Bienaventurados los pacificadores
Domingo 10 de julio de 2022
Álex Figueroa
El Sermón del Monte | Las bienaventuranzas | Mateo 5:9
¿En qué piensas cuando te hablas de un pacificador? Probablemente se vengan a tu mente personas como Ghandi o Martin Luther King. Hay hasta un premio nobel de la paz, entregado a personas que han hecho grandes esfuerzos por lograr la armonía en el mundo. Sin embargo, ningún incrédulo puede ser un pacificador, pues dice: “«No hay paz para los malvados», dice el Señor.” (Isaías 48:22, NBLA).
Por ello, los pacificadores de los que habla este pasaje van mucho más allá de estos esfuerzos humanistas por alcanzar la paz. De hecho, el pacificador que es bienaventurado ante Dios siempre será rechazado por su cultura, e incluso malinterpretado como alguien que promueve el odio, pues la paz de Dios es aborrecida por los que viven en oscuridad.
Por lo mismo, es necesario entender bien el significado de la bienaventuranza, para lo cual i) expondremos nuestra tendencia natural opuesta a esta bienaventuranza, para luego ii) presentar el verdadero carácter pacificador y su bendición, terminando con iii) una exaltación de Cristo como el Pacificador bienaventurado, y algunas aplicaciones prácticas.
Recordemos, además, algunas aclaraciones:
i. Este es un retrato de todos los cristianos y no de un grupo especial entre ellos. Aunque expone ocho bienaventuranzas, no se refiere a ocho grupos de personas, sino a un solo grupo: los discípulos.
ii. Todos los cristianos deben manifestar todas estas características. Las bienaventuranzas no son como los dones espirituales, en donde se puede tener uno o algunos de los dones, sino que toda esta sección debe leerse como una unidad que nos da un retrato del discípulo.
iii. Ninguna de estas bienaventuranzas es una tendencia natural en nosotros. Por ello, no se deben confundir estás bienaventuranzas con algunos aspectos del carácter de ciertas personas que se pueden encontrar incluso en los no creyentes.
iv. Esto es así porque las bienaventuranzas distinguen a un discípulo de quien no lo es, pues viven para reinos diferentes y opuestos.
v. Las bienaventuranzas siguen un orden lógico, y la bendición está asociada a la condición. Así, por ej. el pobre hereda el reino y el misericordioso recibe misericordia.
Las bienaventuranzas responden a una pregunta esencial: quiénes son realmente los benditos, y dónde se encuentra la verdadera felicidad.
La inclinación que hay en nuestro corazón bajo el pecado, no sólo es diferente, sino que opuesta a esta bienaventuranza.
El corazón bajo el pecado está centrado en sí mismo, en sus propias pasiones desordenadas, dedicado a agradarse y exaltarse a sí mismo, incluso si es a costa de los demás. El Apóstol Pablo testificó que esta actitud se encontraba incluso en la iglesia, presentando a Timoteo como excepcional aun entre los cristianos, porque “Porque todos buscan sus propios intereses, no los de Cristo Jesús.” (Filipenses 2:21, NBLA).
Esto se manifiesta en indiferencia y apatía. El corazón bajo el pecado no se interesa realmente por el bien del otro, sino que obra por conveniencia. Por ello es que el Apóstol Juan debía exhortar especialmente a los hermanos a amar no sólo de palabra, sino de hecho y en verdad (1 Jn. 3:18).
De aquí nacen las guerras y conflictos, desde una pelea matrimonial hasta una guerra entre dos naciones.
“¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No vienen de las pasiones que combaten en sus miembros? Ustedes codician y no tienen, por eso cometen homicidio. Son envidiosos y no pueden obtener, por eso combaten y hacen guerra. No tienen, porque no piden. Piden y no reciben, porque piden con malos propósitos, para gastarlo en sus placeres.” (Santiago 4:1–3, NBLA)
De esta misma raíz surge una disposición de división con el prójimo e incluso al interior de la Iglesia. Al estar centrados en sí mismos y actuar por el propio interés, los pecadores colisionan entre sí buscando su propia satisfacción.
