Domingo 9 de enero de 2021
Texto base: Isaías 1:1-20.
La humanidad parece tener una consciencia generalizada de que debemos ser lavados, no sólo en nuestro cuerpo, sino en nuestra alma o ser interior. En religiones como el judaísmo, el islam y el hinduismo, existen rituales de lavamiento con agua para la purificación espiritual y la participación en la vida religiosa. Muchos hinduistas se sumergen en las inmundas aguas del río Ganges, pensando que así se purificarán de sus pecados.
Esta noción de suciedad espiritual es parte de la consciencia del bien y el mal que el Señor puso en nosotros, para que le busquemos y seamos salvos. Sin embargo, por efecto de nuestro pecado esta sensibilidad se desvía hacia medios humanos y terrenales en lugar de buscar a Dios.
Por ello, es fundamental atender lo que nos dice el Señor en este pasaje, sabiendo que sólo así podemos ser limpios de nuestra maldad. Veremos i) un pueblo bajo acusación, ii) un culto inaceptable y iii) un llamado urgente.
Isaías es el primero de los libros llamados proféticos. El nombre de este profeta significa “Jehová es salvación”, y se le identifica como hijo de Amoz. Se aprecia que tenía una buena educación; siendo miembro de una familia importante e influyente.
Este profeta ministró durante varias décadas, probablemente desde el 740 hasta el 680 a.C, principalmente en el reino de Judá. Fue contemporáneo de los profetas Miqueas, Oseas, Amós y, probablemente, Jonás. Sirvió en el tiempo de los reyes Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías (v. 1). Isaías profetizó en un periodo en que los brutales asirios estaban en ascenso. De hecho, invadieron Jerusalén en el tiempo del rey Ezequías, y el Señor los libró de ser destruidos. Esta amenaza militar se produjo en medio de la decadencia de los reyes, profetas y sacerdotes de Judá, quienes debían haber guiado al pueblo al Señor, pero en lugar de eso se endurecieron en su pecado.
En este contexto, Isaías profetizó juicio contra el pecado, pero proclamando también la promesa de salvación y restauración de todas las cosas en el Mesías que había de venir. Por consiguiente, tenemos esta doble dimensión, por una parte, de advertencia y exhortación, y, por otra, promesas de gracia y salvación.
Inicia con esta proclamación: “Oíd cielos, y escucha tú, tierra; porque habla Jehová…” (v. 2) ¡Qué gran forma de empezar un libro! La Palabra del Señor llena e impacta toda la creación; no es sólo al pueblo de Dios, sino que concierne a todas las cosas. Se trata de una convocatoria a un juicio universal, en que Dios ordena escuchar las acusaciones que tiene contra Su pueblo.
El Señor usó a sus profetas como instrumentos para notificar su juicio inminente, tanto sobre las naciones como sobre Su pueblo. A pesar de que este juicio se iba a manifestar en calamidades que ocurrirían en ese tiempo, anticipa el juicio del Señor sobre toda la humanidad, que ocurrirá luego de la segunda venida de Cristo.
Esto es lo que se llama perspectiva profética, es decir, que el mensaje de los profetas tenía un cumplimiento próximo en su propio tiempo, pero también uno definitivo, apuntando a los últimos tiempos. Por ejemplo:
“La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. 18 Y quitará totalmente los ídolos. 19 Y se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra” (Is. 2:17-19).
Este anuncio de juicio se cumpliría con la terrible invasión de los asirios y luego de los babilonios, en el tiempo próximo a Isaías, pero tendría su cumplimiento definitivo en el juicio final, y es la imagen que se usa para describir la venida de Cristo en Ap. 6:12-17.
En ese sentido, “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 P. 4:17). Cuando el Señor se propone derramar Su juicio, comienza limpiando Su Casa, es decir, Su pueblo en quienes se manifiesta su presencia. Esto es lo que enfatizó Cristo en los días de Su encarnación, especialmente con la limpieza del templo, manifestando así que el Mesías venía para revelar quiénes eran realmente Su pueblo santo: sólo aquellos que recibieran su testimonio por medio de la fe. Todos los demás, aunque se contaran visiblemente en medio de Su pueblo, no eran realmente parte de él.
