Domingo 10 de abril de 2022
Texto base: Mt. 5:1-12 (v. 3).
El pasaje de las bienaventuranzas es uno de los más conocidos de la Biblia. Las palabras de Jesús en Él han llegado a conmover incluso a los incrédulos. Sin embargo, dado que es tan conocido ha sido también muy malinterpretado. Especialmente la bienaventuranza que nos convoca hoy, ha sido distorsionada hasta perder su sentido original.
Para comprender adecuadamente el significado de las bienaventuranzas, debemos realizar previamente algunas aclaraciones:
Las bienaventuranzas responden a una pregunta esencial: quiénes son realmente los benditos, y dónde se encuentra la verdadera felicidad.
Dicho esto, analizaremos en primer lugar nuestra disposición natural, que es completamente opuesta a esta bienaventuranza. Luego expondremos la pobreza espiritual y su bendición, para terminar exaltando a Cristo como el pobre bienaventurado por excelencia, en quien somos bienaventurados.
Al analizar este sermón, recordemos que quien habla es el Rey de reyes, el Mesías prometido exponiendo los términos de su reino. Sabiendo que Jesús es perfecto en Justicia y Santidad, y que se encontraba en un mundo bajo corrupción y rodeado de pecadores, es hermoso notar que no comenzó́ pronunciando maldiciones sobre los malvados, sino exponiendo las bendiciones de su pueblo.
Ahora, debemos hacer un esfuerzo al considerar las palabras de nuestro Señor. Lo más probable es que estamos familiarizados con las bienaventuranzas, y por lo mismo muchas de ellas, si es que no todas, nos resultan ya conocidas. Esto disminuye el impacto que pueden causar en nosotros. Sin embargo, debemos pensar lo profundamente contradictorio que debió sonar esta bienaventuranza en los oyentes de Jesús.
Recordemos que su audiencia eran las multitudes que le habían seguido desde distintas regiones, y entre ellos había enfermos de toda clase, además de necesitados y miserables que buscaban a Jesús precisamente porque pensaban que Él podría librarlos de alguna forma de esa condición que les afligía. Pero lo que hace Jesús es decir qué son benditos, felices los pobres en espíritu.
Veremos un poco más adelante lo que quiso decir con esa expresión. Pero precisamente las palabras de Jesús suenan como una canción desafinada para nuestros oídos en un comienzo, porque nuestra tendencia natural y aquello que valoramos es muy distinto de lo que Jesús describe en esta bienaventuranza.
Lo que nace de nuestro corazón en realidad es:
“Cuando la mujer vio que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y que el árbol era deseable para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió” (Gn. 3:6).
Adán y Eva se encontraban en el huerto de Dios, sin ser afectados por el pecado ni la corrupción, rodeados de un mundo perfecto y disfrutando de la posición más alta en la creación, al llevar la imagen de su Creador y habiendo sido designados por Dios como los que debían gobernar sobre toda la tierra (Gn. 1:28s).
Sin embargo, esto no fue suficiente para ellos. No se contentaron con esa posición exaltada y quisieron probar aquello que Dios les había prohibido. En el fondo, esto implicaba ponerse a ellos mismos en el lugar de Dios, definiendo la ley de lo que era bueno y malo.
Por ello, la frase "serán como Dios" (Gn. 3:5) dicha por la serpiente, fue decisiva en su caída.
Esa es precisamente nuestra tendencia natural: creer que merecemos más de lo que tenemos, estando descontentos con nuestra realidad presente. No encontramos satisfacción, incluso mientras más nos llenamos de las cosas de este mundo intentando encontrar la plenitud, el vacío parece hacerse aún mayor. Los ricos y famosos de este mundo parecían haber llegado a la cúspide de su existencia, pero se entregan a los excesos, los lujos absurdos, la promiscuidad, el alcohol y las drogas, porque no pueden encontrar satisfacción, incluso con todos los bienes de este mundo a su disposición.
Alguien podría pensar que esta actitud la tenía faraón debido a su posición de autoridad, pero en realidad está en todos los pecadores, no importando su condición social o económica. Cuántos dicen hoy qué no serán la oveja de nadie, que viven sus vidas a su manera, e incluso si dicen creer en Jesús lo hacen según les parece conveniente.