Podemos apreciar la primera división instantes después del pecado. Adán, quien había dicho sobre Eva: “Esta es ahora hueso de mis huesos, Y carne de mi carne” (Génesis 2:23, NBLA), una vez que ambos pecaron, dijo sobre ella: “La mujer que Tú me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Génesis 3:12, NBLA).
Donde antes había armonía, unidad y unanimidad, el pecado trajo la rivalidad, las recriminaciones mutuas, la envidia, los conflictos, la ira, en fin, la separación. Por lo mismo, el mayor enemigo de la paz no es la guerra en sí misma, sino el pecado. Es el pecado lo que separa al hombre de Dios y de los demás hombres.
Esto se aprecia también en la iglesia, porque todavía hay presencia del pecado en nuestra vida, pero también porque hay incrédulos que aparentan ser creyentes entre nosotros. Por eso es que dijo el Apóstol: “Al hombre que cause divisiones, después de la primera y segunda amonestación, recházalo, sabiendo que el tal es perverso y está pecando, habiéndose condenado a sí mismo” (Tito 3:10-11, NBLA). Es decir, el que vive y persevera en este espíritu divisivo, está manifestando con ello su propia condenación.
Aquí debemos tener cuidado, porque si le preguntas al divisor si es su intención dividir la iglesia, él se defenderá diciendo “lejos esté de mí tal cosa”, pero se debe atender a los hechos, antes que a su declaración de intenciones.
Otro punto importante, es que el divisor no es el que denuncia el error, sino aquel que se aparta de la verdad. Esto porque muchas veces se toma como “divisores” a quienes están haciendo un llamado serio y sincero a volver a las Escrituras. El criterio final para juzgar las acciones y las intenciones siempre será la Palabra de Dios.
Ya ha sido tratado en bienaventuranzas anteriores, y tiene que ver con imponerse sobre los demás por la fuerza, las presiones indebidas o la manipulación, para llevar al prójimo a hacer lo que nosotros queremos. Sin duda, esta disposición no sólo se opone a la humildad y a la misericordia, sino también a la paz.
Hay pecados que se disfrazan de virtud, pero que igualmente se oponen a esta bienaventuranza.
Así, el temor de los hombres muchas veces se hace pasar como un ánimo manso y pacificador, pero se trata de una sumisión cobarde y servil a otro, por miedo a recibir algún daño. Por ello, se debe distinguir la cobardía de la humildad, ya que una es un pecado y la otra una virtud que el Espíritu produce en nosotros. Por eso dice la Escritura: “El temor al hombre es un lazo, Pero el que confía en el Señor estará seguro.” (Proverbios 29:25, NBLA).
Otra falsificación son las alianzas que nacen de una esperanza humanista, pensando que el hombre por sus esfuerzos y su virtud moral puede alcanzar la paz. Ya desde hace algunos siglos se vienen proponiendo recetas para una “paz mundial”, lo que tomó fuerza sobre todo después de las dos guerras mundiales del siglo pasado. Se han levantado organizaciones internacionales, pactos políticos y declaraciones de derechos, todo con miras a lograr la ansiada paz mundial y que la guerra quede en el olvido.
En este mismo marco, muchos hacen llamados al desarme de las naciones, y otros han promovido métodos de protesta como la resistencia pacífica, pero todos estos esfuerzos a nivel local y mundial son medios humanos para alcanzar una paz que no llegará, son torres de Babel que serán derribadas y terminarán en confusión.
Primero, porque no solucionan la raíz del problema: el pecado.
La explicación de todos nuestros problemas es la concupiscencia, codicia, egoísmo, egocentrismo, humanos; es la causa de todos los problemas y disensiones, sea entre individuos o entre grupos en una misma nación, o entre naciones (Lloyd-Jones, Sermón del Monte, 159).
