Domingo 6 de junio de 2021
Texto base: Apocalipsis 2:8-11 BLA.
Imagina que eres parte de la iglesia de Esmirna al momento de recibir esta carta, a fines del s. I. Podrías ver que tus hermanos y tú mismo han sufrido bastantes penurias. Varios han muerto, otros han perdido sus casas, posesiones, trabajos y algunos incluso sus familias, al punto de que pueden ser considerados mendigos. Sin embargo, llega una carta del Apóstol Juan de parte de Jesucristo, donde dice que vendrán más sufrimientos y deberán enfrentar la muerte.
¿Qué motivación podrían encontrar en medio de un escenario como ese? Analizaremos el mensaje, la exhortación y la promesa que el Señor Jesucristo entrega a esta congregación, y cómo eso nos impacta hoy.
En esto, recordemos que Juan sigue en la misma visión del Cristo glorificado que fue registrada en el cap. 1. Es en ese contexto que Jesucristo le dicta las siete cartas para cada iglesia.
Cada una de estas epístolas tiene siete partes:
1. El saludo a cada una de las siete iglesias en Asia Menor.
2. Una excelencia de Cristo mencionada en la visión del cap. 1.
3. Una evaluación de la salud espiritual de cada congregación.
4. Palabras de alabanza y/o reproche.
5. Palabras de exhortación.
6. Promesas para el que salga victorioso.
7. Un mandato de escuchar lo que el Espíritu dice a las iglesias.
Lo más probable es que el orden de las cartas se debe al camino que debía recorrer el mensajero cuando llegaba desde Patmos, donde la ciudad más cercana era Éfeso, y desde allí continuaba en un circuito por las restantes seis iglesias, siendo Laodicea la más lejana.
I. Contexto de la ciudad y saludo del Señor
A. Contexto de la ciudad
La ciudad de Esmirna corresponde hoy a Izmir, en Turquía. Era una ciudad portuaria a unos 56 km al norte de Éfeso. Fue fundada hace miles de años, siendo ocupada por los griegos ca. 1000 a.C. Se dice fue la cuna del famoso poeta Homero. En tiempos de Pablo, tenía unos 250 mil habitantes.
Era fiel aliada del imperio romano y rendían culto al emperador como un dios. Por ello, eran hostiles hacia quienes se opusieran a adorar a César. Además, la ciudad tenía templos dedicados a Cibeles, Zeus, Apolo, Némesis, Afrodita, y Esculapio.
La ciudad era hermosa, siendo conocida como “la corona de Asia”. Esto porque sus edificios públicos eran espléndidos y se ubicaban en la cumbre de la colina Pagos, formando una especie de corona.
El nombre de la viene del griego Smyrna, que significa “mirra”. Esta es la resina aromática que producían los árboles de la ciudad. Se utilizaba como perfume y tenía un valor muy alto, reportando buenos dividendos a la ciudad. Recordemos que el Señor Jesús la recibió como regalo de parte de los sabios del oriente en su nacimiento, y de Nicodemo en Su sepultura.
Por otro lado, era una ciudad segura para las transacciones y el comercio. Cobijaba en aquel entonces a distintos extranjeros, entre ellos, un significativo grupo de judíos, quienes eran ricos y estaban entre los principales perseguidores de los cristianos.
En este contexto, el Señor había levantado una iglesia. No sabemos quién la fundó: probablemente Pablo al visitar Éfeso, o los judíos que volvieron de Pentecostés luego de ser exhortados a venir a Cristo.
B. Saludo de Cristo
Cristo se presenta a los esmírneos como “El primero y el último, el que estuvo muerto y ha vuelto a la vida” (v. 8). Esta credencial es única de Jesús, y es parte de Sus excelencias que se describieron en la visión del cap. 1 (v. 18).
Con esto, Jesús se presenta como Dios mismo. “Así dice Jehová Rey de Israel, y su Redentor, Jehová de los ejércitos: Yo soy el primero, y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios” (Is. 44:6). Como vimos, esto sería como decir hoy: “Yo soy la A y la Z”: nadie es antes ni después que Él. Sólo Él es eterno: domina de principio a fin y su reino no tiene término, por lo cual merece toda honra y alabanza. Muestra a Cristo como Señor de la eternidad y Rey de la historia, quien la dirige y gobierna. Pero no sólo habla de la eternidad del Señor: también nos habla de Su presencia con nosotros: es el que estuvo, está y estará con nosotros siempre. Es lo que prometió Jesucristo: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Su presencia permanente con nosotros por Su Espíritu es la que nos fortalece y motiva para perseverar hasta el fin.