Babilonia, la gran ramera descrita en Apocalipsis, representa al sistema humano de maldad. Ella declara: “Yo estoy sentada como reina, y no soy viuda y nunca veré duelo” (Ap. 18:7). Esa es precisamente la declaración de todo incrédulo, qué surge desde el núcleo de su ser. Es el pecado de Adán y Eva llevado a sus últimas consecuencias, el "ciertamente no morirán" de la serpiente, convertido en un estilo de vida. El no creyente se cree rey de su vida y piensa que no será removido de ese lugar, pero si persevera en esa rebelión encontrará la ruina eterna.
Este orgullo era el que estaba detrás del fariseo de la parábola, quien "… puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos. 12 Yo ayuno dos veces por semana; doy el diezmo de todo lo que gano" (Lc. 18:11-12).
Este pecado es el que hace que el hombre quiera usurpar el trono de Dios. Lo hace rechazar el Evangelio, por ser demasiado simple para su sabiduría humana, o porque desean que sea su propia justicia la que brille, y no la justicia de Dios revelada en Cristo. Es el pecado insolente que nos lleva a enojarnos con Dios cuando no hace lo que nosotros queremos.
Es también el que nos hace menospreciar al prójimo, pensando que es peor que nosotros, que somos mejores que él. Es el que lleva a exigir que nos saluden o nos traten de una manera, porque supuestamente lo merecemos. Es el que lleva a murmurar del otro, que es una forma disimulada de decir que nos creemos superiores.
Así, las palabras de Jesús en esta bienaventuranza terminarían condenando igualmente a grupos tan distintos como los fariseos y los zelotes. Los primeros se jactaban de ser puros y rigurosos en su religión, mientras que los segundos se querían alcanzar su redención por su celo violento. Otros, como los monjes, hacían grandes sacrificios para comprar el favor de Dios, como dormir en el hielo o caminar sobre brasas. Hoy, muchos evangélicos caen en estas mismas cosas, con su culto a la personalidad, al yo, y su activismo religioso para sentirse superiores a otros y creer que Dios les debe una recompensa.
Pero aquí debemos tener mucho cuidado, ya que nuestra tendencia natural no es solo el pecado que se opone abiertamente a la pobreza de espíritu, sino también la falsificación hipócrita de ella. Así, muchos parecen aborrecerse a sí mismos, al punto de llegar a conductas autodestructivas como la anorexia, la obesidad mórbida, el infligirse cortes en su cuerpo, y en los casos más extremos, el suicidio.
Las personas que caen en estos pecados parece que tuvieran un muy bajo concepto de sí mismos, pero en realidad se trata de otra manifestación del orgullo, que los lleva a atentar contra sí mismos porque desearían ser de otra forma, o porque quisieran cambiar sus circunstancias con sus propias fuerzas y no pueden hacerlo.
Otros hacen tanta ostentación de su supuesta humildad, que dejan en evidencia que su intención no es realmente la que aparentan, sino que quieren ser alabados y reconocidos por su "humildad", lo que hace que su careta caiga por sí sola. Entre estos se encuentran los fariseos que hacían notar que estaban ayunando, o que daban ofrendas a los pobres. Y están también hoy los que se jactan de sus supuestas hazañas espirituales y de misericordia, incluso usando las redes sociales para eso.
Esta es nuestra tendencia natural.
Por ello, Jesús habla de un orden completamente distinto, al decir “Bienaventurados los pobres en espíritu”.
La palabra traducida como ‘bienaventurados’ es el gr. Μακάριος (makários). Bendito, feliz.[2] Es usada en la literatura extrabíblica para referirse a un día o un tiempo feliz[3], lleno de favor y bendición. Ahora, si bien es cierto la palabra ‘bienaventurado’ envuelve la idea de ‘feliz’, “… no puede reducirse a la felicidad... Ser «bendecido» quiere decir, fundamentalmente, ser aprobado, hallar aprobación… Ya que este es el universo de Dios, no puede haber mayor «bendición» que la de ser aprobados por él”.[4] Son aquellos que pertenecen al Señor y son bendecidos por Él, y como consecuencia de eso, pueden disfrutar de la mayor felicidad, esa para la que fuimos creados al disfrutar de Dios.
Notemos que la primera y la última bienaventuranza tienen la misma promesa: “de ellos es el reino de los cielos” (vv. 3,10). “Empezar y terminar con la misma expresión es una figura estilística llamada «inclusión». Esto quiere decir que, en realidad, todo lo que esta entre las dos expresiones puede incluirse bajo un mismo tema, que en este caso es el reino de los cielos”.[5] Esto comprueba la idea de que las bienaventuranzas son una unidad, que describen integralmente al discípulo de Cristo.
