Por Álex Figueroa
«puse al frente de Jerusalén a mi hermano Hananí y a Hananías, comandante de la fortaleza, porque éste era hombre fiel y temeroso de Dios más que muchos» Neh. 7:2Texto base: Nehemías cap. 7
El domingo pasado vimos cómo una vez más los enemigos del pueblo de Dios intentaron obstaculizar la obra que se estaba llevando a cabo en obediencia al Señor. Revisamos las estrategias que emplearon, y cómo Nehemías respondió a cada una de ellas, dejando un ejemplo y varios principios para el pueblo de Dios en todas las edades. También concluimos que estamos enfrentados a una batalla espiritual constante y sin treguas, pero que Dios nos concede la gracia en Cristo para vencer.
Hoy nos concentraremos en principios que nos entrega el texto bíblico en cuanto al servicio, esta vez poniendo énfasis en el temor de Dios como el elemento básico que nos califica para trabajar en la obra del Señor.
Introducción
(vv. 1-4) Luego de 52 días de trabajo, en los que cada miembro del pueblo de Dios debió redoblar sus esfuerzos y fue llevado al límite de sus posibilidades, la muralla estaba ahora terminada. En todo el tiempo que duró la reconstrucción del muro, cada uno debió levantar su parte, de tal manera que si alguno dejaba abandonada su porción del muro, afectaba el bienestar y la seguridad de toda la ciudad.
De aquí aprendimos que un valioso principio para nuestras vidas, tanto en lo individual como en lo congregacional. A cada uno le fue dada manifestación del Espíritu Santo para provecho del cuerpo, es decir, cada uno de nosotros ha recibido por lo menos un don de parte del Señor, y de lo que haya recibido, debe servir a todo el cuerpo, sabiendo que Dios pedirá cuenta de lo realizado con aquello que Él en su bondad y misericordia nos concedió.
Es decir, ya sabemos que todos y cada uno debemos trabajar, y quien no lo esté haciendo se encuentra pecando contra el Señor. Como dijo Juan Calvino, «... hay muchos engañados, que piensan que pueden vivir vidas ociosas bajo el dominio de Cristo: todos estamos en guerra, para la cual cada uno debe armarse y equiparse».
Ahora, como también pudimos apreciar, habrá períodos que requerirán de un mayor esfuerzo por parte de cada uno de los miembros de la Iglesia. Así ocurrió con el arduo período de la reconstrucción, en el que los obreros en el muro debían trabajar con una mano, mientras sostenían la espada en la otra, y debían estar siempre vestidos para la batalla, desnudándose solo para el momento en el que tomaban un baño. Además, debían trabajar de día y velar como guardias por la noche, lo que los llevó al límite de sus capacidades.
Realizaron toda esta labor sostenidos y fortalecidos por la gracia de Dios, en medio de la férrea e insistente oposición de sus enemigos, y debiendo afrontar conflictos internos por parte de aquellos que pusieron la vista primeramente en sus intereses y en las cosas de los hombres antes que en las de Dios. Siendo hermanos, actuaron como verdaderos enemigos de Dios y de su pueblo, trayendo vergüenza, dolor y contratiempos a todos aquellos que componían la nación santa.
De esta manera somos exhortados, ya que no hacemos otra cosa que pecar cuando vemos que nuestro servicio es requerido en la Casa de Dios, y en vez de eso preferimos la comodidad o el ocuparnos de nuestros propios asuntos. Insistimos y somos enfáticos, cada uno debe construir su parte del muro. Cada uno debe trabajar con una mano y tomar su espada en la otra. Cada uno debe trabajar de día y velar de noche. El servicio en la Iglesia no es la carga de unos pocos, sino el privilegio de cada cristiano, de todo el que ha sido llamado de las tinieblas a la luz admirable de Cristo el Salvador.
