Domingo 17 de abril de 2022

Texto base: Mt. 5:1-12 (v. 4).

Horatio Spafford fue un abogado y pastor presbiteriano del s. XIX. Había planificado unas vacaciones en Inglaterra con su esposa y sus hijas, pero ellas se adelantaron en el viaje en un barco de vapor, y él se les uniría después. En noviembre de 1873, el barco en el que iba esta mujer y sus hijas naufragó, y así murieron las cuatro pequeñas de Spafford. La mayor tenía 12 años y la menor, sólo 18 meses. Cuando Anna, la mujer de Spafford, pudo enviarle un telegrama, le dijo: “sólo me salvé yo”.

Mientras Spafford viajaba hacia Inglaterra para unirse a su esposa, escribió el conocido himno “It is well with my soul” (“mi alma está bien o tranquila con eso”), que nosotros cantamos como “Estoy bien”. Este himno dice (note la relación de la letra con el evento sucedido):

De paz inundada mi senda esté

o cúbrala un mar de aflicción

cualquiera que sea mi suerte, diré:

Estoy bien, tengo paz, ¡Gloria a Dios!

¿Cómo se puede explicar este consuelo sobrenatural del creyente? El llanto es parte de nuestra vida en la tierra, tanto que algunos han descrito esta vida como “el valle de lágrimas”. Pero en nuestros días, existe la tendencia de mostrar un eterno desfile de felicidad, una sonrisa artificial que debe permanecer siempre en el rostro. Esa alegría falsa jamás habría consolado a un hermano como Spafford en su dolor.

En este contexto, “bienaventurados los que lloran” suena como una gran contradicción. Por ello, hoy analizaremos i) nuestra tendencia natural, ii) el verdadero llanto y su bendición, para terminar exaltando a iii) Cristo, bienaventurado en su llanto.

Para comprender adecuadamente el significado de las bienaventuranzas, debemos realizar previamente algunas aclaraciones:

i.Este es un retrato de todos los cristianos y no de un grupo especial entre ellos. Aunque expone ocho bienaventuranzas, no se refiere a ocho grupos de personas, sino a un solo grupo: los discípulos.
ii.Todos los cristianos deben manifestar todas estas características. Las bienaventuranzas no son como los dones espirituales, en donde se puede tener uno o algunos de los dones, sino que toda esta sección debe leerse como una unidad que nos da un retrato del discípulo.
iii.Ninguna de estas bienaventuranzas es una tendencia natural en nosotros. Por ello, no se deben confundir estás bienaventuranzas con algunos aspectos del carácter de ciertas personas que se pueden encontrar incluso en los no creyentes.
iv.Esto es así porque las bienaventuranzas distinguen a un discípulo de quien no lo es, pues viven para reinos diferentes y opuestos.
v.Las bienaventuranzas siguen un orden lógico, y la bendición está asociada a la condición. Así, por ej. el pobre hereda el reino y el misericordioso recibe misericordia.

Las bienaventuranzas responden a una pregunta esencial: quiénes son realmente los benditos, y dónde se encuentra la verdadera felicidad.

I.Nuestra disposición natural

Debemos hacer un esfuerzo al considerar las palabras de nuestro Señor. Lo más probable es que estamos familiarizados con las bienaventuranzas, lo que disminuye el impacto que pueden causar en nosotros. Sin embargo, debemos pensar lo profundamente contradictorio que debió sonar esta bienaventuranza en los oyentes de Jesús.

Recordemos que su audiencia eran las multitudes que le habían seguido desde distintas regiones, y entre ellos había enfermos de toda clase, además de necesitados y miserables que buscaban a Jesús precisamente porque pensaban que Él podría librarlos de alguna forma de la condición que les afligía. Pero lo que hace Jesús es decir que son benditos, felices los que lloran.

Esta bienaventuranza nos suena contradictoria en un principio, pues nuestra tendencia natural y aquello que valoramos es muy distinto de lo que Jesús describe en esta bienaventuranza. Esta inclinación de nuestro pecado implica:

i.Dureza de corazón: el hombre sin Dios no se quebranta por lo que debería lamentarse, que es sobre su pecado. Es ciego ante la profundidad de su maldad y las consecuencias que esta tiene. Es incapaz de ver que su pecado ofende a un Dios perfecto en santidad y justicia, y que por tanto su vida de pecado es miserable y le espera una eternidad de tormento.