La palabra usada para ‘pobres’ (gr. πτωχός, ptochós), es usada al menos treinta y cuatro veces en la Biblia para referirse a la pobreza material, con el mismo uso que tiene nuestra palabra en castellano. Tal como en nuestra lengua, la palabra ‘pobre’ está asociada a ‘humilde’ y ‘modesto’.
Sin embargo, no debemos confundirnos. Jesús no está enseñando que la pobreza material es de alguna forma una condición más santa que la riqueza. Muchos han malinterpretado estas palabras de nuestro Señor y han terminado creyendo cosas como esta, lo que los ha llevado a creer que los pobres están en mejor condición delante de Dios y que ellos mismos deben volverse pobres si quieren entrar en el reino. Esto realmente no tiene base en la Escritura.
El A.T. provee el trasfondo para comprender esta bienaventuranza. El santo del Antiguo Testamento que era pobre, se encontraba en necesidad y no tenía otro refugio que el Señor. Por eso, progresivamente la pobreza comenzó a usarse con una connotación espiritual, comenzando a ser identificada con una dependencia humilde de Dios. El pobre en el Antiguo Testamento es uno que se encuentra afligido e incapaz de salvarse a sí mismo, y que por tanto mira a Dios para salvación, mientras reconoce que no tiene ningún derecho.[6] Es alguien que sabe que no tiene nada que ofrecer a Dios más que su clamor.
Esta disposición se ve reflejada en declaraciones como la de David: “Este pobre clamó, y el Señor le oyó, Y lo salvó de todas sus angustias” (Sal. 34:6). Cuando habla de sí mismo como “este pobre” no lo hace desde una falsa humildad, sino con la convicción de estar desposeído espiritualmente, poniendo sus ojos en Dios para salvación y liberación.
Está actitud no es la excepción, sino la regla en los salmos y oraciones que elevaron los creyentes del antiguo pacto:
“A Ti levanto mis ojos, ¡Oh Tú que reinas en los cielos! Como los ojos de los siervos miran a la mano de su señor, Como los ojos de la sierva a la mano de su señora, Así nuestros ojos miran al Señor nuestro Dios Hasta que se apiade de nosotros” (Sal. 123:1-2).
Así, “La pobreza en espíritu es el reconocimiento personal de la bancarrota espiritual. Es la confesión consciente de ser indignos delante de Dios. Como tal, es la forma mas profunda de arrepentimiento”.[7]
De esta forma, la verdadera pobreza, que es en espíritu, implica:
Esta es la actitud que se encuentra en el publicano de la parábola, quien “... de pie y a cierta distancia, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, ten piedad de mí, pecador” (Lc 18:13). Esta actitud, que fue elogiada por el Salvador, implica no tener ninguna pretensión sobre la propia justicia delante del Señor.
Es la disposición que tuvo Isaías al declarar: “¡Ay de mí! que soy muerto!” (Is. 6:5) cuando vio la gloria de Cristo, y también llevó a Pedro a decir: “¡Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador!” (Lc. 5:8), mientras caía de rodillas ante Él.
Los pobres en espíritu son “… los humildes, los sencillos, los que no se dan importancia a sí mismos; se refiere a aquellos que tienen una profunda convicción de su naturaleza pecadora ante los ojos de Dios”.[8]
El Señor declara expresamente que son los humildes los que disfrutan de su bendición: "Porque así dice el Alto y Sublime que vive para siempre, cuyo nombre es Santo: Habito en lo alto y santo, y también con el contrito y humilde de espíritu, para vivificar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los contritos" (Is 57:15).
Esto se relaciona directamente con nuestra vida de oración. Es imposible ser pobre en espíritu sin tener la convicción de que necesitamos fortalecernos en el Señor cada día y para cada situación. Quien se caracteriza por no orar está demostrando con eso que es orgulloso y autosuficiente, que es justamente lo opuesto de la pobreza en espíritu.
Todo discípulo debe decir ‘amén’ a la declaración del Señor: "No por el poder ni por la fuerza, sino por mi Espíritu ” — dice el SEÑOR de los ejércitos" (Zac 4:6).