Si el servicio en el Cuerpo de Cristo requiere sacrificios, incomodidades y sufrimientos, no debemos quejarnos ni menos aún rehuir el trabajo, sino que alegrarnos por ser tenidos por dignos de padecer por Cristo, de participar de sus sufrimientos, de sufrir dolores de parto mientras Cristo es formado en nuestros hermanos.
En estos 52 días que duró la reconstrucción, la misericordia de Dios hacia su pueblo se demostró en que puso sobre ellos a Nehemías como su gobernador y uno de sus líderes espirituales prominentes, junto a Esdras. Durante todo este período, estos líderes piadosos condujeron al pueblo con estricto apego a las Escrituras, lo que los salvó de desviarse y ser destruidos por sus enemigos.
Pero, ¿Qué hacer ahora que los muros ya habían sido reconstruidos?
El temor de Dios es la base para el servicio
Una vez que la obra había sido terminada, lo que quedaba era seguir siendo fieles al Señor, sirviendo con apego a su Palabra, actitud que con anterioridad les había salvado la vida. Para esto era fundamental escoger un liderazgo espiritualmente apto y maduro, ya que, como hemos afirmado en ocasiones anteriores, el cómo sean los líderes dice directa relación con la forma de ser de quienes están bajo su liderazgo. De nada habrían servido estos días de arduo servicio si todo el trabajo sería echado por la borda por hombres irresponsables o impíos.
En este sentido, dice la Escritura: «Muchos hombres proclaman cada uno su propia bondad, Pero hombre de verdad, ¿quién lo hallará?» (Pr. 20:6). Con esto evidentemente nos quiere decir que no es tarea fácil en absoluto encontrar un hombre de verdad, alguien fiel, confiable, firme y piadoso. Sin embargo, una vez más el favor de Dios se manifestó hacia su pueblo, obrando en sus hombres para que mostrasen este carácter.
Así, se dice de Hananías que «… éste era varón de verdad y temeroso de Dios, más que muchos» (v. 2). Con esto recordamos también las palabras de Jesús sobre Natanael: «Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño» (Jn. 1:47).
La versión Reina Valera de 1960 dice que Hananías era «varón de verdad», mientras que en otras versiones se traduce como «fiel», o «digno de confianza». Pero, ¿Por qué se podía decir esto de Hananías? Se podía decir esto de él porque era «temeroso de Dios, más que muchos».
Hananías podría ser experto en finanzas, o un motivador innato, o quizá un conocedor de estrategia militar, historia o geografía; o tal vez puede haber sido un político experimentado o un especialista en relaciones públicas. Sin embargo, lo que las Escrituras destacan de su persona y aquello que Nehemías tuvo en cuenta como aspecto determinante a la hora de escogerlo, fue que era temeroso de Dios más que la mayoría.
Todo cristiano debe ser temeroso de Dios, pero aquellos hombres que se destacan especialmente por su temor del Señor son verdaderos diamantes forjados por la gracia de Dios. Usando la misma analogía que Pablo cuando en Fil. cap. 2 dice que somos estrellas que alumbran en el firmamento en medio de una generación torcida y depravada, vemos que entre todas las estrellas hay algunas que centellean con especial brillo. A ellas se parecen los hombres que se distinguen por su temor del Señor, y son de gran estima para su pueblo.
Como señala Pr. 1:7, «El principio de la sabiduría es el temor de Jehová», es decir, la sabiduría comienza por esta reverencia solemne, este santo temor del Señor, de tal manera que nadie puede ser sabio si no teme a Dios. ¿En qué se manifiesta este temor de Dios en la práctica? La misma Escritura nos dice que «Quien teme al Señor aborrece lo malo» (Pr. 8:13, NVI), o, según otra traducción, «Todos los que temen al Señor odiarán la maldad» (NTV).
Podemos decir claramente que mientras más conocemos a Dios, mayor es nuestro temor de su nombre, mientras más directo sea nuestro encuentro con Él, mayor reverencia e incluso pavor habrá en nuestro ser.