Cuando Adán y Eva cayeron en el huerto, su reacción no fue el quebrantamiento ante su pecado. Dios no los encontró de rodillas rogando por misericordia, sino que habían intentado cubrir su vergüenza por sus propios medios y se habían escondido de Él. Cuando fueron confrontados, no confesaron su falta sino que culparon a alguien más.

Cuando Caín cometió el primer homicidio y llamado a rendir cuentas por Dios, su respuesta fue tan insolente como indiferente. No había convicción de pecado ni lágrimas en sus ojos, sino que dijo: “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Gn. 4:9).

No existe un estado neutral: donde no hay quebrantamiento por el pecado, hay dureza de corazón. El pecado que al principio hacía latir el corazón rápido de remordimiento y miedo, luego produce un ligero malestar, y al final del día se comete sin ninguna culpa, y hasta puede llegar a disfrutarse. Si Caín fue capaz de matar a su propio hermano, el descendiente de Caín llamado Lamec se jactaba de haber matado a dos hombres simplemente porque lo agredieron.

La maldad de los hombres llegó a tal punto sobre la tierra, que Dios se propuso destruirlos con el diluvio, y ante la predicación de Noé durante años, ninguno de ellos se arrepintió, sino que se endurecieron en su pecado y murieron bajo las aguas.

En el mismo pueblo de Israel puede encontrarse esta terrible dureza de corazón, que fue denunciada una y otra vez por el Señor. Llama especialmente la atención lo que exhorta por medio de Isaías:

Por eso aquel día, el Señor, Dios de los ejércitos, los llamó a llanto y a lamento, A raparse la cabeza y a vestirse de cilicio. 13 Sin embargo, hay gozo y alegría, Matanza de bueyes y degüello de ovejas. Comiendo carne y bebiendo vino, dicen: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. 14 Pero el Señor de los ejércitos me reveló al oído: “Ciertamente esta iniquidad no les será perdonada Hasta que mueran”, dice el Señor, Dios de los ejércitos»” (Is. 22:12-14).

El Señor había llamado al pueblo de Judá a arrepentirse con gran lamento, a un tiempo especial de arrepentimiento, pero ellos en lugar de eso hacían fiestas y banquetes. Dios consideró esto como un terrible pecado, y su ira les caería encima por esto.

Notemos así que el no lamentarse y arrepentirse cuando es tiempo de hacerlo, es algo que el Señor no pasa por alto, sino que es una grave insolencia ante Él.

Por otro lado, cuando el rey Ezequías invitó a los israelitas del reino del Norte a volver a adorar a Dios y celebrar la pascua, envió mensajeros a ellos llamándolos al arrepentimiento y la comunión, y ellos pasaron “de ciudad en ciudad por la tierra de Efraín y de Manasés y hasta Zabulón, pero los escarnecían y se burlaban de ellos” (2 Cr. 30:10).

Esta dureza de corazón fue la que llevó a los líderes religiosos a conspirar contra el Señor Jesús y llevarlo a la muerte, aun cuando lo escucharon predicar como ningún hombre lo había hecho, y cuando presenciaron sus obras poderosas, como nunca antes se habían realizado. Y es la dureza que estará en los incrédulos del tiempo final, quienes a pesar de que Dios les llamará al arrepentimiento a través de terribles plagas, permanecerán sin arrepentirse y seguirán crujiendo sus dientes en rebelión contra Dios (Ap. 9:20-21).

Así, los que no se arrepienten por sus pecados son entregados a una mente reprobada y un corazón en tinieblas (Ro. 1:21,28), tanto así que “aunque conocen el decreto de Dios que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no solo las hacen, sino que también dan su aprobación a los que las practican” (v. 32). Estos son los que dicen “comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Co. 15:32). Endurecidos en su pecado, se jactan y ríen en él, junto con sus compañeros de rebelión.