Segundo, porque buscan la redención de la humanidad sin el Evangelio, lo que es una abierta rebelión e insolencia contra Dios, aunque se disfrace de un esfuerzo de paz. Esto no puede tener otro fin que la ruina.
Esta tendencia también se ha infiltrado en la Iglesia, con el llamado “ecumenismo”, que tolera terribles pecados y falsas doctrinas con tal de mantener la unidad visible de la iglesia, siendo que el Señor nunca ordenó una unidad que signifique sacrificar la verdad. En otras palabras, el único marco aceptable para la unidad en la fe, es la verdad de la Palabra de Dios.
Todos estos intentos de paz impulsados por el esfuerzo humano, están destinados a fracasar y a producir más conflictos y tensiones entre los pecadores. Así como hay una “gracia barata”, también hay una “Paz barata” (Stott), que predica “paz, paz”, cuando no hay paz, y se dedica a calmar consciencias que deberían ser quebrantadas para el arrepentimiento. Es la que prefiere consentir el pecado antes que exponerlo para llamar al arrepentimiento y buscar la restauración. Ese es el trabajo del falso profeta, no del cristiano.
Esta es nuestra tendencia natural.
Ser bienaventurados significa ser benditos y favorecidos por Dios, y como consecuencia de eso, ser dichosos. Se llama bienaventurados a los “pacificadores”, los que procuran la paz (gr. εἰρηνοποιός, eirenopoiós). El término griego sólo aparece aquí en el Nuevo Testamento, y significa literalmente los que ‘hacen’ u ‘obran’ paz.
La bienaventuranza de Jesús debió chocar con la mentalidad de la multitud que lo escuchaba, pues entre los judíos había un odio y desprecio marcado hacia los gentiles, y esperaban que la venida del Mesías fuera acompañada de la conquista militar y el sometimiento de esas naciones a la nación de Israel. Así, los bienaventurados serían la generación de israelitas que sometan por las armas a sus enemigos bajo el reino del Mesías. Pero el espíritu del Nuevo Pacto implicaba una conquista distinta: por el Evangelio de Paz, que proclama la reconciliación de los pecadores con Dios. Esto fue lo que los ángeles anunciaron cuando Jesús nació: “«Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace».” (Lucas 2:14, NBLA).
Como ya hemos señalado, las bienaventuranzas se van edificando una sobre la otra, como una escalera de luz en que la gracia es la que pone cada peldaño. Esta bienaventuranza presupone todas las anteriores. Reconocer la bancarrota espiritual lleva a llorar por el pecado propio y una actitud humilde, con la cual se tiene hambre y sed de la justicia de Dios. Hasta aquí las bienaventuranzas tienen un énfasis negativo, es decir, el discípulo reconoce su carencia y ruega a Dios por la obra de Su Espíritu.
Las siguientes bienaventuranzas muestran un énfasis positivo, pues el discípulo exhibe el fruto del caracter transformado por Dios: es misericordioso, tiene un corazón limpio y procura la paz no sólo con Dios, sino también con su prójimo.
El Señor Jesús no dice: “Bienaventurados los que aman la paz”, o “Bienaventurados los que guardan la paz”, sino “Bienaventurados los pacificadores”, los que hacen u obran la paz.
Este es un llamado para el justo desde el Antiguo Pacto. Hablando de la vida en el temor de Dios, el salmista exhorta: “Apártate del mal y haz el bien, Busca la paz y síguela.” (Salmo 34:14, NBLA).
Esa paz, el shalom de Dios, implica la comunión armoniosa con Él y con el prójimo, disfrutando de su bendición en la creación. La verdadera paz jamás se puede obtener lejos de Dios y de Su Palabra. Por el contrario, sólo se disfruta en el temor de Dios y en comunión con Él, es decir, una vida que guarda la Ley de Dios con un espíritu reverente.