Así, por ejemplo, Manoa el padre de Sansón dijo a su mujer luego de que el Señor se le manifestara: «… Ciertamente moriremos, porque a Dios hemos visto» (Jue. 13:22). El profeta Isaías, en tanto, al estar en la presencia del Señor exclamó: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto al Rey, al Señor Todopoderoso!» (Is. 6:4, NVI). Simón Pedro, por su parte, luego de ver la pesca milagrosa obrada por Jesús, «… cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lc. 5:8).
La actitud de estos hombres ante la temible presencia del Señor contrasta con la irreverencia de quienes profesan ser cristianos por nuestros días, los que han convertido a las iglesias en centros de recreo, en lugares caracterizados por el bullicio y el descontrol, en los que puede verse a gente corriendo, bailando, revolcándose en el piso, riéndose a todo volumen y murmurando palabras sin coherencia ni lógica alguna.
Estos ejemplos de Manoa (padre de Sansón), Isaías y Pedro, demuestran que ante la presencia de Dios solo podemos caer de rodillas y reconocer su temible y absoluta majestad. Pero ¿Por qué?
«No es simplemente que nosotros existimos y que Dios siempre ha existido; es también que Dios necesariamente existe en una manera infinitamente mejor, más fuerte, más excelente. La diferencia entre el ser de Dios y el nuestro es más que la diferencia entre el sol y una vela, es más que la diferencia entre el océano y una gota de lluvia, más que la diferencia entre el casco de hielo del Ártico y un copo de nieve, más que la diferencia entre el universo y el cuarto en donde estamos sentados: El ser de Dios es diferente cualitativamente»
Wayne Grudem
En otras palabras, Dios ‘ES’ en un nivel completamente distinto al nuestro, su Ser es simplemente incomparable a nuestro ser. El mismo Señor afirma en Isaías cap. 55, «Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos —afirma el Señor—. 9 Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra!». Su gloria eterna y majestuosa anula completamente nuestras vergüenzas y nuestra bajeza. Su eternidad incomprensible abruma a nuestra mente limitada, torpe y pasajera. Su hermosa y sublime Santidad consume por completo a nuestra inmunda pecaminosidad. Su justicia perfecta y sin mancha alguna deja en evidencia nuestra terrible e inexcusable maldad.
Ante su presencia estamos desnudos, Él escudriña hasta lo más profundo de nuestro ser y puede conocer el más íntimo de nuestros pensamientos. En ninguna parte podemos escondernos de Él, ni el más leve de nuestros suspiros le es oculto. Incluso cuando Cristo habitó entre nosotros vestido de humillación, Pedro no pudo más que rogarle que se apartara de Él, pues su santidad y su poder se hicieron manifiestos, y el pobre pescador se encontró desnudo, vulnerable e inmundo delante de su Creador.
El soberbio e imponente Pablo quedó reducido a un manojo de sollozos y gemidos torpes cuando se le apareció el Cristo glorificado y lo derribó del caballo. En ese momento, temblando y temeroso, solo pudo decir «Señor, ¿qué quieres que yo haga?» (Hch. 9:6).
Todo cristiano tiene que haber tenido este encuentro con el Creador, en el que se vio desnudo ante su ley, y no pudo decir nada más que rogar misericordia y perdón a los pies de la cruz. Todo cristiano tiene que haberse encontrado condenado por la justicia de Dios, y por un momento ver quede forma inminente la mano de Dios caería sobre Él y lo despedazaría. Todo cristiano tuvo que haber visto su pecado alumbrado y hecho manifiesto por la poderosa luz de la Palabra de Dios. Todo cristiano tuvo que haber presenciado con horror los tormentos del Calvario, sabiendo que a él le correspondía el lugar que asumió ese sangrante Salvador.
Sabemos que cuando nos concede el perdón, el Señor nos extiende su favor, su cálido amor paternal, su paz inalterable y su gozo inquebrantable, pero eso en ningún momento anula la realidad de que todo cristiano tiene temor del Señor, y aquella persona que no lo tiene, podemos decir con seguridad que no ha sido rescatado de las tinieblas y que todavía se encuentra aprisionado por su maldad.
