¿Bajo la Ley o bajo la Gracia?
Domingo 10 de enero de 2021
Texto base: Ro. 6:1-14.
Según la encuesta The state of Theology realizada por el ministerio Ligonier en 2020[1], un 46% de los evangélicos encuestados cree que la mayoría de la gente es buena por naturaleza, mientras que un 16% cree que somos hechos justos ante Dios por nuestras propias obras, o no está seguro de si sólo somos hechos justos por los méritos de Cristo.
Es un hecho que, incluso entre los evangélicos, hay un desconocimiento de la relación que tienen con la Ley expresada en los 10 Mandamientos, y como consecuencia, también se ignora la relación que debemos tener con el pecado. Muchos enfatizan una gracia malentendida, pensando que encubre nuestra vida de pecado y que podemos relajarnos ante los 10 Mandamientos, porque nadie es perfecto. Otros piensan que deben ganarse la salvación con sus obras, o inventan mandamientos y regulaciones que no están en la Biblia. Aun otros creen que los 10 Mandamientos pertenecen a una era que ya pasó, y que lo que ahora importa es únicamente el amor.
Por lo mismo, el pasaje que hoy analizamos resulta esencial de conocer e interpretar correctamente. El apóstol plantea una serie de contrastes: Entre la muerte y la vida, entre el pecado y la justicia, entre ser siervos del pecado y ser siervos de la justicia, y entre la ley y la gracia. El eje que cruza todos estos contrastes y les da sentido, es nuestra unión con Cristo. A la luz de esa unión, analizaremos nuestra nueva identidad y nuestra nueva vida.
I. Nuestra unión con Cristo
El Apóstol Pablo comienza este capítulo con una referencia directa a lo que venía enseñando en el cap. 5, donde afirmó: “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”. Ese énfasis tan marcado de la gracia sobre el pecado, podría conducir a una mala interpretación: que mientras más pecamos, haremos que la gracia sobreabunde de mayor forma, algo así como, “pecar para bien”.
Por eso, plantea la pregunta: “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” (v. 1). Esto es algo que podría decir un antinomiano, que son aquellos que sostienen que no estamos sujetos a guardar los 10 mandamientos ya que Cristo los cumplió por nosotros, pero también es algo qué podría objetar irónicamente un legalista ante la salvación por gracia, creyendo erróneamente que ella significa que podemos vivir como se nos antoje, desobedeciendo la ley de Dios. Ninguno de los dos grupos tiene la razón según el apóstol Pablo, quién responde con una negación categórica en el original: Jamás, de ningún modo, nunca debemos pensar que podemos perseverar en el pecado para que la gracia abunde.
El apóstol plantea preguntas retóricas para motivarnos a pensar correctamente. Esas preguntas son aquellas qué sugieren una respuesta obvia. En esto, introduce una verdad: hemos muerto al pecado, y de esto se sigue qué es inconcebible y absurdo que vivamos en él. La gracia no nos fue dada para ser más esclavos del pecado, sino para liberarnos de su lazo.
Así es como el Apóstol desarrolla el tema de nuestra muerte al pecado, lo que se relaciona con otra muerte: la de Cristo. Pero ¿Por qué ambas cosas están relacionadas? Por una verdad más profunda, que es nuestra unión con Cristo. Sólo en este cap. 6:1-14, hay 8 alusiones directas a nuestra unión con Cristo, con expresiones como ‘en él’, ‘con él’ y ‘juntamente con él’. El apóstol Pablo ocupa la expresión ‘en Cristo’ y aquellas que son similares a ella, más de 160 veces en sus cartas. De hecho, lo que dice literalmente en el original es que fuimos ‘cosepultados’ (συνθάπτω, v. 4), ‘coplantados’ (σύμφυτος, v. 5), ‘cocrucificados’ (συσταυρόω, v. 6), y que ‘covivieremos’ (συζάω, v. 8) con Cristo.