Es también el llamado al discípulo en el Nuevo Pacto: “Así que procuremos lo que contribuye a la paz y a la edificación mutua” (Romanos 14:19, NBLA). Buscar la paz de Dios es una meta constante e intransable para el discípulo. Esta paz ‘de’ Dios, viene de estar en paz ‘con’ Dios. Procuramos que ella sea una realidad en la iglesia y que, a través de ella, se dé a conocer a la humanidad. En consecuencia,
Todo cristiano, según esta bienaventuranza, debe ser un pacificador tanto en la comunidad como en la iglesia (Stott, Sermon on the Mount, 50)
Esta paz no es a cualquier costo, ya que su precio fue eterno: la sangre de Jesucristo, Hijo de Dios.
La paz barata puede ser comprada por perdón barato. Pero la verdadera paz y el verdadero perdón son tesoros costosos (Stott, Sermon on the Mount, 51).
El precio de nuestra paz, que es la sangre de Cristo, es también su fundamento. Es Él quien compró nuestra paz en la cruz, y cuando creemos en esta obra de salvación, esa paz de Dios es aplicada en nosotros por el Espíritu. Es una reconciliación judicial con Dios, pues Él ya no demanda nuestro castigo, porque éste fue pagado por Cristo en nuestro lugar. Por eso dice:
“Por tanto, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo,” (Romanos 5:1, NBLA)
Pero también es una paz personal y filial, ya que Dios nos recibe como hijos adoptados en Cristo y aplica personalmente esa paz en nuestras vidas, como una marca en nuestro carácter (Gá. 5:22).
Por ello, el Evangelio de Cristo es el supremo mensaje pacificador. En consecuencia, buscar la paz implica necesariamente conocer y predicar al Cristo crucificado, que es llamado “el Evangelio de la paz” (Ef. 6:15). Por ello,
el cristiano que comparte su fe es, fundamentalmente, un mensajero de paz, un pacificador (Carson).
Esto porque, junto al gozo de la paz en nuestra alma debe estar la alegría de ser instrumentos para que otros reciban esta paz. La Escritura afirma que no hay paz para los impíos (Is. 57:21). Por tanto, el discípulo tiene un genuino deseo de que los incrédulos sean reconciliados con Dios, que estén en paz con Él, y sabe que para esto deben recibir el Evangelio de la Paz.
En otras palabras,
la pacificación de nuestro texto se refiere principalmente a que seamos instrumentos en las manos de Dios con el propósito de reconciliar con él a los que se encuentran activamente comprometidos en una guerra en su contra (Pink).
Sabiendo que este Evangelio de Cristo es el fundamento de toda paz, también debemos tener claro que
el discípulo de Jesús debe ser un pacificador en el sentido más amplio del término. El papel del cristiano como pacificador no se restringe a la dispersión del evangelio, sino que suaviza las tensiones, busca soluciones, posibilita que la comunicación no se tergiverse (Carson).
Es decir, la paz que proclamamos debe impactar todo lo que somos desde dentro hacia afuera, nuestras relaciones y nuestro andar en este mundo. Esto es ser pacificadores. El discípulo no debe tener la reputación de ser irascible, mal genio ni contencioso, sino alguien cuya gentileza es conocida por todos los hombres (Fil. 4:5).
En suma,
El pacificador tiene una sola preocupación, y es la gloria de Dios (Lloyd-Jones, 165).
Este corazón pacificador no es una disposición natural en nosotros. Sólo se encuentra en los discípulos, ya que viene de la obra del Espíritu en nosotros. Para ser pacificador se necesita nuevo corazón, una idea nueva de sí mismo (pobreza en espíritu), una idea nueva de los demás (compasión) y una idea nueva de la creación.
Sólo quien ha recibido la sabiduría de Dios que viene de lo alto, puede tener paz y hacer la paz:
“Pero la sabiduría de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, condescendiente, llena de misericordia y de buenos frutos, sin vacilación, sin hipocresía. Y la semilla cuyo fruto es la justicia se siembra en paz por aquellos que hacen la paz.” (Santiago 3:17–18, NBLA)
Primero debe haber un espíritu pacífico antes de los esfuerzos pacificadores.