Está convicción llevó al profeta a declarar en medio de gran angustia e incertidumbre:
“Aunque la higuera no eche brotes, ni haya fruto en las viñas; aunque falte el producto del olivo, y los campos no produzcan alimento; aunque falten las ovejas del aprisco, y no haya vacas en los establos, con todo yo me alegraré en el SEÑOR, me regocijaré en el Dios de mi salvación. El Señor DIOS es mi fortaleza” (Hab 3:17-19)
Es también la convicción con la que el Apóstol afirmó: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Fil. 4:13).
De esta forma, el opuesto de la codicia no es la pobreza sino el contentamiento en el Señor. Mientras la codicia pone su deseo y esperanza en las cosas de este mundo, el contentamiento reconoce que únicamente Dios es su delicia y quien puede saciar la necesidad más profunda de su corazón.
Por tanto, esta humildad manifestada en dependencia de Dios y contentamiento en Él, es la clave de la pobreza en espíritu.
Sobre estos pobres en espíritu, el Señor dice que son bienaventurados, “pues de ellos es el reino de los cielos”. Nota que no dice “sean pobres en espíritu para que así lleguen a poseer el reino”, sino que afirma que el reino ya pertenece a quienes son pobres en espíritu.
Esto debemos entenderlo más como una consecuencia que como una recompensa. En ningún sentido ellos merecen el reino, pero siendo pobres en espíritu lo poseen.[9] Sólo a ellos les pertenece. Quienes no son pobres en espíritu no pueden esperar tener entrada al reino de los cielos. Dicho de otra manera, “No hay nadie en el reino de Dios que no sea pobre en espíritu. Es la característica fundamental del cristiano y del ciudadano del reino de los cielos, y todas las otras características son en un sentido la consecuencia de esta”.[10]
Por lo mismo, “La humildad es como la primera letra del alfabeto cristiano.”[11] Es el requisito mínimo para toda bendición de lo alto. No podemos ser llenos de Dios y su reino si antes no hemos sido vaciados de nuestro orgullo, jactancia, independencia y codicia. “… si alguien siente en la presencia de Dios algo que no sea una absoluta pobreza de espíritu, en último término quiere decir que nunca ha estado uno frente a Él”.[12]
Estos pobres, aunque quebrantados y humillados en la tierra, poseen “el reino de los cielos, esto es, la completa salvación, la suma total de las bendiciones que resultan cuando se reconoce a Dios como Rey sobre el corazón y la vida”.[13]
Aunque pueden haber perdido todo en este mundo por causa de Cristo, a ellos les pertenecen las riquezas de la gracia de Dios que son propias del reino. Esta bendición es principalmente futura, pero desde ya se puede anticipar la dicha y privilegio de pertenecer al reino, recibiendo paz, gozo, contentamiento, disfrutando del amor de Dios y el que existe entre los hermanos, recibiendo el cuidado y trato paternal de Dios y siendo favorecidos por su gobierno del mundo (Ro. 8:28).
En consecuencia, quienes han renunciado a vivir para este mundo y sus riquezas, ya son poseedores de la más suprema bendición: tienen a Dios mismo y a su reino:
“¿A quién tengo yo en los cielos, sino a ti? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón pueden desfallecer, pero Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción para siempre. … Mas para mí, estar cerca de Dios es mi bien; en DIOS el Señor he puesto mi refugio, para contar todas tus obras” (Sal 73:25-26,28).
Las bienaventuranzas nos dan un retrato de los discípulos, pero ante todo, reflejan la imagen del Maestro, quien es el varón bienaventurado por excelencia. Como verdadero hombre, Jesucristo es el bendito, de quien el Padre dijo: “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt. 3:17). Esa declaración del Padre muestra la suprema bienaventuranza de Cristo, quien es llamado “el varón perfecto” (Ef. 4:13 RV60).
Es en Cristo en quien somos benditos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Es decir, Jesucristo es ‘el Bendito’, quien está lleno de toda bendición, y es en unión con Él que nosotros somos bendecidos.
Esta bendición de Cristo incluye la pobreza de espíritu de la que hablamos hoy. “Las cualidades que el Señor exige de los demás, las posee él en grado infinito”.[14] A alguien podría parecerle extraño que Cristo sea descrito como pobre en espíritu, si Él es el Rey de reyes. Claramente, una gran parte de esa pobreza de espíritu tiene que ver con la reacción que tenemos ante nuestro pecado. Pero el núcleo de esta bienaventuranza es la humildad, y ella es una virtud que no requiere que exista un pecado.