Por ello, el Señor Jesús expresó algo así como el reverso de esta bienaventuranza: “¡Ay de ustedes, los que ahora ríen! Porque se lamentarán y llorarán” (Lc. 6:25).

ii.Lamento impío: el hombre natural se lamenta por razones torcidas, es decir, porque se frustra porque quisiera pecar, cumplir un capricho o salirse con su voluntad egoísta, pero no puede. Este era el llanto de Amnón, el hijo de David, cuando tenía esta pasión perversa por su media hermana Tamar (2 S. 13:1-2). Él lloró porque quería satisfacer su lujuria. Es el lamento con el que Acab se retorcía en su cama, porque deseaba tener la viña de Nabot y no podía (1 R. 21:4). Él lloró por codicia. Es el enojo a muerte de Jonás cuando Dios secó la calabacera (Jon. 4:9). Él lloró por orgullo. También hay lágrimas de manipulación, como las de Dalila ante Sansón (Jue. 16:15-16).

Es también el llanto de quienes son sorprendidos en su pecado pero que no se lamentan por lo que hicieron, sino simplemente por ser descubiertos. Es el lamento de los que ven caer a su ídolo de cualquier clase. Así se lamentarán los que verán caer a Babilonia, el sistema humano de maldad, en la segunda venida de Cristo, diciendo: “¡Ay, ay, la gran ciudad, Babilonia, la ciudad fuerte! Porque en una hora ha llegado tu juicio” (Ap. 18:10).

Esta es nuestra tendencia natural. Eso explica que incluso en la iglesia no haya convencimiento del pecado y hay una visión superficial del gozo. Esto ha llevado a que el llanto piadoso escasee en nuestros días.

II.El verdadero llanto y su bendición

La palabra traducida como ‘bienaventurados’ es el gr. Μακάριος (makários). Bendito, feliz.[1] Si bien es cierto la palabra ‘bienaventurado’ envuelve la idea de ‘feliz’, “… no puede reducirse a la felicidad... Ser «bendecido» quiere decir, fundamentalmente, ser aprobado, hallar aprobación… Ya que este es el universo de Dios, no puede haber mayor «bendición» que la de ser aprobados por él”.[2] Son aquellos que pertenecen al Señor y son bendecidos por Él, y como consecuencia de eso, pueden disfrutar de la mayor felicidad, esa para la que fuimos creados al disfrutar de Dios.

En este caso, la bienaventuranza se aplica a los que lloran. El llanto es parte cotidiana de la experiencia humana en el mundo. De hecho, es lo primero que hacemos normalmente al salir del vientre de nuestra madre. Lloramos por muchas razones, por lo mismo, es necesario saber bien a qué se refiere esta bienaventuranza.

Y es de suma importancia, ya que la Escritura dice: “Porque la tristeza que es conforme a la voluntad de Dios produce un arrepentimiento que conduce a la salvación, sin dejar pesar; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Co. 7:10). Es decir, hay una tristeza según Dios y una según el mundo, y la diferencia es la misma que existe entre la vida y la muerte.

A.El llanto bendito

La palabra griega es πενθέω (penthéo). Envuelve la idea de entristecerse, lamentarse, estar de luto y, en ese contexto, llorar. Más que tratarse de lágrimas que ruedan por las mejillas, es un corazón que se aflige y está de duelo. Es un lamento santo, un corazón compungido, contrito.

Puede entenderse como la consecuencia de la pobreza de espíritu en nuestros sentimientos. El llanto brota de esa pobreza, y va tan cerca que en realidad es su compañera y evidencia. La pobreza en espíritu es como el fuego, y el lamento santo es como el humo. Una cosa es la conciencia de pecado y otra es el quebrantamiento.

Pero este llanto piadoso también puede ser por distintas razones:

i.Por el propio pecado: Tal como el primer llanto del bebé va relacionado con su primera respiración fuera del vientre, así también cuando recibimos vida espiritual tenemos este es el primer lamento santo, y el que da sentido a todos los demás. Así, “el llanto para el cual Cristo promete la consolación divina es una tristeza por nuestros pecados con un dolor piadoso” (Arthur Pink).

Los bienaventurados “son quienes se afligen más por su pecado que por ninguna otra cosa sobre la Tierra[3], “Es la lamentación de un hombre que empieza a darse cuenta de la negrura de su pecado a medida que se ve expuesto a la pureza de Dios”.[4]

Es el lamento que hubo en el hijo pródigo cuando resolvió: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. 19 Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lc. 15:18-19). Este lamento por el propio pecado debe estar en todo cristiano, ya que no se puede volver al Padre de otra forma que llorando con este lamento del alma.