En consecuencia, la relación del creyente con el pecado pasa por entender su unión con Cristo, y el apóstol comienza hablando de nuestro bautismo en Él (v. 3). En esto vemos también algo marcado en este pasaje: habla de cosas que debemos saber y creer (vv. 3, 6, 8, 9, 11).
Él hace alusión a un conocimiento que todo cristiano debería tener sobre el bautismo: Este sacramento hace visible la muerte del cristiano junto con Cristo, a su vida pasada. Sobre todo en el contexto en el que estaba hablando, sabiendo que su carta era recibida por los creyentes en Roma, debemos entender que el bautismo tenía una consecuencia definitiva para quienes pasaban por las aguas, ya que significaba muchas veces ser despreciados por sus familias y por su pueblo, ser excluidos de varios aspectos de la vida social, y en los casos más extremos, podría significar la persecución hasta la muerte. Para ellos era muy claro que el bautismo significaba en un sentido morir.
Pero aquí además deja muy claro que fuimos bautizados “en Cristo Jesús”, lo que implica ser hechos parte de él. También dice el apóstol en su primera carta a los Corintios: "Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu" (1 Co. 12:13). Es decir, el bautismo, más allá del acto visible, tiene un profundo sentido espiritual de hacernos parte del cuerpo de Cristo, de modo que no sólo nos bautizamos en obediencia a Cristo, sino que en unión espiritual con Él.
Aquí precisa aún más diciendo que fuimos bautizados “en su muerte”. Esto porque "La muerte de Cristo es el solo fundamento de nuestra justificación, y cuándo nos apropiamos de ella por la fe somos unidos con Cristo, unidos con él en su muerte, unidos con él en su sepultura, unidos con él en su resurrección, unidos con él en vida"[2].
Por tanto, nadie que comprenda el real significado del bautismo y haya sido bautizado en esa fe, podrá disfrutar de una vida que persevera en el pecado. Los bautizados han muerto a toda esa vida pasada entregada a la maldad y lejos de Dios.
En este sentido, fundamenta diciendo que también fuimos sepultados con Él (v. 4), lo que habla de la realidad de la muerte de Cristo, que no fue un desmayo temporal, sino que fue completa, tanto que llegó hasta la sepultura. Al ser sepultados con Cristo, nuestra vida pasada quedó enterrada por completo.
Pero esto no queda allí, porque también resucitamos con él (v. 4). Jesús resucitó por la gloria del Padre, quien ejerció un poder sobrenatural para levantar a Cristo de entre los muertos, como aquel que se demostró en la creación. En ese acto de resucitar a Cristo, el Padre demostró la gloria de Sus perfecciones. Así también, esa gloria del Padre debe reflejarse en nosotros, por medio de nuestro andar en una vida nueva. Se trata de una vida renovada, de una calidad completamente distinta, porque es una vida no sólo física o biológica, sino que es la vida espiritual que Dios nos ha dado de manera sobrenatural por medio de su Espíritu Santo. Al hablar de nuestro andar en esa vida, se está refiriendo a que caminamos con Cristo, y no deambulamos sin rumbo, sino que progresamos en santidad y en la demostración de esa nueva vida que ha comenzado en nosotros.
Estamos unidos a Cristo en su muerte y su resurrección, siendo semejantes a Él en lo uno y lo otro (v. 5). La palabra que Reina Valera traduce como plantados (σύμφυτος), en la Biblia de las Américas se tradujo ‘unidos’, y también podría preferirse la opción ‘injertados’. La idea justamente es que somos uno con él ahora por medio de la fe, lo que significa que realmente hemos muerto a nuestra vida pasada. Nuestra vida fluye ahora de Cristo como la vida de las ramas depende de la que fluye del tronco.
El apóstol mira aquí hacia el futuro, cuando seamos semejantes a Cristo luego de que él fue resucitado, con ese cuerpo glorioso. Ya hemos resucitado a una vida nueva y nuestra alma ha recibido esa vida y ha sido impactada por el poder de la resurrección de Cristo, pero la consumación de esto ocurrirá en la resurrección futura, en la segunda venida de Cristo.