Esta ausencia de temor de Dios es una característica distintiva de los impíos. Al hablar de ellos, el Salmo 73 dice que se preguntan burlonamente: «¿Y qué sabe Dios? —preguntan—. ¿Acaso el Altísimo sabe lo que está pasando?» (v. 11). El Salmo 10, en tanto, al hablar de los malvados afirma: «3 El malvado hace alarde de su propia codicia; alaba al ambicioso y menosprecia al Señor. 4 El malvado levanta insolente la nariz, y no da lugar a Dios en sus pensamientos… 6 Y se dice a sí mismo: «Nada me hará caer. Siempre seré feliz. Nunca tendré problemas… 11 Se dice a sí mismo: «Dios se ha olvidado. Se cubre el rostro. Nunca ve nada» (vv. 3-4, 6, 11). El Salmo 36, por su parte, dice que «A los malvados el pecado les susurra en lo profundo del corazón; no tienen temor de Dios en absoluto. 2 Ciegos de presunción, no pueden ver lo perversos que son en realidad» (vv. 1-2), para luego afirmar: «Medita maldad sobre su cama; Está en camino no bueno, El mal no aborrece» (v. 4).
El Apóstol Pablo, hablando también de los hombres sin Cristo, dice: «No hay temor de Dios delante de sus ojos» (Ro. 3:18).
Sin embargo, la Escritura dice «Porque Jehová el Altísimo es temible; Rey grande sobre toda la tierra» (Sal. 47:2), y «Tú, temible eres tú; ¿Y quién podrá estar en pie delante de ti cuando se encienda tu ira?» (Sal. 76:7), y eso es lo que lleva a exclamar a todo aquel que ha sido redimido por Jesucristo: «… mi corazón tuvo temor de tus palabras» (Sal. 119:161).
Pero ante todo esto alguien podrá decir: «ya sabemos todo eso, se trata del Dios del Antiguo Testamento, pero el del Nuevo Testamento es distinto, Él es amor». Es cierto, el Apóstol Juan afirma que Dios es amor y eso en ningún sentido lo negamos, sino que lo sostenemos con firme convicción. Pero es un error creer que la naturaleza amorosa de Dios haría que éste dejara de ser temible, ya que Él sigue siendo eterna e infinitamente distinto de nosotros, grande y digno de ser reverenciado. En el mismo Nuevo Testamento, el Apóstol Pablo exhorta a los corintios «… limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (II Co. 7:1), mientras que el Apóstol Pedro es claro cuando afirma: «… vivan con temor reverente mientras sean peregrinos en este mundo» (I P. 1:17). Por último, el mismo Jesús ordena temer a Dios: «No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma. Teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno» (Mt. 10:28).
El temor de Dios, es decir, el aborrecer lo malo y el buscar agradar al Señor como Él mismo ordena ser agradado, este afán de honrar y reverenciar a Dios hasta en lo más mínimo y aun cuando nadie esté mirándonos, es lo que estaba presente en Hananías, y lo que lo calificó para ser puesto a cargo de Jerusalén. De aquí aprendemos que el temor de Dios es la base para el servicio cristiano, y sin él no se puede trabajar en la obra de Dios, porque sin él no se es parte ni siquiera del pueblo de Dios.
Consecuencias del temor de Dios en su pueblo
Este temor de Dios que estaba presente especialmente en Hananías, pero que es una característica general del pueblo de Dios, tuvo las siguientes consecuencias prácticas:
a) Orden: Si analizamos la obra de reconstrucción desde la llegada de la primera oleada de judíos desde el exilio, relatada en Esdras, veremos que todo se hizo en un orden lógico: primero el altar, luego los cimientos, y luego la infraestructura del templo. Luego de eso se reconstruyó la ciudad y sus muros. Luego, como dice el v. 1, se nombraron porteros, cantores y levitas. Cada miembro del pueblo de Dios debía montar guardia en un lugar específico. Para realizar adecuadamente esta labor, se realizó un censo (v. 5), llevando a cabo toda esta labor de manera ordenada.