Incluso Manasés, el rey más impío de Judá, que incluso llegó a sacrificar a sus hijos en el fuego, cuando se lamentó y se humilló por su pecado fue recibido y perdonado por Dios:

Mas luego que fue puesto en angustias, oró a Jehová su Dios, humillado grandemente en la presencia del Dios de sus padres. 13 Y habiendo orado a él, fue atendido; pues Dios oyó su oración y lo restauró a Jerusalén, a su reino. Entonces reconoció Manasés que Jehová era Dios” (2 Cr. 33:12-13).

El Señor declara expresamente que se agrada de este lamento por el pecado, y que no rechazará a quienes se acercan a Él de esta forma:

Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; Al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás” (Sal. 51:17).

Pero a este miraré: Al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante Mi palabra” (Is. 66:2).

Este y no otro es el corazón que agrada a Dios, uno que se lamenta hondamente por su pecado. Si puedes pecar sin que ello te cause una profunda tristeza, tu alma está muerta, o terriblemente malherida. En cualquier caso, no estás bien si esa es tu situación. Esto es así porque Cristo sólo puede parecernos dulce cuando el pecado nos sabe amargo.

Acá debemos tener cuidado. “Me temo que los cristianos evangélicos, al expandir mucho la gracia, a veces por ese hecho hacemos del pecado algo ligero. No hay suficiente dolor por el pecado entre nosotros. Deberíamos experimentar más el ‘lamento piadoso’ de la penitencia cristiana”.[5]

El que no ha llorado por su pecado reconociendo su más profunda pobreza espiritual, “nunca ha visto ni ha entrado en el reino de Dios” (Pink). Quien puede pasar días sin que su alma eleve un gemido en oración por sus propias miserias, o tiene un corazón de piedra, o está muy endurecido en su maldad.

Por eso los proverbios hacen tanto énfasis en la necesidad de recibir la reprensión, como cuando dice: “Acatar la corrección conduce a la vida; desechar la reprensión es perder el camino” (Pr. 10:17 RVC). Esto porque la reprensión nos recuerda que somos pecadores, y que hay faltas propias de las que no nos damos cuenta, pero otros sí. Cuando rechazamos la corrección, nos endurecemos en nuestro pecado y nos resistimos a lamentarnos por él. Pero cuando oímos la reprensión, eso nos conduce al arrepentimiento con un corazón quebrantado.

Así, este lamento del alma por nuestro pecado no es algo que vivimos sólo en la conversión, sino que debe ser una experiencia continua y cotidiana en nuestra vida. Los incrédulos se esfuerzan por esconder sus culpas y justificarse a sí mismos. No quieren pensar en sus propias faltas, y para eso inventan muchas distracciones. Pero Cristo está describiendo a sus discípulos aquí, y ellos son los que lloran por su propia maldad.

ii.Por el pecado de la iglesia: Comenzando por lamentarnos por nuestra propia maldad, también nos doleremos por el pecado en la iglesia, sobre todo cuando se trata de faltas que están enquistadas y que desvían a gran parte de los que se hacen llamar cristianos.

Este es el gemir que se encontró en Isaías, quien dijo: “Aparten de mí la mirada, Déjenme llorar amargamente. No traten de consolarme por la destrucción de la hija de mi pueblo” (Is. 22:4). Santos del Antiguo Testamento como Daniel, Esdras y Nehemías, elevaron notables oraciones de quebrantamiento y arrepentimiento ante el Señor por el pecado de su pueblo, incluso cuando ellos mismos no lo habían cometido.

Cuando Esdras escuchó el reporte del pecado de su pueblo, dice: “… rasgué mi vestido y mi manto, y arranqué pelo de mi cabeza y de mi barba, y me senté atónito... y estuve sentado atónito hasta la ofrenda de la tarde” (Esd. 9:3-4). Cuando Nehemías escuchó de la humillación de su pueblo, dice: “… me senté y lloré; hice duelo algunos días, y estuve ayunando y orando delante del Dios del cielo” (Neh. 1:4).