En este sentido, la resurrección de Cristo es única en su clase, porque es la victoria definitiva sobre la muerte, como dice también la Escritura: “Devorada ha sido la muerte en victoria” (1 Co. 15:54 NBLA).
La muerte no puede clamar más dominio sobre Cristo (v. 9), pues su victoria ha sido perfecta y completa, definitiva e irreversible. Así, por una parte, murió al pecado, pues sufrió la muerte como el castigo que la justicia de Dios demandaba debido a nuestro pecado; y por otra parte, ahora vive para Dios, habiendo satisfecho Su justicia y aplacado Su ira por completo, vive ahora ante Él y puede ser nuestro Mediador perfecto que nos identifica con su victoria.
Su muerte, con todo lo que significa, tuvo que ver con el pecado; y su vida, con todo lo que conlleva, es para Dios (v. 10). Cristo entró al reino del pecado, para morir la muerte que mató al pecado. En esa muerte, Él se hizo cargo del pecado, venció sobre él una vez y para siempre. Dios lo hizo pecado por nosotros (2 Co. 5:21) para matar al pecado en la cruz, pagando su condena y removiendo su aguijón. Así, la muerte de Cristo marcó el fin del conflicto con el pecado, de manera que la vida que hoy vive luego de su resurrección ya no tiene que ver con el pecado sino completamente con Dios.
II. Nuestra nueva identidad (cambio de estado)
Nuestro viejo hombre fue crucificado "juntamente con Él" (‘cocrucificado’, v. 6), y esto para la destrucción del cuerpo de pecado, a fin de que no sirvamos más a la maldad. Al ser crucificado con Cristo, el viejo hombre ya no domina más en nosotros. Aunque el ‘viejo hombre’ incluye lo que éramos de la conversión, tiene un significado mucho más profundo, y debería interpretarse a la luz de 5:12-21, de modo que se refiere a Adán y lo que éramos en unión con él, mientras que el ‘nuevo hombre’ al que se refiere el Apóstol en otras cartas (Ef. 4:24), es Cristo y nosotros en unión con Él.
El hecho de que el viejo hombre fue crucificado, significa un cambio completo de estado en nosotros. Ya no somos los mismos. El poder del pecado ha sido destruido en el creyente.
Esto es lo que significa “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gá. 2:20 NVI). Todo lo que somos como hombres corruptos bajo el pecado, quedó crucificado en ese madero. En consecuencia, debemos considerarnos muertos junto con Cristo en la cruz: cuando meditemos en el calvario, debemos ver también a nuestro viejo hombre siendo llevado legalmente por Cristo ahí en la cruz.
Habla aquí de nuestro “cuerpo del pecado” (v. 6), y se refiere a que los deseos del pecado se satisfacen casi siempre en nuestro cuerpo, que suele responder con facilidad a las inclinaciones de maldad. Sin embargo, dice que esta crucifixión del viejo hombre con Cristo es para destruir este cuerpo de pecado, lo que no quiere decir que fue aniquilado, sino que quedó anulado, impotente por medio de la crucifixión de Cristo.
En otras palabras, antes de la crucifixión, éramos esclavos del pecado ("a fin de que no sirvamos más al pecado"), estábamos bajo su dominio y no lo podíamos resistir, pero Cristo nos ha liberado.
En este sentido, nuestro estatus legal ha cambiado por efecto de la muerte de Cristo. Aquí introduce este tema que desarrollará más profundamente en el cap. 7: quien muere ya no es condenado por la ley. Por tanto, ya que hemos muerto Cristo, no se nos acusa más de pecado, pues legalmente hemos fallecido junto con Él. La condena y la maldición de la Ley no pesan sobre nosotros, pues sólo están vigentes respecto de los que están vivos ante ella. En otras palabras, quien ha muerto con Cristo, queda cubierto por Su muerte y es justificada de su pecado, lo que significa que ante Dios es declarada legalmente como una persona justa (v. 7).