Es el que realmente murió, pero que hoy vive. Su muerte y sepultura no fueron un simbolismo, sino algo real. El mismo Juan testificó el momento en que Jesús fue traspasado con una lanza en la cruz (Jn. 19:35). Sin embargo, resucitó al tercer día con poder y fue levantado en gloria. Venció al sepulcro desde dentro, porque Él mismo es la resurrección y la vida, y por tal razón no podía ser retenido por la muerte (Sal. 16:10).
Esto es hermoso también por lo que significa para nosotros: la Escritura dice que, tal como ahora llevamos la semejanza caída de Adán, luego seremos transformados según la gloria de Cristo: “Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales” (1 Co. 15:48). En consecuencia, así como es el cuerpo de Cristo glorificado será el nuestro, así que viviremos ‘con’ Él y ‘como’ Él. Por ello, es la mejor forma en que podría haberse manifestado a los esmírneos, que estaban bajo severa persecución y enfrentarían muerte y opresión. De esta forma, echa fuera el temor de los hermanos, pues Él había vencido al sepulcro, es quien tiene las llaves de la muerte y del Hades.
Esto es también una advertencia para los incrédulos, pues se declara quién es el que gobierna verdaderamente, el primero y el último. Sus enemigos estarán debajo de sus pies. (Sal. 110:1; Ef. 1:22).
Ver a Jesús así, como el primero y el último, el que estuvo muerto y vivió, es ver a un Dios Santo que se humilló al humanarse y venir a morir por nuestra maldad, habiendo vivido una vida perfecta en justicia. En Él los esmírneos podían encontrar la verdadera paz, seguridad y refugio eterno para sus almas.
II. El diagnóstico infalible de Jesucristo
Es este Jesucristo glorioso quien dirige este mensaje al obispo de Esmirna para que lo dé a conocer a la congregación. Los pastores son siervos del Señor y deben cumplir con Su llamado de administrar los misterios de Dios. Deben entregar el mensaje de Dios a Su Iglesia tal cual Él lo está mandando, sin sumar ni restar.
Nuevamente Jesucristo afirma: “Yo conozco” (v. 9). Él sabe todas las cosas, conoce las obras de Su Iglesia en lo general y lo individual. El Señor puede leernos como un libro abierto, conoce hasta el rincón más profundo de nuestros corazones. No sólo estamos ante Su presencia cuando oramos o nos congregamos, sino en todo momento.
Hablando acerca de estos hermanos, Cristo dice que conoce:
i. Su tribulación (θλῖψις): implica una opresión y aflicción constante con la cual los creyentes deben acostumbrarse a vivir, aunque en el caso de los esmírneos alcanzó una gran intensidad. El creyente que no está viviendo algún grado de persecución debe cuidarse de no estar buscando agradar los hombres y negando a Cristo como Señor de su vida. El Señor Jesucristo dijo: “¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas” (Lc. 6:26 RV60).
El discípulo de Cristo enfrentará persecución, pues el mundo ama lo suyo, pero aborrece lo que es santo: “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti. 3:12 RV60). Los esmírneos eran calumniados y acosados por los judíos, y oprimidos por los romanos.
En Chile, la persecución todavía no es sinónimo de muerte, pero existe en diversas formas. Si por causa de tu fe en Cristo y tu vida consagrada a Él eres rechazado por el mundo, si te excluyen o se burlan de ti, si tu familia o parte de ella ha dejado de compartir contigo como antes, si eres insultado como retrógrado, pierdes un ascenso en el trabajo o cosas semejantes a estas; has sufrido persecución en una forma u otra.
ii. Su pobreza: la tribulación y la pobreza siempre están ligadas (cfr. He. 10:34). Hoy algunos dicen estar pobres cuando no pueden comprar lo que desearían, o tener el nivel de vida que anhelan, pero esta era verdadera pobreza. La palabra en el original (πτωχείαν) se refiere a quien carece de todo, incluso de lo más básico. La palabra significa también mendigo, desamparado[1].