Esto nos dice que no podemos ser indiferentes ante el pecado y la humillación que afecta a la Iglesia del Señor. Ante la decadencia que encontramos hoy, cuando muchos desprecian la Escritura y gran parte de los evangélicos ni siquiera conocen el Evangelio, cuando tantos falsos pastores y maestros predican mentiras y se destacan en los noticieros por abusar sexualmente de sus hermanos o robar sus bienes, cuando tantos están entregados al legalismo o al libertinaje, y sabiendo que estamos divididos hasta el infinito en denominaciones y grupos, ¿No es un tiempo para llorar y lamentarse por todas estas cosas?

iii.Por el pecado y sus terribles efectos en el mundo: la maldad que nos rodea no nos puede ser indiferente, sino que debe dolernos en el corazón que Dios sea blasfemado, que su Palabra sea pisoteada y que los incrédulos vivan en las más profundas tinieblas.

Por eso el salmista decía: “Ríos de lágrimas vierten mis ojos, Porque ellos no guardan Tu ley” (Sal. 119:136). La corrupción, las perversiones sexuales, la violencia, los robos y homicidios, el resentimiento social y la opresión, la mentira y la idolatría, la blasfemia y la insolencia contra el Señor, en fin, toda la maldad que fluye como un gran río putrefacto en nuestros días, debería hacer que caigan “ríos de lágrimas” de nuestros ojos.

El Señor ordenó a su ángel diciendo: “Pasa por en medio de la ciudad, por en medio de Jerusalén, y pon una señal en la frente de los hombres que gimen y se lamentan por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella” (Ez. 9:4). Así son los discípulos del Señor: gimen y se lamentan por el pecado de su ciudad.

También lloramos al ver la enfermedad, las guerras y la muerte, no sólo porque son males que nos afectan, sino porque son los terribles efectos del pecado en el mundo. Debemos ser conmovidos y estremecidos ante esto, llevando esta aflicción al Señor. Por eso el predicador decía: “Mejor es ir a una casa de luto Que ir a una casa de banquete, Porque aquello es el fin de todo hombre, Y al que vive lo hará reflexionar en su corazón” (Ec. 7:2).

Por tanto, “Entre más cerca viva el cristiano de Dios, más va a llorar por todo lo que lo deshonra. Esta es la experiencia normal del verdadero pueblo de Dios” (Pink).

iv.Por el deseo de estar con Cristo: Los discípulos de Juan el Bautista y los fariseos ayunaban, pero los discípulos de Jesús no. Cuando preguntaron a Jesús el porqué de esta diferencia, Él respondió: “«¿Acaso los acompañantes del novio pueden estar de luto mientras el novio está con ellos? Pero vendrán días cuando el novio les será quitado, y entonces ayunarán” (Mt. 9:15). Esto nos da el propósito principal del ayuno: lamentarnos y afligirnos de corazón porque todavía no estamos en la gloria, en la presencia de Cristo.

El Apóstol Pablo deseaba partir y estar con Cristo, porque eso es mucho mejor (Fil. 1:23). Pero este no es sólo un sentir que debe estar en el Apóstol, sino en todo cristiano: “nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:23).

Este es el lamento piadoso al que se refiere esta bienaventuranza, que, como dijimos, es mucho más que llorar, sino es un corazón quebrantado que gime delante de Dios. Notemos que son “los que lloran”: es una acción continua, no algo de una vez para siempre. Nuestra vida en la tierra se caracterizará por esta disposición del corazón.

B.La Bendición

Sobre estos santos que gimen, el Señor dice que son benditos, “pues ellos serán consolados”. Este lamento no es el fin, sino que es el medio para encontrar el verdadero consuelo en el Señor. “… Como Él está lleno de amor hacia el hombre, no limita su recompensa a quitarnos el castigo, o a liberarnos de nuestros pecados, sino que incluso los hace benditos y les imparte abundante consuelo”.[6]

Así, el Señor nos consuela eliminando la culpa que carga la conciencia, cuando el Espíritu aplica el evangelio de la gracia a quien reconoce su desesperada necesidad de un Salvador. Y esta salvación no sólo es de su propio pecado, sino de toda esta creación que está corrompida y del orden humano que se ha levantado en rebelión contra Dios.

Los incrédulos se caracterizan porque intentan encontrar por sí mismos el consuelo ante su dolor, y no van al Señor para ser consolados. Pero los discípulos deben saber que el camino para el verdadero consuelo pasa primero por el verdadero llanto, y que la fuente del consuelo es únicamente el Señor.