Un esclavo que ha muerto ya no es responsable ante su amo, así, quienes han muerto con Cristo son absueltos de su antiguo dueño. Usando los términos del cap. 7, antes estábamos casados con la Ley, pero por medio de Cristo, hemos quedado viudos de la Ley, ya no estamos bajo ese marido, sino que somos libres para casarnos con aquel que resucitó de entre los muertos, para que llevemos fruto para Dios (7:4). El pecado ya no tiene ningún derecho sobre aquel que ha sido declarado justo en Cristo, tal como la ley no puede condenar a quien ya ha muerto.
Antes estábamos muertos 'en' nuestros pecados, pero ahora estamos muertos 'al' pecado. Así, convertirse en cristiano significa el fin del pecado. La redacción en el original enfatiza un acto: "hemos muerto" (v. 2). No se refiere a nuestra lucha diaria contra el pecado, que ciertamente existe, pero lo que está remarcando aquí es un hito que define el inicio de nuestra vida en Cristo: "es el fin del Reino del pecado y el comienzo del reino de la gracia" (Leon Morris). En consecuencia, ¿Cómo podríamos vivir todavía en el pecado?
Por eso, esta muerte de Cristo no es el fin del camino, sino que apunta algo más allá, y es la resurrección que también Cristo logró para nosotros (v. 7). Acá nuevamente al decir “viviremos con él” está hablando de una realidad que será definitiva sólo después de que Cristo regrese, pero esto también tiene efecto en esta era: al ser uno con Cristo en su resurrección, el creyente entra a una vida renovada, ya está viviendo con Cristo hoy: vive por él, en él, con él y para él; lo que debe transformar nuestra manera de ver las cosas por completo, sabiendo que esta vida será todavía más maravillosa en la gloria eterna que está por venir.
En consecuencia, es en Cristo y en virtud de su muerte y resurrección, que podemos ser hechos una nuevo hombre (o nueva humanidad, eso significa el paralelo con Adán del cap. 5), una que ya no está condicionada por la caída de Adán, sino que es creada a la imagen del Cristo resucitado, una que ya no está marcada y condenada por el pecado y la muerte, sino que lleva en sí el principio de la vida: “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. 22 Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Co. 15:21-22).
Y por eso el Salvador debía hacerse hombre, tomar nuestra naturaleza humana, pero sin pecado, para identificarse con nosotros y para identificarnos con Él, y así poder representarnos en su obra de salvación y llevarnos a la vida (He. 2:14-15). Tal como Adán nos representó delante de Dios y nos arrastró a la muerte y la corrupción, así Cristo nos representó delante de Dios para vencer a la muerte en su cuerpo y resucitar también en su cuerpo a la vida y gloria eterna. Por eso dice:
“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, 15 y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (He. 2:14-15).
Es esa unión con Cristo mediante la fe lo que nos salva y nos identifica con su resurrección, y por eso es que el mismo Jesús pudo afirmar con plena seguridad: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19).
La Escritura nos dice que ese gran poder que obró en la resurrección de Cristo para que venciera a la muerte, es también el que ha obrado en nosotros quienes creemos en Él: el Apóstol Pablo dice a los efesios que ruega por ellos para que conozcan “cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder, 20 el cual obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos y le sentó a su diestra en los lugares celestiales” (Ef. 1:19-20 BLA).
Por tanto, nuestra conversión es un verdadero milagro, una obra grandiosa y sobrenatural de la gracia de Dios en medio de un mundo bajo el pecado, que nos transforma de raíz, desde la médula de lo que somos, desde el núcleo de nuestro ser. Por eso es que el Apóstol Pablo nos exhorta diciendo: “… si uno murió por todos, luego todos murieron; 15 y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos… 17 De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:14-15,17).