Esta misma pobreza es de la que habló Jesús: “Bienaventurados los pobres [πτωχοὶ] en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5:3 BLA).
Aun así, los esmírneos NO negaron el precioso nombre de Cristo. Siguieron levantando la bandera del Evangelio, perseveraron creyendo en quien estuvo muerto y vivió.
Ese Señor sabe por lo que estas atravesando: conoce de tus lágrimas, de las injusticias, de tu dolor, Él CONOCE TODO. Es quien te ayudará, te dará el socorro necesario en los momentos de tribulación.
iii. Su riqueza: aunque podían ser llamados mendigos, ellos eran ricos (πλούσιος). Puedes tener todo tipo de bienes en el mundo, disfrutar de lujos, ser aplaudido y respetado, ¡pero si no tienes a Cristo no tienes absolutamente nada! Los esmírneos eran el opuesto de los laodicenses, quienes decían: “Yo soy rico y no tengo necesidad de nada”. Pero el Señor les dijo: “tú eres desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17).
Quienes han perdido todo por su fe en Cristo y quedan en total en total necesidad, ¡Estos son verdaderamente RICOS, pues tienen a Cristo, es decir, lo tienen TODO! Aunque sean perseguidos, pierdan su trabajo, su dinero, su estatus y reputación; y sean humillados, excluidos, maltratados y asesinados por el mundo. La pobreza que sufrían estos creyentes los llevaba a depender totalmente del Señor.
Los esmírneos fueron fieles y no recibieron reproche por parte de Cristo, si no que el mismo Dios les hizo ver que tienen la verdadera riqueza, que es eterna. Quienes tienen a Cristo, pueden morir en la miseria terrenal más profunda, pero estarán en la gloria en donde serán consolados y llenos de bien (Ap. 21:1-7).
iv. Sus perseguidores: el Señor también conocía muy bien a quienes los atormentaban: los judíos. Estos enemigos del Evangelio hostigaban a los creyentes y usaban sus artimañas, posición social y manipulación, con el objetivo maligno de perseguirlos y hacer que los romanos los mataran. Destacamos dos aspectos:
a. La blasfemia de los falsos judíos: durante el ministerio terrenal de Jesús, los judíos acusaban a Jesús de actuar en nombre de Beelzebú, es decir, de satanás (Mt. 12:22ss). En consecuencia, los judíos se opusieron primero a Dios y a Su testimonio en Jesús el Mesías, al punto de atribuir sus obras a satanás. Como resultado de eso, odiaban también a Sus discípulos.
La promesa fue confiada al pueblo judío (Ro 3:2), sin embargo, no la recibieron, sino que decidieron ir en contra de la Persona y enseñanza de Cristo, sabiendo quién era Jesús. “Conocer la verdad acerca de Dios y negarla a propósito es una blasfemia”. [2]
Al rechazar a Jesús como Mesías y Señor, estaban rechazando al mismo Dios. Como consecuencia de esto, se enfurecían contra los cristianos y los perseguían con calumnias y mentiras ante las autoridades de Esmirna, esperando conseguir su ejecución.
Sin embargo, los creyentes esmírneos eran bienaventurados: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mt. 5:10-12).
Los judíos verdaderos no se definen por su sangre, sino que son quienes han sido salvados por creer en el Evangelio único y santo de Cristo. Estos son los verdaderos hijos de Abraham (Gá: 3:7; Ro. 2:28-29). A quienes se jactaban de ser israelitas, hijos físicos de Abraham, Juan el Bautista les respondió que Dios podía levantar hijos de Abraham incluso de las piedras (Mt. 3:9); y Jesús les aclaró que si lo rechazaban, no son hijos de Abraham, sino del diablo (Jn. 8:44). Quienes rechazan a Cristo no pueden ser llamados pueblo de Dios, no importando la sangre que corre por sus venas.
b. Eran sinagoga de Satanás: Aunque los cristianos fueron considerados como una secta judía en un comienzo, después de la destrucción del templo de Jerusalén en el 70 d.C., los judíos llevaron más intensamente a los creyentes ante los magistrados Romanos. La mayor acusación era que los creyentes no reconocían a Cesar como señor, pero sí a Jesús. Por esto, los creyentes comenzaron a ser perseguidos, humillados, segregados y ejecutados. Los judíos que perseguían a los cristianos usaban armas como la calumnia, con lo que se volvían instrumentos e imitadores de satanás, quien desea destruir a la Iglesia de Cristo.