En consecuencia, “Un verdadero sentido del pecado debe preceder al gozo genuino de la salvación… Nadie puede verdaderamente conocer [a Cristo] como Salvador y Redentor personal a no ser que antes sepa qué es llorar”.[7]

Por eso es que nuestro Señor, para sus discípulos es “Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones” (2 Co. 1:3). Así, uno de los Nombres de Dios para nosotros es “Dios de toda consolación”. Ante este continuo lamento en nuestra vida, podemos tener una consolación todavía mayor, yendo al Dios que ciertamente nos mostrará su mano amorosa que acariciará nuestro corazón dolido y dará refrigerio a nuestra alma.

Por tanto, “La tristeza que es según Dios vuelve al alma hacia Dios. Dios, por su parte, concede consuelo a los que buscan ayuda en El. Él es quien perdona, libra, fortalece y tranquiliza”.[8]

Es claro que este consuelo se experimentará a plenitud sólo en la gloria futura. Sin embargo, también tiene un cumplimiento constante en la experiencia del cristiano. El Espíritu Santo es llamado “Consolador”, porque trae la presencia del Dios de toda consolación a nuestro ser. Además, recibimos alivio por el amor de nuestros hermanos, pues debemos llorar con los que lloran (Ro. 12:15).

Recuerda siempre esto: si eres consolado, es para que puedas consolar también a otros, ayudándoles a encontrar el alivio de su dolor en el Señor.

Así, con esta bendición se cumple lo dicho por el salmista: “Porque Su ira es solo por un momento, Pero Su favor es por toda una vida. El llanto puede durar toda la noche, Pero a la mañana vendrá el grito de alegría” (Sal. 30:5).

III.Jesucristo, bienaventurado en su llanto

Las bienaventuranzas nos dan un retrato de los discípulos, pero ante todo, reflejan la imagen del Maestro, quien es el varón bienaventurado por excelencia. Como verdadero hombre, Jesucristo es el bendito, de quien el Padre dijo: “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt. 3:17). Esa declaración del Padre muestra la suprema bienaventuranza de Cristo, quien es llamado “el varón perfecto” (Ef. 4:13 RV60).

Es en Cristo en quien somos benditos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). Es decir, Jesucristo es ‘el Bendito’, quien está lleno de toda bendición, y es en unión con Él que nosotros somos bendecidos.

Esta bendición de Cristo incluye el llanto del que hablamos hoy. “Las cualidades que el Señor exige de los demás, las posee él en grado infinito”.[9]

Cristo se lamentó al considerar el estado espiritual de su pueblo, diciendo: “¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar?” (Mt. 17:17). Para el final de su ministerio, lloró y se lamentó sobre Jerusalén, porque no supieron reconocer que el Mesías los visitó y le resistieron con incredulidad (Lc. 19:41-42).

También lloró sobre la tumba de Lázaro, al considerar el terrible efecto del pecado sobre su amado amigo, y al ver el llanto desconsolado de sus hermanas (Jn. 11:35).

Su corazón también gimió en el madero de la cruz, clamando: “«Eloi, Eloi, ¿lema sabactani?», que traducido significa, «Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has abandonado?»” (Mr. 15:34). Pero a diferencia nuestra, ese lamento no fue por su propio pecado, sino porque estaba llevando el nuestro. Su oración no fue como las de Daniel, Esdras y Nehemías, quienes eran también pecadores, sino que Él siendo el Justo, estaba siendo castigado con la ira de Dios como el peor de los pecadores, pues cargó nuestras rebeliones en el madero. Él se fue afligido en lamento y gemido, para que nosotros pudiéramos ser consolados.

Porque Él mismo sufrió, se lamentó y lloró por nuestro pecado, es quien puede consolarnos hoy en nuestro día a día, y de manera definitiva en la consumación de todas las cosas. Porque lloró perfectamente, es quien puede también consolarnos. Recuerda que la consolación era uno de los oficios del Mesías, de acuerdo con los profetas del Antiguo Testamento. Él traería alivio al corazón quebrantado.[10] Cuando anunció la venida del Espíritu Santo, lo presentó como el “otro Consolador” (Jn. 14:16), indicando que el mismo Jesús era el primer Consolador que ellos conocieron.

Durante la larga noche de la ausencia física de Jesucristo, estás llamado a tener comunión con el que fue el varón de dolores. Está escrito, “Si padecemos juntamente con él... juntamente con él [seremos] glorificados” (Ro. 8:17).