Esto significa que somos una nueva creación en Cristo. Aunque nuestro cuerpo sigue siendo mortal y en él no se ha manifestado aún la resurrección, sí hemos recibido vida en nuestro espíritu, y esto fue porque resucitamos con Cristo. Entonces, tenemos en nosotros el principio de la nueva creación, somos una glorificación que ya está en marcha. Esto implica que ya no podemos ver nada como lo veíamos antes, no podemos relacionarnos con nadie como nos relacionábamos antes, ni con Dios ni con los hombres, todo eso viejo debe pasar, porque todo ha sido hecho nuevo en Cristo.
En la resurrección de Cristo, se plantó la antorcha de la vida en este mundo que estaba bajo las tinieblas del pecado. Este mundo quedó “embarazado de la vida” que Cristo trajo, y llegará un momento en que la dará a luz, y la creación gime en dolores de parto esperando ese día. Esa vida se manifiesta en los creyentes, quienes han sido hechos una nueva creación en Cristo.
III. Nuestra nueva vida
Y el v. 11 aplica esto directamente a nuestra vida como discípulos de Cristo, diciendo: "así también vosotros". Ya que estás unidos a Cristo, esto significa que lo que se dice de Cristo debe ser una realidad también en tu vida: Debes considerarte muerto al pecado y vivo para Dios. Es una convicción que crees por fe, algo que debes concebir en tu mente y que eres responsable de llevar a tu vida, una verdad que debes imitar e interiorizar de forma permanente y que debe impactar tu cotidianidad.
La muerte y resurrección de Cristo ha cambiado tu posición y debes vivir de acuerdo con la nueva realidad con la que ya fuiste bendecido. Dado que Cristo murió al pecado y puesto que estás muerto con Cristo, también estás muerto al pecado y debes reconocer que esa muerte es un hecho, que ya ha ocurrido. Pero no debes tomar esa muerte como si fuera la de tu perrito, sino como un yugo pesado y podrido que te oprimía y te impedía andar en la verdadera vida.
En aquellos que no conocen a Cristo, el pecado es la consecuencia y la expresión natural de su esclavitud al pecado. Pero en el creyente, el pecado está fuera de lugar, porque el creyente ya no forma parte de ese reino. Estás muerto al dominio de ese que era tu amo, y así debes considerarte.
Por otra parte, si estás vivo para Dios, también es en Cristo Jesús. Y es que "las bendiciones que recibe el creyente, las recibe por su unión con Cristo. Aquí debemos ver que es sólo en tanto estamos 'en Cristo', que vivimos para Dios" (Leon Morris).
En el v. 12 amplia esta conclusión, usando otras palabras: El pecado no debe ‘reinar’ en tu cuerpo, no debes obedecer sus malos deseos porque no es tu dueño. No debes presentarle tus miembros como si fueran instrumentos para servir al mal, sino que debes presentarte ante tu verdadero Señor como su esclavo, y tus miembros debes presentarlos y disponerlos como instrumentos para hacer el bien.
El lenguaje que utiliza el apóstol envuelve la idea de un amo, gobernante o autoridad. La palabra ‘presentarse’ en el original (παρίστημι) tiene que ver con comparecer formalmente ante una autoridad, o acudir oficialmente ante quien tiene cierta preeminencia. Implica ofrecer, poner a disposición. Por tanto, piensa aquí en la imagen dos señores a los cuales puedes presentarte para servirlos: por una parte, está el pecado, y por otra Dios. El apóstol te exhorta a que reconozcas que sirves únicamente al Señor y es sólo ante Él que debes presentarte de esta forma.
Si has conocido el poder salvador de Cristo, es tu deber vivir según la vida que has recibido, de ese poder que ha obrado en ti. La vida piadosa y santa no es una opción, sino una necesidad.
En este sentido, el pecado todavía está presente en ti y ciertamente es una fuerza, pero ya no es la que predomina. Nota que el apóstol realiza esta exhortación a creyentes y asume que están luchando con el pecado. Debes vivir en la libertad que Cristo te ha concedido, deja de pensar y vivir como esclavo del pecado y comienza a comportarte como alguien que ha sido liberado de ese dominio corrupto. Por eso dice: “Manténganse, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gá. 5:1).