La primera acusación del Señor es que Su pueblo se rebeló contra Él con ingratitud. Les habla como un Padre amoroso quien los crio y se preocupó de su crecimiento. Incluso en nuestro tiempo, una de las mayores muestras de ingratitud es que los hijos abandonan a los padres que los criaron con amor. Aun los no creyentes consideran que esto es inaceptable y establecen por ley que los hijos tienen el deber de proveer para sus padres ancianos.
Sin embargo, lejos de demostrar gratitud hacia el Señor, Israel se había rebelado contra Él, lo que implica una desobediencia voluntaria e insolente a un Dios que los gobernaba con misericordia. En el caso de los hijos, una rebelión como esta se castigaba con muerte según la ley de Moisés, pues dice:
“Si alguno tuviere un hijo contumaz y rebelde, que no obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre, y habiéndole castigado, no les obedeciere; 19 entonces lo tomarán su padre y su madre, y lo sacarán ante los ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar donde viva… 21 Entonces todos los hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá; así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá, y temerá” (Dt. 21:18-19, 21).
De esta forma, al hablar a Judá como a un hijo contumaz e incorregible, el Señor estaba insinuando con ello que merecían la muerte por medio del juicio que estaba por derramar.
En esa misma línea, el Señor declara que la tierra de Judá, que Él les había dado como herencia, estaba llena de pecado (vv. 5-8); por lo cual Él ya los había disciplinado severamente, pues estaban heridos y sus ciudades habían sido ya invadidas y asoladas, quedando solo en pie Jerusalén, como si fuera un cobertizo o choza, en medio de un territorio ya saqueado, pero ellos parecían querer que Dios los siguiera castigando, pues no dejaban de rebelarse.
Tanto así, que si el Señor no hubiera sido misericordioso habrían venido a ser como Sodoma y Gomorra por el juicio que merecían (v. 9). Es decir, el Señor podría haberlos consumido por completo como a esas ciudades, pero les dejó un remanente, es decir, una porción del pueblo que sobrevivió por pura misericordia.
En consecuencia, la situación era trágica, porque el Señor había dicho a este pueblo: “vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éx. 19:6). Pero, lejos de eso, ellos llegaron a ser como Sodoma y Gomorra, ciudades ícono de maldad y perversión, y que por lo mismo se volvieron un escarmiento universal, símbolos del juicio de Dios contra el pecado. Eran como un carbón humeante arrebatado del fuego, que de no haber sido por la misericordia de Dios se habrían consumido por completo.
Durante el ministerio de Isaías gobernaron reyes notoriamente impíos, como el caso de Acaz (2 R. 16), padre de Ezequías, quien fue uno de los peores reyes que tuvo Judá, pues llegó a pasar a sus hijos por fuego para sacrificarlos a dioses paganos, y cometió la blasfemia de cambiar el diseño del altar del templo (que Dios había ordenado), imitando el altar de los sirios, que eran un pueblo pagano y enemigo de Israel. Además, instaló ídolos en el mismo templo de Dios. Antes que Acaz, otro rey llamado Uzías se envaneció y quiso ofrecer incienso en el templo, cuestión que estaba reservada para los sacerdotes, y por esa razón fue herido por Dios con lepra, lo que le valió dejar la vida pública para luego morir en aislamiento (2 Cr. 26:16-21).
Este pueblo se había vuelto peor que las bestias, pues el buey y el asno conocen al amo al cual sirven, pero este pueblo no conocía a Su Señor ni entendía Su voluntad (v. 3). Esto resulta dramático, ya que Dios se había revelado a Israel por medio de un pacto y les había dado Su Ley, y a ninguna nación se había manifestado de esta forma, pero allí donde debía haber conocimiento de Dios y temor de Su Nombre, había rebelión e idolatría.
El Señor Jesucristo diría más tarde: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3). Es decir, la acusación que hace el Señor de que Su pueblo no lo conoce, quiere decir que están perdidos en la oscuridad de su condenación.
Qué triste es percatarse de que esto se puede seguir diciendo hoy respecto de la iglesia visible. Está lleno de megaiglesias en las que se reúnen cientos e incluso miles de personas que dicen ser creyentes, pero ni siquiera conocen a Dios. Se congregan a escuchar discursos de autoayuda en lugar de predicación de la Palabra, asisten a espectáculos en lugar de a cultos, tienen activismo social en lugar de comunión en el Espíritu. Basta un sobrevuelo por la realidad del llamado “mundo evangélico” para darse cuenta de que en una gran cantidad de lugares que llevan el nombre de iglesia no hay temor de Dios.