Cristo es llamado ‘el Justo’ (1 P. 3:18), quien jamás pecó, y al mismo tiempo es descrito como “manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29). Justamente en esto consiste el Evangelio:
“Porque conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo por amor a ustedes se hizo pobre, para que por medio de Su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Co. 8:9).
Esa es la actitud ejemplar de Cristo que se nos llama a imitar (Fil. 2:3-8). Notemos que se aplica el principio de que el discípulo no es mayor que su Maestro. Si Jesús se humilló para nuestra salvación y luego fue exaltado hasta lo sumo, así también nosotros debemos vivir en pobreza de espíritu, y el Señor nos exaltará cuando la gloria de su reino se manifieste: “Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los exalte a su debido tiempo” (1 P. 5:6).
Así, la pobreza de espíritu describe el sentir que hubo en Cristo para nuestra salvación, y es la actitud que debe existir en nuestra conversión, pero también a lo largo de todo nuestro peregrinar en este mundo. Donde no hay pobreza de espíritu, no hay cristiano ni hay bendición, porque Cristo no está allí.
Notemos algo fundamental. A lo largo del Antiguo Testamento, hombres como Job, Salomón, Habacuc y Asaf plantearon un dilema que los atormentaba: por qué ocurre el absurdo de que el justo sufre y el impío parece prosperar en este mundo. Es el dilema del sufrimiento del justo. En cada ocasión que ellos levantaron una queja ante esta situación, Dios no expuso una respuesta resolviendo el dilema, sino que les mostró que Él mismo es la mayor bendición del justo. Lo que encontramos aquí es que las bienaventuranzas son la respuesta de Dios al dilema del sufrimiento del justo.
Así, volvemos al punto inicial. Las bienaventuranzas nos parecen una paradoja, algo que suena contradictorio, porque si miramos con ojos humanos, concluiremos que el justo sufre humillación en este mundo, mientras que los impíos parecen dominar y prosperar. Sin embargo, Jesús declara quiénes son los verdaderamente benditos: aquellos que lo tienen a Él, y pueden ser considerados felices, aunque sufran privaciones, se humillen, lloren y sean perseguidos.
Por ello, es fundamental que te preguntes: ¿Cómo piensas de ti mismo? ¿Puedes confesar sinceramente junto con el Apóstol Pablo: “soy el peor de los pecadores”? ¿Dependes de Dios cada día o vives en tus propias fuerzas? ¿Tus relaciones personales se caracterizan por la humildad o por el orgullo?
Es triste notar la crisis en la cristiandad sobre la pobreza en espíritu. En muchas denominaciones y congregaciones se ha levantado un culto al “yo”, a la autopromoción y la imagen propia. Se impulsa la personalidad avasalladora del que anda por la vida decretando, que no es otra cosa que dar órdenes a Dios insolentemente. Basta ir a una librería cristiana y notar todos los títulos que hablan de liderazgo. Todos quieren ser líderes, brillar ante creyentes e incrédulos, y en algunos lugares hasta hacen premiaciones entre los hermanos según el nivel de servicio o dependiendo de cuántos incrédulos lograron convertir. Todas estas cosas implican correr en la dirección opuesta a la que nos presenta nuestro Señor Jesucristo.
“Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5) es una frase que debería resonar en nuestro corazón. Debes proponerte no ver las cosas según la óptica del mundo, sino según el Señor. La iglesia de Esmirna era miserable y humillada ante el mundo, pero el Señor les dijo: “Yo conozco tu tribulación y tu pobreza (pero tú eres rico)” (Ap. 2:9). En cambio, la iglesia en Laodicea decía “Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad”. Pero el Señor dijo a esta congregación: “No sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17). No te engañes. La opinión que tiene Jesús de nosotros como iglesia, es lo que somos en realidad.
¿Quieres ser pobre en espíritu? No se trata de forzar o fingir una humillación. Es más, ni siquiera se trata de pensar menos de ti mismo, porque no se trata de ti en primer lugar, sino de poner los ojos en Cristo, quien se humilló hasta la muerte por tu salvación, y por ello fue exaltado hasta lo sumo. Simplemente ven a los pies de la cruz y contempla allí a tu Salvador muriendo por tus pecados. Ante la cruz, nuestro orgullo es pulverizado y nuestro corazón es traspasado, pero no para muerte, sino para vida. Ruega al Señor que su Espíritu ponga en ti el mismo sentir que hubo en Cristo. Recuerda a ese Salvador que siendo rico, se hizo pobre, para que tú fueras enriquecido con su pobreza.
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