Este orden se explica por su temor del Señor y su anhelo de agradarlo, ya que el Señor es ordenado. Él realizó toda la obra de la creación en un orden determinado, y descansó el séptimo día. Su obra de salvación se materializó al venir Cristo cuando se cumplió el tiempo, y vemos que primero escoge, luego predestina, llama, justifica, santifica para finalmente glorificar.
Todo tiene un orden y una lógica para el Señor, quien no hace ninguna acción ociosa ni carente de sentido. Por eso sus hijos debemos imitar su carácter y seguir sus pisadas, lo que implica combatir a muerte el desorden en nuestras vidas, y desear que sea erradicado en todas las áreas, porque el desorden no honra al Señor.
b) Celo por hacer todo conforme a las Escrituras (v. 64): El temor de Señor se manifiesta en una profunda reverencia a su Palabra. Como ya dijimos, el hijo de Dios exclama desde lo profundo de su ser «… mi corazón tuvo temor de tus palabras» (Sal. 119:161).
Esto se traduce en guardar silencio ante las Escrituras, venir a ellas con nuestras manos desnudas, sin más que oídos dispuestos a escuchar y un corazón presto a obedecer. Ante la Palabra de Dios sólo abriremos nuestra boca para decir «amén», cuando hayamos escuchado lo que tiene para decirnos.
Quien teme al Señor no levantará ‘peros’, ni objeciones, ni intentará condicionar la Palabra de Dios a sus criterios personales. Simplemente acatará lo que ella diga, aunque vaya en contra de lo que opina su entorno, su familia, o su ser más querido sobre esta tierra, y aunque se oponga a su propia opinión.
En este caso, eso se manifestó en que el pueblo reconoció que solo debe ejercer un oficio quien está llamado y calificado por Dios para esa tarea. Sólo quien Dios ha llamado y calificado como sacerdote pudo desempeñar ese oficio. Un sacerdote debía demostrar su ascendencia, ya que debía ser de la tribu de Leví, y específicamente descendiente de Aarón. Si no tenía ese linaje, no podía desempeñar el oficio sacerdotal. El pueblo, reconociendo que la Palabra de Dios es la verdad, los excluyó del sacerdocio, mostrando así temor de Dios en la obediencia a su Palabra.
Conclusiones
• El temor de Dios implica aborrecer el mal, pero no solo eso. Conlleva además el anhelo ferviente de agradar a Dios de la manera que a Él le gusta ser agradado. • La ausencia de temor de Dios es una señal de condenación. • Nadie puede servir a Dios si no da muestras de tener temor de Dios. El temor de Dios es el requisito básico para servirlo. • El temor de Dios implica callar ante su Palabra y no tratar de imponer nuestras propias opiniones ante ella, sino aceptar todo lo que ella diga como verdad absoluta. • El temor de Dios conlleva orden, lo que nos exhorta a erradicar todo desorden de nuestra vida, sabiendo que no honra al Señor. • El temor de Dios implica que como iglesia mostremos celo por hacer cada cosa como lo señala su Palabra, y no permitir que alguien desempeñe una función si no está llamado y calificado por Dios para hacer esa tarea. Como iglesia nos toca reconocer este llamado de Dios al hermano. • El temor de Dios es un elemento esencial e imprescindible en el culto congregacional, ya que sin él no hay verdadera adoración.
Reflexión final
Sin duda el temor de Dios no es algo con lo cual nacemos. Todo lo contrario, venimos a este mundo con un corazón rebelde al Señor e irreverente ante su Palabra. Sólo una obra sobrenatural de Dios en nuestros corazones puede hacer que temamos a Dios y honremos su Palabra.