El Señor acusaba amargamente a este pueblo a través del profeta Jeremías, diciendo: “¿Ha cambiado alguna nación sus dioses, aunque esos no son dioses? Pues mi pueblo ha cambiado su gloria por lo que no aprovecha” (Jer. 2:11). Incluso los paganos eran más fieles hacia sus dioses falsos, de lo que Israel era fiel al único Dios verdadero. Esto pasa todavía en nuestros días: cuántos incrédulos son capaces hasta de acampar durante días para poder ver a su equipo de fútbol favorito, a un artista que admiran, o para comprar el último teléfono, ¡mientras que los cristianos deben ser exhortados para que lleguen temprano al culto o incluso para que siquiera asistan!
El Señor exhorta fuertemente a Su pueblo, porque lo abandonaron y lo provocaron a ira con su apostasía (v. 4). Esto nos debe llevar a un santo temblor, ya que es posible llevar el nombre de pueblo de Dios y ser contado entre ellos, mientras la realidad puede ser que tales personas no conocen a Dios y han abandonado su adoración.
La congregación de esas personas es una insolencia contra Dios. El Señor los acusa de que lo están provocando a ira con esto. Por ello, luego declara algo terrible (vv. 10-15). Llamando a Israel como Sodoma y Gomorra, el Señor les dice que está hastiado de los sacrificios que le ofrecen (v. 11), llamándolos ‘vana ofrenda’ y ‘abominación’ (v. 13), que no puede soportar sus asambleas y fiestas, las celebraciones que hacían en Su nombre (v. 15). Les dice que no recibiría su adoración ni escucharía sus oraciones, y no aceptaría el culto que hicieran para Él.
El Señor estaba cansado porque, aunque le ofrecían sacrificios y participaban de estas fiestas que Él ordenó en Su Ley, lo hacían de manera hipócrita, sin amarlo, y haciéndolo sólo de la boca para afuera. Más adelante los acusaría también: “este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Is. 29:13).
Eso nos debe confrontar, ya que no basta con reunirnos en nombre de Dios, sino que tenemos que hacerlo con un corazón que le adora en espíritu y en verdad. No basta con cumplir rituales externos o mencionar ciertas liturgias, sino que debemos tener un corazón dispuesto en alabanza, y si no es de esta manera, el Señor abomina esas reuniones, pues desobedecen el tercer mandamiento: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano” (Éx. 20:7).
El Señor les dice, en otras palabras, que nadie les pidió que vinieran a rendirle un culto falso e hipócrita. Quienes hacen tal cosa simplemente vienen a pisotear Su templo (v. 12), es algo que no solamente no le agrada, sino que Él lo detesta y le resulta aborrecible. Ellos pensaban que hacían un favor a Dios con estar allí, pero Él repudiaba el culto que ellos presentaban.
En suma, este pueblo realmente no conocía a Dios, le habían abandonado en sus corazones, se habían entregado a la idolatría y a la maldad de sus corazones, pero luego se presentaban en el templo pidiendo la ayuda de Dios como si nada pasara, para tranquilizar sus consciencias y sentir que cumplían con sus obligaciones espirituales.
Una vez más, ¿Cuánto de esto vemos que se replica hoy? Cuántos creyentes viven su día a día ajenos al Señor, coqueteando con el mundo o derechamente sumergidos en Él, entregándose a su pecado y a sus ídolos, para luego el domingo aparecer en la iglesia como un ritual semanal, levantando sus manos mientras sus corazones siguen postrados ante sus ídolos y sus manos siguen sucias porque han abrazado el pecado con gusto durante toda la semana.
No pensemos que esto era algo del pasado, que el Israel rebelde se quedó en el Antiguo Testamento, porque la misma Escritura nos advierte diciendo:
“estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. 12 Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Co. 10:11-12).
“… no seas soberbio, sino temeroso. 21 Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a ti te perdonará. 22 Por lo tanto, toma en cuenta la bondad y la severidad de Dios; severidad para con los que cayeron, pero bondad para contigo, si permaneces en esa bondad, pues de otra manera también tú serás cortado” (Ro. 11:20-22 RVC).