Este falso testimonio no es nuevo: podemos verlo registrado en el libro de Hechos, en Antioquía (13:50), Iconio (14:2,5), Listra (14:19), y Tesalónica (17:5). El mismo Jesús enfrentó esta calumnia y acoso. Este comportamiento es aborrecido por Dios, y no tiene que ver con tener una raza especial. Dios aborrece a todos quienes viven así.
Así, los judíos orgullosamente gozaban de llamarse “la asamblea o congregación del Señor” (Nm. 16:3; 20:4; 31:16). Sin embargo, y conforme a su blasfemia y al rechazo que tenían por Cristo, se les dice lo que realmente son: “la asamblea o congregación del diablo”.
En contraste, los cristianos esmírneos no recibieron ningún reproche, sino que fueron elogiados y alentados por el Señor.
III. Exhortación y promesa
A. Exhortación
El Señor no sólo conoce lo pasado y lo presente, sino también lo que vendrá, y así exhorta a su Iglesia diciendo: “No temas lo que estás por sufrir” (v. 10). Ellos ya estaban sufriendo, pero el Señor les asegura que vendría más sufrimiento: ¿Cómo podrían seguir adelante?
La soberanía de Dios sobre el futuro debía darles paz a pesar de la aflicción que sufrirían. Jesús ha vencido al mundo: las aflicciones que los esmírneos vivirían estaban gobernadas por el primero y del último. Por lo tanto, debían tener la paz de Cristo en sus corazones: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33).
La manera en que Cristo se presentó a estos hermanos es justamente el fundamento de nuestra confianza: servimos a quien es “El primero y el último, el que estuvo muerto y ha vuelto a la vida” (v. 8). De hecho, todo esto es un eco de la promesa en Isaías (44:2,6). Aunque sepamos que viene el sufrimiento, no sólo podemos, sino que DEBEMOS confiar en nuestro Padre, en el primero y el último, quien tiene el poder de dar y quitar la vida y quien dispone todas las cosas para nuestro bien (Ro. 8:28).
El Señor no les prometió éxito terrenal después de la prueba. Tampoco los reprendió porque les faltó fe para ahuyentar los espíritus de pobreza y persecución. El Señor les advierte que vivirían pruebas incluso más duras, y que esto tenía como fin la perfección de ellos. El Señor muestra Su cuidado tierno para con su pueblo, como el labrador podando la vid para que dé más fruto.
No debemos temer a nuestros perseguidores, ¿A quién debemos entonces temer? No a los que hacen daño solo al cuerpo, sino al que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno, (Mt. 10:28-33). Si deseas vivir para Él, serás perseguido en distintos grados, pero el primero y el último te cobijará con todo Su poder y amor.
Entre los esmírneos estaba Policarpo, discípulo del Apóstol Juan, quien con toda probabilidad recibió esta carta de Jesús y llegó a ser obispo de esta iglesia unos años después. Fue martirizado el 23 de febrero del 155 d.C. Se le dio la oportunidad de ser librado de la muerte, solo debía declarar: “cesar es el señor”, negando a Cristo, pero él dijo: “He servido a mi señor por 86 años y nunca me ha hecho nada malo, ¿Cómo puedo blasfemar a mi rey que me salvó?”. Por esta respuesta fue llevado a la hoguera, siendo los judíos quienes iniciaron el fuego al poner los primeros trozos de madera, a pesar de que era día de reposo y estaba prohibido que llevaran carga.
Es por la victoria de Cristo que Policarpo tenía paz y pudo declarar en el momento de su martirio: “Me amenazas con un fuego que arde por un momento y al poco rato se apaga. Bien se ve que desconoces el fuego del juicio venidero y del eterno suplicio que está reservado a los impíos. Pero, en fin, ¿a qué tardas? Trae lo que quieras (…)”. No debemos temer, si Dios es con nosotros, ¿Quién contra nosotros?
El Señor anuncia a sus hijos lo que vendrá: “He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días” (v. 10). Aquí aclara: i) qué, ii) cómo y iii) para qué sucederá.
i. Qué sucederá: el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel: Esto significaba muerte. En esos tiempos, ir a la cárcel no era lo que hoy conocemos. Sólo se sabía que en algún momento llamaban para ir al lugar de tortura y esperar la ejecución, o morían en la fría soledad de la celda.