Por lo mismo debemos considerar seriamente lo que nos dice el libro de Hebreos cap. 12 (vv. 18 y ss). Él lleva a los lectores a recordar el momento en que Dios entregó su ley a Moisés, en la que se pudo vislumbrar un leve destello de la ira de Dios, lo que causó pavor al pueblo y dejó al mismo Moisés temblando de miedo. Sin embargo, el autor de Hebreos deja en claro que esa era simplemente una sombra de lo que había de venir, y si ante la sombra el pueblo tembló de miedo, mucho más ante la realidad consumada de las cosas, porque nos hemos acercado «… al monte Sión, a la Jerusalén celestial, la ciudad del Dios viviente. Se han acercado a millares y millares de ángeles, a una asamblea gozosa, 23 a la iglesia de los primogénitos inscritos en el cielo. Se han acercado a Dios, el juez de todos; a los espíritus de los justos que han llegado a la perfección; 24 a Jesús, el mediador de un nuevo pacto; y a la sangre rociada, que habla con más fuerza que la de Abel. 25 Tengan cuidado de no rechazar al que habla, pues si no escaparon aquellos que rechazaron al que los amonestaba en la tierra, mucho menos escaparemos nosotros si le volvemos la espalda al que nos amonesta desde el cielo» (He. 12.22-25).
El gozarnos en la preciosa gracia de Dios no debe llevarnos a perder este temor del Señor y la reverencia ante la gloriosa instancia del culto. Si insistimos en la solemnidad de este momento y en la necesidad de guardar respeto y reverencia, es precisamente porque Dios es temible, y como cristianos debemos mostrar efectivamente un profundo respeto y asombro ante la realidad celestial de la que estamos participando. En ningún caso debemos actuar como si esto fuera algo trivial o cotidiano. Es la instancia más solemne de la que podemos participar en este mundo.
Ninguna otra instancia es más importante que la reunión congregacional en el Día del Señor. Ninguna otra persona es más digna de nuestro respeto y reverencia que nuestro Dios. Ningún grupo de personas está revestido de mayor dignidad que el Cuerpo de Cristo reunido en asamblea, presentándose ante el Señor que los rescató de las tinieblas.
Es por eso que la exhortación del autor de Hebreos termina diciendo: «28 Así que nosotros, que estamos recibiendo un reino inconmovible, seamos agradecidos. Inspirados por esta gratitud, adoremos a Dios como a él le agrada, con temor reverente, 29 porque nuestro «Dios es fuego consumidor».
No tiene sentido que cantemos, que oremos, que estemos sentados escuchando o predicando desde un púlpito si no hay temor de Dios en nosotros, si nuestra mente está en cualquier parte menos enfocada en Cristo y su gloria, si no discernimos lo que estamos haciendo y la realidad celestial de la que estamos participando. Es urgente que clamemos por una revelación de la santidad y la majestad de Dios, que nos hagan caer de rodillas delante de Él.
Pero ¿Cómo podemos, entonces, estar gozosos ante la presencia de Dios? ¿Cómo tener paz en nuestro ser? Increíblemente, el mismo libro de Hebreos nos llama a acercarnos confiadamente ante el Trono de la Gracia. Podemos hacerlo porque Cristo nos ha hecho aceptos delante de Dios con su obra perfecta en nuestro favor. Él vivió la vida perfecta y sin mancha que nosotros nunca podríamos haber vivido, porque nuestro corazón es rebelde al Señor. Él nunca pecó, siempre obedeció, y cumplió cada jota y cada tilde de la ley. Por otra parte, en la cruz el llevó sobre sí todos nuestros pecados: pasados, presentes y futuros. Entonces, a quienes creen en Él y en su Evangelio, Él les regala su obediencia perfecta, y además paga la condena por sus pecados. Él nos concede su perfección, y borra nuestra culpa.
Es por eso que podemos estar gozosos delante de Él, pero sin perder el temor y la reverencia, sabiendo que podría destruirnos y consumirnos por nuestra maldad, pero confiando en que no lo hará por la obra de Jesucristo en nuestro favor. Temamos a Dios, pero confiemos en que ninguna condenación hay para los que están en Cristo.