En consecuencia, “hacer la paz” es una obra de Dios por medio de Cristo, con la que Él nos bendice y luego nos hace sus instrumentos para que otros sean bendecidos.
Los pacificadores serán llamados “hijos de Dios”. Con esto se refiere a ser participantes de su naturaleza, reflejando Su carácter en nosotros.
El término para llamar es καλέω (kaleo), relacionado con “iglesia” (ekklesía viene de ek-kaleo). El sentido de ‘llamar’ es de convocar, pero también de considerar de una forma. Por ejemplo, se usa en Mt. 21:13 “Mi casa será llamada casa de oración”. Así, somos convocados y a la vez considerados como hijos de Dios.
Esta es una condición que tenemos al ser adoptados en Cristo por medio de la fe: “Pero a todos los que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su nombre” (Juan 1:12, NBLA). Es decir, todo cristiano es hijo de Dios, y nadie es realmente hijo de Dios si no ha sido salvo por gracia de Dios.
Por eso, las bienaventuranzas distinguen a los discípulos de quienes no lo son. Si las tomamos en conjunto, las bendiciones de cada bienaventuranza describen integralmente la salvación y vida eterna que reciben los discípulos de Jesucristo.
Pero esto implica que todos los que han sido salvos, deben exhibir en sus vidas esta bienaventuranza. Deben poder ser llamados ‘pacificadores’.
No nos confundamos. No nos ‘ganamos’ el ser hijos de Dios por medio de ser pacificadores. La Escritura dice: “Miren cuán gran amor nos ha otorgado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios. Y eso somos” (1 Juan 3:1, NBLA). Esta condición la tenemos por pura gracia de Dios, sin mérito nuestro, por medio de creer en Jesús. Pero aquellos que son hijos de Dios, se caracterizarán necesariamente por ser pacificadores, pues aquellos que hacen la paz están cumpliendo lo que significa ser miembros de la familia de Dios, y es algo a lo que todos debemos apuntar.
Somos considerados hijos de Dios especialmente con esta bienaventuranza, porque nos parecemos a Dios cuando traemos paz a las personas, y cuando llevamos a las personas a alcanzar la paz (Morris, Matthew, 101).
Dicho de otra manera,
Los que se consideran cristianos, y sin embargo no tienen interés en la salvación de los pecadores, se engañan a sí mismos. Poseen un cristianismo defectuoso y no tienen derecho a esperar compartir la bendita herencia de los hijos de Dios (Pink).
Pero aquellos discípulos de paz que hacen la paz, pueden ser considerados sin dudas hijos de Dios.
Las bienaventuranzas nos dan un retrato de los discípulos, pero ante todo, reflejan la imagen del Maestro, quien es el varón bienaventurado por excelencia. Como verdadero hombre, Jesucristo es el bendito, de quien el Padre dijo: “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt. 3:17). Esa declaración del Padre muestra la suprema bienaventuranza de Cristo, quien es llamado “el varón perfecto” (Ef. 4:13 RV60).
Es en Cristo en quien somos benditos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Es decir, Jesucristo es ‘el Bendito’, quien está lleno de toda bendición, y es en unión con Él que nosotros somos bendecidos.
Esta bienaventuranza de Cristo incluye el carácter pacificador del que hablamos hoy, pues
“Las cualidades que el Señor exige de los demás, las posee él en grado infinito”. Hendriksen, Comentario a Mateo, 279.
Dios es llamado “Dios de paz” en cinco ocasiones en el N.T. Es decir, es un título o Nombre de Dios. Esa paz que caracteriza a Dios, se revela personalmente al hombre en Jesucristo.
Así, Jesús es la fuente de toda paz verdadera. Él dijo: “»La paz les dejo, Mi paz les doy; no se la doy a ustedes como el mundo la da. No se turbe su corazón ni tenga miedo.” (Juan 14:27, NBLA). Nótese que ‘la’ paz es ‘Su’ paz, y sólo Él puede dejarla como legado a sus discípulos.