Al ver estos pecados de Israel, examina tu corazón y piensa cómo te confronta esta Palabra de Dios aquí y ahora, porque Dios mismo te está diciendo que esta Escritura debe servirte de lección y ejemplo.
Así, quienes se entregan a su pecado confiando en que luego Dios simplemente los perdonará, deben saber que no serán escuchados. Deben conocer que su adoración es abominación para Dios y que Él no puede soportar su falsa religiosidad, mientras en sus corazones aman este mundo. El día en que deban responder ante Dios, clamarán por misericordia y no serán escuchados, porque quisieron burlarse de Dios y pisotear la misericordia que costó la sangre del bendito Hijo de Dios, pero la Escritura dice: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. 8 Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gá. 6:7-8).
Ante este desastre espiritual, el Señor no dejó sin Palabra y exhortación a Su pueblo. Les mostró el camino que debían seguir para su restauración espiritual. Para ello debían lavarse y limpiarse, quitar la maldad de sus obras, dejar de hacer lo malo y aprender a hacer lo bueno, buscar el juicio, restituir al agraviado, hacer justicia al huérfano y amparar a la viuda (vv. 16-17).
Así, necesitaban una reforma radical de sus corazones y sus vidas: donde antes había pecado, rebelión e idolatría, ahora debía haber integridad, justicia y misericordia. No sólo se trataba de abandonar pecados estrictamente personales, sino que además debían reformarse como pueblo, ya que estaban oprimiendo a los desvalidos y aprovechándose de los vulnerables. Todo debía ser renovado desde las tinieblas a la luz, desde la maldad a la justicia.
Ahora, la pregunta obvia aquí es: ¿Cómo harían esto, si eran un pueblo rebelde y acostumbrado a hacer lo malo? El Señor exhortó a través de Jeremías diciendo: “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor” (Jer. 2:22). Es decir, no hay medio humano ni terrenal que permita al hombre limpiarse y lavarse de su pecado. Ni ceremonias, ni rituales ni lavamientos pueden hacer que la corrupción del alma desaparezca.
Dice categóricamente: “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?” (Jer. 13:23). Si la exhortación quedara hasta ahí, este pueblo rebelde tendría el conocimiento de lo que debían hacer, pero sin tener la capacidad ni las fuerzas para hacerlo. Sería ofrecer un remedio imposible de alcanzar.
Sin embargo, el Señor también les dice: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta…” (v. 18). El remedio a su situación no es simplemente algo que deben hacer o no hacer, sino el mismo Señor: Él era el remedio para su trágica situación, por lo que debían acudir a Él.
Por otro lado, queda claro también el problema de este pueblo: no era simplemente un tema de conductas ni de relaciones sociales, sino el pecado. Desde esa raíz podrida alojada en su corazón era que salían todos los frutos de corrupción, tanto en lo personal como en lo social.
Sólo el Señor puede remediar esta situación, transformando nuestro corazón y lavándonos de nuestro pecado. Donde todo medio terrenal falla, el Señor es el único que puede hacer que el pecado que es como escarlata y como el carmesí, queden blancos como la nieve y la blanca lana. Sólo Él puede obrar un cambio tan radical, profundo y permanente.
Este lavamiento no podía ser a través de otro medio que por la sangre de Cristo, quien murió para santificarnos y purificarnos de toda maldad: “si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, 14 ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (He. 9:13-14).
Hablando de los santos en el Cielo, se les describe diciendo: “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (He. 7:14). La Escritura dice también que “… Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, 26 para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, 27 a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef. 5:25-27).
En consecuencia, debes saber que, aunque todo medio humano y terrenal resulta ineficaz, la sangre de Cristo es la única que puede limpiarte de todo pecado. Dios no sólo hace el llamado a que te limpies, sino que proveyó el medio perfecto para que seas purificado, y el costo de esto fue la preciosa sangre de Su Hijo Unigénito, lo que revela su amor eterno por ti.
Y tal es el poder purificador de la sangre de Cristo, que dice: “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:14).