Pero, si bien es cierto que este consuelo es seguro y glorioso, no apresures a tu hermano. Cristo promete consolarnos, ¡Pero eso significa que hubo dolor y gemir en primer lugar! Antes de que llegue Cristo con la toalla, muchos ya están exigiendo al hermano con recriminaciones que deje de sollozar.

Muchos se impacientan con el que se lamenta, y con un tono de incomprensión le regañan diciendo cosas como: “hermano, tranquilo, Dios es soberano, ¿Acaso no lo sabes?”, o “hermano, ¿no crees acaso que Dios está en control?”. Pero no dicen estas verdades como si fueran almohadas para que descanse el corazón afligido, sino como mordazas para callar al que está en medio de su sufrimiento.

Pareciera que en los cultos y en las iglesias hoy sólo hay lugar para el triunfalismo, para una sonrisa perfecta y constante, y aquel que está quebrantado y afligido no encuentra espacio ni expresión para su lamento, su gemir es visto como falta de fe o como una rareza de alguien que debe estar en decadencia espiritual.

Las redes sociales parecieran un interminable desfile de vacaciones, fiestas, comidas y momentos maravillosos. Pareciera que nadie se lamenta ni llora. Esas cosas son para amargados y graves a los que es mejor silenciar o eliminar.

Los incrédulos tienen esta mentalidad del “piensa positivo” y “evita a los tóxicos”, y entre los evangélicos está esa lógica malentendida de ir “de victoria en victoria”, como si eso significara que debemos tener reuniones que parecen eternas vacaciones de gente que sólo lo pasa bien y es divertida. En las canciones sólo se quiere aplaudir y saltar, mientras que los salmos en la Biblia están llenos de clamores y lamentos pidiendo el consuelo de Dios.

¡Pero Jesús dijo “Bienaventurados los que lloran”! Como algo continuo, no como un hecho que ocurrió una vez en el pasado nada más. ¿Qué habrían dicho los “siempre felices” a Jeremías, Habacuc, Esdras o Nehemías mientras se dolían por la maldad a su alrededor? ¿Qué habrían dicho a Jesús, mientras lloraba por la Jerusalén incrédula? ¿Cuánto nos habrá influenciado la mentalidad de “piensa positivo” que está en el mundo?

Otros, al ver que un hermano está quebrantado por su pecado, intentan inmediatamente poner una sonrisa tranquilizando la conciencia del afligido, cuando ese llanto del alma debe poder expresarse y llegar a su punto de maduración, donde el perdón del Señor sabrá como dulce miel, y ese hermano podrá decir: “Bueno es para mí ser afligido, Para que aprenda Tus estatutos” (Sal. 119:71).

Por tanto, sin negar el consuelo que tenemos en Cristo, no menosprecies este llanto piadoso, porque precisamente ellos serán consolados.

Para ti que lloras y te lamentas, puedes saber que un día ya no habrá más dolor. Puedes confiar en el varón de dolores, quien cargó tus pecados y se lamentó hasta lo más hondo, para que tú puedas tener el gozo más alto por toda la eternidad. Esa es la promesa:

Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado». El que está sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas». Y añadió*: «Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas»” Ap. 21:3-4.

  1. Henry George Liddell et al., A Greek-English lexicon (Oxford: Clarendon Press, 1996), 1073.

  2. Carson, El Sermón del Monte, 20.

  3. Ryle, Mateo, 50.

  4. Carson, Sermón del Monte, 23.

  5. John R. W. Stott y John R. W. Stott, The message of the Sermon on the mount (Matthew 5-7): Christian counter-culture, The Bible Speaks Today (Leicester; Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1985), 42.

  6. John Chrysostom, «Homilies of St. John Chrysostom, Archbishop of Constantinople on the Gospel according to St. Matthew», en Saint Chrysostom: Homilies on the Gospel of Saint Matthew, ed. Philip Schaff, trad. George Prevost y M. B. Riddle, vol. 10, A Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, First Series (New York: Christian Literature Company, 1888), 93.

  7. Lloyd-Jones, Sermón del Monte, 71,77.

  8. Hendriksen, Comentario a Mateo, 283.

  9. Hendriksen, Comentario a Mateo, 279.

  10. Stott, Sermon on the Mount, 42.