Habla aquí del “cuerpo mortal” (v. 12), donde antes habló del “cuerpo del pecado”. Esto es porque los placeres del pecado se realizan en un cuerpo que es mortal y que pronto pasará, pero el apóstol nos habla de la vida en Cristo que trae gozo eterno. Es una insensatez dejar que lo mortal tenga dominio sobre lo eterno. Notemos que Pablo no dice que el pecado surge en el cuerpo, pero es el órgano en el que se manifiesta, y por el cual los creyentes obedecen al pecado. Pero al morir en Cristo y estar vivos para Dios, hemos recibido el poder para dominar nuestro cuerpo y obedecer.
Lo dicho aquí se podría retratar con una ilustración. Pensemos en un mendigo que ha vivido toda su vida como tal y que sea dedicado también a la delincuencia en las calles, ignorando que era heredero del rey, y por alguna razón se había extraviado a temprana edad. Sin embargo, las autoridades llegan al conocimiento de que este mendigo es ese heredero y deciden sacarlo de las calles, vestirlo de ropas nobles y hacerlo vivir en un palacio de acuerdo con su condición. Sin embargo, este exmendigo heredero de vez en cuando se escapa para volver a las calles con sus harapos sucios y a sacar su comida de la basura. ¿Qué podríamos decir a este hombre? La pregunta sería obvia: ¿Cómo puedes volver a comer de la basura si eres un hijo del rey, y en tu mesa tienes las delicias de los banquetes reales? ¿Cómo puedes volver a vestirte de tus harapos sucios si tienes tus ropas de nobleza?
Pensemos en Lázaro. ¿Qué ocurriría si luego de que Cristo lo resucitó, él insistiera en volver a vestirse de su sudario de muerto, y regresara una y otra vez a la tumba de la que fue resucitado? Le haríamos ver que tal cosa es una locura, que él está vivo y nada tiene que hacer actuando como si estuviera muerto.
Es una exhortación muy similar a la que realiza el apóstol aquí: no puedes volver a vivir como esclavo del pecado si has sido liberado por Cristo, para que vivas para Dios.
Así llegamos a la conclusión de esta sección (v. 14). Este versículo ha sido muy malinterpretado. Algunos creen que como Cristo obedeció los mandamientos en nuestro lugar y pagó nuestra condena, nosotros no estamos obligados a guardar la Ley moral de Dios, expresada en los 10 Mandamientos. Otros creen que se refiere a que la era de la ley pasó, y que ahora estamos en la era de la gracia, por lo que Dios cambió su forma de relacionarse con la humanidad.
Lo que significa es que el pecado con su poder corruptor y mortal podía enseñorearse de ti cuando estabas ante la ley en tu propio nombre, pues tu carne nunca podría someterse a las demandas de ella, de manera que lo único que podías hacer era sumergirte más en el pecado.
Es así porque estar bajo la Ley es estar bajo la obligación de obedecerla perfectamente para ser salvo. Todos nacemos en esta condición, porque nacemos en Adán, y por lo mismo estamos condenados, pues todos desobedecimos en él, nuestra naturaleza es caída y no podemos cumplir con lo que ella demanda, que es -una vez más- la obediencia perfecta. Es un camino de salvación imposible porque no podemos cumplir el estándar de su justicia. Más bien, nuestra carne toma ocasión de ella para promover el poder del pecado en nosotros, y por eso Cristo tuvo que nacer bajo la Ley para redimir a quienes estaban bajo la ley (Gá. 4:5).
Por eso, en unión con Cristo por la fe, recibimos la salvación como un regalo: tu vida ya no depende de tu propia capacidad de guardar la ley, porque Él la obedeció. Ya no estás bajo la condenación ni la maldición de la Ley por haberla desobedecido, porque Cristo soportó y padeció ese castigo en tu lugar. Eres libre de la tiranía del pecado, ya no te puede dominar, pues no es tu dueño. Puede tentarte, seducirte, atraerte y hacerte tropezar, pero no te puede someter nuevamente. Ahora no sólo puedes, sino que debes resistirlo y vencer progresivamente sobre él.