Por lo mismo, nota la urgencia que el Señor le da al arrepentimiento: “Venid luego…”. No debemos menospreciar esta palabra. Nuestro corazón se endurece fácilmente. Si no vamos ‘luego’ a sus pies, pensando en que más adelante nos arrepentiremos y obedeceremos Su Palabra, ocurrirá que después no iremos en absoluto. El pecado nos envolverá como una telaraña, luego como una soga, y después será como una gruesa cadena de hierro que nos impedirá ir al Señor. Vendrán las excusas y las justificaciones, aparecerán también las tentaciones y esa consciencia que estaba conmovida por la exhortación, luego se vuelve insensible y hasta insolente y burlona contra la Palabra de Dios.
Por eso, el Señor dice: “Si oyereis hoy su voz, 8 No endurezcáis vuestro corazón” (Sal. 95:7-8). Acostúmbrate a que tu ruta de escape del pecado sea rápida y de fácil acceso. Apenas notes una raíz de rebelión en tu corazón, confiésala delante del Señor. Apenas te percates de que has caído, ruega al Señor por misericordia y un cambio en tu corazón. Procura apartar un tiempo especial para esto, pero si el momento y el contexto no te lo permiten, eleva una oración como flecha al Señor. Si esperas a encontrar otro momento, tu corazón puede haberse endurecido en la maldad.
Considera otra cosa: es Dios quien invita a este pueblo rebelde que lo había abandonado. ¡Es Dios quien quiere que estemos a cuenta! Eso nos debe maravillar, porque el Señor es el ofendido con nuestro pecado y Él no nos necesita; es más, podría consumirnos en un instante si quisiera y tal cosa sería justa; pero es Él quien invita al arrepentimiento y la comunión a quienes somos los ofensores, demostrando así su deseo de reconciliarse con nosotros. Y les promete que si ellos vienen en arrepentimiento, serán perdonados; por más sucios que ellos estén serán limpiados y restaurados.
Esta es una constante en la Biblia: Es el Señor quien nos busca, pese a que nosotros somos los que necesitamos Su perdón y salvación. Incluso cuando Adán pecó, éste se escondía, pero fue Dios quien le preguntó dónde estaba. Así también se aprecia a lo largo de toda la Biblia, con el llamado de Abraham, la redención de Israel en el Éxodo, también a través de los profetas que Dios envió a Su pueblo rebelde para llamarlos a volver a Él, y en su expresión máxima, con la encarnación de Cristo, Dios con nosotros, para salvarnos de nuestros pecados; y luego el descenso del Espíritu Santo para que esté con nosotros para siempre.
La manera en que respondemos al llamado del Señor define lo que somos y nuestro destino en el mundo y en el venidero: quienes se arrepienten disfrutarán de la comunión y la bendición de Dios (v. 19), pero advierte a los rebeldes que volverá su mano contra ellos, y que los pecadores serían quebrantados.
Considera hoy la misericordia de Dios. No retardes más venir a sus pies, ¡Mantente a cuentas con Él!. Nota que el Señor dirigió esta invitación tan llena de misericordia, a un pueblo tan pecador que Él mismo los consideró como a Sodoma y Gomorra. Si se arrepentían, serían recibidos en la comunión y disfrutarían del bien de parte del Señor. Así también tú, si vienes al Señor hoy en obediencia a Su Palabra y respondiendo a Su llamado, serás lavado y restaurado. Puedes haber caído al foso profundo del pecado, pero en el Señor hay un nuevo comienzo.
No tomes a la ligera al Señor. Él es un Dios de gracia y amor, pero nota cómo ha hablado en este pasaje contra la apostasía y la adoración hipócrita. Atiende la exhortación que hace la Escritura: “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; 29 porque nuestro Dios es fuego consumidor” (He. 12:28-29).
No hay día en que no necesites ir al Señor para fortalecerte en Él y para recibir Su misericordia. Como Su pueblo somos aún torpes, frágiles y dependientes. El pecado todavía habita en nosotros. Si te has alejado, jamás podrás limpiarte lejos del Señor, ni podrás restaurarte separado de Su presencia y Su poder. No debes esperar a limpiarte por tus medios para venir a Él, ya que no hay forma en que puedas lavar tu alma fuera de Él. Sólo por medio de Cristo podemos estar a cuentas con Dios.
“Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. 7 Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Is. 55:6-7). Amén.