Pablo para los filipenses, que aprobaran “lo mejor”, para que fueran hallados “sinceros e irreprensibles para el día de Cristo” (Fil. 1:10).
La Palabra dice: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gá. 5:24), y también: “lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gá. 6:14). ¿Has roto con el mundo, o todavía quieres vivir para ti, para satisfacer tus propios deseos? ¿Por qué los predicadores que hablan de alcanzar nuestros sueños y cumplir nuestros proyectos tienen tanto éxito? Porque satisfacen al hombre carnal, diciéndole lo que quiere oír. Pero tú que quieres vivr para ti mismo, ¿no eres igual a ellos? Una de las demostraciones más patentes de que vives para ti mismo es que atesoras tu dinero y tus bienes para tus propios fines y propósitos.
Pero hay esperanza para ti. Jesús dijo: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Lc. 11:9-10). Ruega al Señor que haga abundar su amor en ti, que te lleve a menospreciar las riquezas terrenales y a poner todas tus esperanzas en Él. Suplícale que te mueva a dar con alegría y sencillez de corazón, y que despoje tu manera de vivir de toda codicia y avaricia. Si clamas al Señor por esto, Él hará su voluntad en ti y no te dejará avergonzado.
Para terminar, sólo queda adherir a las hermosas Palabras del Rey David, como resumen de todo lo hablado sobre la ofrenda que agrada a Dios:
“Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos. Ahora pues, Dios nuestro, nosotros alabamos y loamos tu glorioso nombre. Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos. Porque nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura. Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos preparado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo. Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada; por eso yo con rectitud de mi corazón voluntariamente te he ofrecido todo esto, y ahora he visto con alegría que tu pueblo, reunido aquí ahora, ha dado para ti espontáneamente. Jehová, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel nuestros padres, conserva perpetuamente esta voluntad del corazón de tu pueblo, y encamina su corazón a ti” (I Cr. 29:10-18).