Por eso, lo primero que hizo Jesús cuando apareció resucitado a sus discípulos, fue saludarlos diciéndoles “Paz a ustedes” (Jn. 20:19). Les deseo el shalom, un saludo hebreo tradicional, pero que ahora tomaba un significado nuevo y vivo: Cristo había conseguido la paz para los suyos en el Calvario, y ahora podía saludarlos deseándoles y bendiciéndolos con la paz que Él compró.
Pero Él no sólo es la Fuente de paz, sino que es personalmente la paz, lo que se relaciona directamente con su obra redentora en la cruz:
“Pero ahora en Cristo Jesús, ustedes, que en otro tiempo estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Él mismo es nuestra paz, y de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, poniendo fin a la enemistad en Su carne, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en Él mismo de los dos un nuevo hombre, estableciendo así la paz, y para reconciliar con Dios a los dos en un cuerpo por medio de la cruz, habiendo dado muerte en ella a la enemistad. Y vino y anunció paz a ustedes que estaban lejos, y paz a los que estaban cerca.” (Efesios 2:13–17, NBLA)
Por tanto, Cristo es la paz, el gran Pacificador, quien ha derrotado al pecado, que es la base de toda separación, y así nos ha reconciliado con Dios, pero también ha reconciliado a la humanidad entre sí, formando un sólo pueblo, una nueva humanidad por medio de la fe en Él. Ese nuevo hombre es uno creado en la cruz, en Cristo, que recibió la paz con Dios y con los hombres. Así, la Iglesia es la gran obra pacificadora de Cristo, por la cual gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación se encuentran en un solo Cuerpo, reconciliados con Dios y entre sí. Y no sólo eso, sino que Cristo continúa su obra pacificadora por medio de la Iglesia, llamando a los rebeldes a que reciban la paz.
Y esta obra pacificadora de Cristo va más allá de salvar nuestra alma en este mundo: impacta todo lo creado y apunta a la consumación de todas las cosas, pues dice:
“Porque agradó al Padre que en Él habitara toda la plenitud, y por medio de Él reconciliar todas las cosas consigo, habiendo hecho la paz por medio de la sangre de Su cruz, por medio de Él, repito, ya sean las que están en la tierra o las que están en los cielos.” (Colosenses 1:19–20, NBLA)
En consecuencia, en Cristo el hombre es reconciliado con Dios, la humanidad es reunida y reconciliada entre sí, pero también toda la creación que está bajo el pecado es reconciliada con Dios y con el hombre, por lo que todo es reunido, reconciliado y restaurado en Jesucristo.
Por lo mismo, Cristo Jesús es llamado con razón el “Príncipe de paz” (Is. 9:6), el Salomón verdadero y definitivo, de quien se dice: “El aumento de Su soberanía y de la paz no tendrán fin Sobre el trono de David y sobre su reino, Para afianzarlo y sostenerlo con el derecho y la justicia Desde entonces y para siempre. El celo del Señor de los ejércitos hará esto.” (Isaías 9:7, NBLA)
El carácter y la obra pacificadora de Cristo no están sólo para ser admirados, sino para ser imitados. Cuando se refiere a la disposición de Cristo para lograr nuestra paz en la cruz, dice: “Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5, NBLA).
Así, en Cristo no sólo encuentras la paz, sino que debes volverte un pacificador. Esto se debe manifestar en tu vida en diversos aspectos:
La aplicación más directa de esta bienaventuranza, es que desees sinceramente que otros lleguen a la salvación, y que prediques el Evangelio de la Paz a quienes no lo conocen. Nota cómo esto se deriva de la salvación que has recibido:
“Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió con Él mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; es decir, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo con Él mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros, en nombre de Cristo les rogamos: ¡Reconcíliense con Dios!” (2 Corintios 5:18–20, NBLA)
No puedes delegar esto en otro. Recuerda que todos los discípulos deben manifestar todas las bienaventuranzas, y esto es lo que distingue a un discípulo de alguien que no lo es. Todos los discípulos deben ser proclamadores del Evangelio de la Paz como parte de su andar en esta tierra.