Eso es estar bajo la gracia. Fuiste comprado por Cristo y ahora eres libre para obedecer, por primera vez puedes hacer el bien de corazón, en el poder de Dios y estando posicionado en Cristo.
Por tanto, “Pablo no está diciendo que el creyente es libre de la obligación de guardar las demandas de la ley (13:8-10; 12:1-2). Más bien dice que, ya que la posición del creyente delante de Dios descansa en la justicia de Cristo y no en que él mismo guarde la ley, el principio que rige la vida del creyente es el reinado de la gracia que lo libera del reinado del pecado (5:21) y lo transforma a la semejanza de Cristo” (Biblia de Estudio de La Reforma).
Por ello, este v. 14 no es un mandamiento sino una realidad, y podríamos decir que una promesa. El pecado no tiene dominio sobre Cristo ni sobre los que son suyos.
De esta forma, la ley nos envía a Cristo para salvación, ya que nos muestra que estamos condenados y necesitamos un Salvador perfecto en justicia. Pero luego, Cristo nos envía a la ley para santificación, ya que ahora que hemos sido rescatados, así que debemos vivir una vida nueva, de obediencia agradecida y gozosa a quien nos rescató de nuestra condenación. Pero no sólo debemos, sino que hemos recibido la vida espiritual de parte de Dios, junto con la capacidad de obedecer.
Por lo mismo, “ampararse en la gracia para vivir como te dé la gana, eso no es gracia, eso es una desgracia… la gracia no es para que peques, es para que no peques” (Sugel Michelén).
Aquí alguien podría decir: “suena bonito, pero no sabes lo que es esta adicción que sufro”. Es cierto, muchos llegan a Cristo habiendo sido esclavos de las drogas, el alcohol, la pornografía, los chismes o del entretenimiento. Pero notemos que la Biblia no habla de adicciones, sino de idolatría. Lo que hoy llamamos “adicciones” son deseos desordenados por algo que hemos elevado como un ídolo y hemos puesto en lugar de Dios. Por tanto, se aplica lo mismo dicho en este pasaje: debes dejar de considerarte esclavo de lo que una vez te dominó, pues has sido liberado por Cristo, y debes pensar y vivir como hombre libre en Cristo.
Nota que no dice: “deja de pecar para que estés unido a Cristo”, sino que dice “ya que estás unido a Cristo en su muerte y su resurrección, deja de vivir para el pecado”. Nota que en todo momento en el texto prima la obra de Dios: fuimos bautizados, sepultados y crucificados con Él, por lo que viviremos con Él. En todo momento se trata de la obra de Dios en nuestro favor, y sabemos que “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6).
Tu unión con Cristo no cambia, porque depende de Él, no de ti. No eres tú quien la inició ni quien la mantiene, sino que siempre ha sido Él: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:38-39).
¿Cómo puedes saber si estás unido a Cristo? (basado en Sugel Michelén)
1. Si tienes el deseo sincero en tu corazón de obedecer y servir a Dios, de ver reflejado en tu vida el carácter de Cristo, de ser más como Él y menos como el viejo hombre.
2. Por la lucha que hay en tu alma para no pecar, y
3. Por el dolor que te causa el hecho de haber pecado, y cómo ese dolor y vergüenza te llevan al arrepentimiento una y otra vez, creciendo en santidad y en obediencia a la Palabra.
Si esto se encuentra en ti, es porque has recibido la vida en Cristo, porque el núcleo de tus deseos, pensamientos y afectos ha sido transformado de la muerte a la vida. Por tanto, vive como lo que ya eres. Si has creído en Cristo, eres un hijo del Rey de reyes: no vuelvas a comer de la basura. No sigas viviendo como si estuvieras bajo la ley, porque estás bajo la gracia.
“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21).
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Morris, L. (1988). The Epistle to the Romans (p. 247). Grand Rapids, MI; Leicester, England: W.B. Eerdmans; Inter-Varsity Press. ↑