La Escritura nos urge a esto: “¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Romanos 10:15, RV60). Sabemos que Dios es soberano en la salvación, pero Él usa medios para lograr sus propósitos, y nos ha dado el alto privilegio de ser usados como instrumentos para la salvación de quienes aún están perdidos, como antes nosotros lo estuvimos.
Recuerda aquí que los incrédulos no se salvarán simplemente porque les hagas compañía. No se salvan por tu buen ejemplo ni por tu testimonio, sino por la fe en el Evangelio, y por ello, es necesario que lo conozcan, debes predicarles y presentarles a Cristo para que sean salvos por la fe en Él.
Los discípulos no solo alcanzan la paz en Cristo y proclaman la paz, sino que viven en paz y la manifiestan en todas sus obras y relaciones. La paz, el shalom de Dios, es algo que debe caracterizar tu andar en este mundo, lo que implica que no andarás en conflictos, divisiones, peleas y confrontaciones, sino que en tu vida primarán las relaciones armoniosas, un carácter apacible y una comunión viva con tus hermanos en la fe. Esto no se limita a la iglesia, sino que se extiende a todas las personas: “Si es posible, en cuanto de ustedes dependa, estén en paz con todos los hombres.” (Romanos 12:18, NBLA). Este debe ser el andar del discípulo.
Pero aunque no se limita a la iglesia, también hay un llamado especial a buscar activamente la paz ‘con’ y ‘en’ tus hermanos en la fe:
“Por lo demás, hermanos, regocíjense, sean perfectos, confórtense, sean de un mismo sentir, vivan en paz, y el Dios de amor y paz estará con ustedes.” (2 Corintios 13:11, NBLA).
¿“Por amor de mis hermanos y de mis amigos, Diré ahora: «Sea la paz en ti». Por amor de la casa del Señor nuestro Dios Procuraré tu bien.” (Salmo 122:8–9, NBLA).
“esforzándose por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.” (Efesios 4:3, NBLA)
Esto debe empezar en la intimidad de nuestro propio hogar. Es con quienes convivimos: nuestros padres, o nuestros cónyuges e hijos que tenemos una relación más intensa y cercana, y eso puede llevar a relajar el estándar. Pero de nada sirve que seas paciente con hermanos en la iglesia, si te permites ser iracundo e impaciente con quienes vives todos los días, y a quienes debes cuidar y amar de manera especial. Es aquí que se ponen a prueba proverbios como: “La suave respuesta aparta el furor, Pero la palabra hiriente hace subir la ira.” (Proverbios 15:1, NBLA). Es desde lo más íntimo que debes ser un hombre y una mujer de paz.
Si hay personas que se te oponen, te plantean peleas, se burlan, te excluyen o incluso te agreden porque eres discípulo de Cristo, debes ser un pacificador hacia ellos, no tomando esto como una causa personal para vengarte o guardar resentimiento, sino entregando el asunto a Dios y esperando que Él obre, deseando sinceramente la salvación de tus enemigos, pues dice:
“»Pero Yo les digo: amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen, para que ustedes sean hijos de su Padre que está en los cielos; porque Él hace salir Su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos.” (Mateo 5:44–45, NBLA).
Nota que esta es una aplicación directa de la bienaventuranza. Si actúas así, serás considerado un hijo de Dios. Recuerda que Cristo rogó en la cruz por el perdón para aquellos que lo insultaban y se burlaban de Él.
En conclusión, ser un pacificador no es una virtud de algunos hermanos especiales en la iglesia, sino de todos los discípulos. Es un asunto de vida o muerte, pues dice: “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” (Hebreos 12:14, NBLA). La paz y la santidad van juntas, no se puede ser santo sin ser pacificador, y viceversa. Que reflejes en tu vida la paz de la salvación, y que esto se manifieste en todas tus palabras y hechos.