No pasemos por alto la lucha espiritual que nos enseña la Escritura. Dice que el diablo es quien usa instrumentos humanos. Los judíos que calumniaban y los romanos que les echaban mano eran instrumentos del diablo: “nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Ef. 6:12 NVI).
Sin embargo, no debemos temer al diablo, sino someternos a Dios y atravesar la tribulación esperando Su salvación.
ii. ¿Cómo y hasta cuándo sucederá? “y tendréis tribulación por diez días”. Esta es una alusión a la prueba de Daniel y sus amigos, y presenta a la Iglesia como el verdadero Israel (a diferencia de los falsos judíos).
El Señor le dice a su Iglesia que esto ocurriría solo por un tiempo específico. Se refiere a un período completo de prueba, recordando que el número diez en lenguaje apocalíptico representa algo completo, pero definido y acotado. En otras palabras, la persecución no duraría para siempre, sino que tendría fin.
iii. ¿Para qué sucederá?: “para que seáis probados”. Nuestra reacción natural es temer las pruebas que puedan venir e intentar evitarlas. Deseamos sólo el buen pasar, el menor esfuerzo. Sin embargo, Dios dice que Él nos probará: “para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 P. 1:7).
En esto, sabemos también que Él dispuso que todas las cosas ayuden para bien a los hijos de Dios (Ro. 8:28). Debemos tomar la prueba como lo que es: una muestra de Dios obrando en nuestra vida y a nuestro favor. La iglesia perseguida es una iglesia probada y purificada por Dios, donde los falsos suelen desaparecer y los fieles brillan con la luz de la verdad en sus vidas. Los esmírneos tendrían el privilegio de probar su fe en Jesús perseverando en medio del sufrimiento.
Así, “Jesús usa los esfuerzos del diablo con el propósito de fortalecer a Su pueblo a través de estas pruebas”.[3]
B. Promesa
“Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. El que venciere, no sufrirá daño de la muerte segunda” (vv. 10-11).
Al llamarlos a ser fieles hasta la muerte, les está diciendo que de seguro muchos de ellos pasarían de este mundo. No quiere decir que debemos morir para ganar algo, sino que debemos ser fieles a pesar de saber que moriremos. ¿Hasta qué punto estás siendo fiel al Señor?, ¿Estás dispuesto a perderlo todo, incluso tu vida? El creyente no es verdaderamente fiel en sí mismo; uno es contado por fiel y puede vivir una vida en progreso solo gracias a Cristo.
Podemos ver dos recompensas para quienes son fieles a Él:
i. La corona de la vida: En Esmirna había juegos deportivos en donde a los ganadores se les premiaba con una corona de laurel. La misma ciudad de Esmirna tenía la apariencia de una corona en una colina. Jesús usa esta imagen para anunciar que los suyos recibirán una corona incorruptible, que es la vida eterna (2 Ti. 4:8; 1 P. 5:4).
Esta corona es para quienes han amado al Señor y perseverado hasta el final, para los bienaventurados que han corrido a los pies de Cristo a pesar de sus debilidades, sus pecados y carencias. “Sólo la fe que persevera es la que garantiza una identificación con Cristo (cf. 1:9) y, por tanto, participación en su vida eterna de resurrección”.[4]
No tengamos miedo cuando vemos que hay recompensas para los creyentes en la Biblia. La salvación es por gracia, pero Dios quiere premiar nuestra fe y los frutos de ella, por Su pura misericordia. Cuando leemos que recibiremos coronas no deberíamos gozarnos por el objeto, sino por lo que significa: estar en la presencia de Dios y disfrutar de Él para siempre.
En el acta del martirio de Policarpo, la palabra ‘corona’ aparece unas cinco veces. De hecho, en su última oración antes de morir en la hoguera como mártir, él dijo: “gracias te doy porque me has tenido por digno de padecer martirio por ti, para que de este modo perciba mi corona”.
En Cristo somos más que vencedores, al igual que los esmírneos debemos aferrarnos a Él y en medio de la prueba gozarnos, sabiendo que nada nos puede separar de su amor, ni siquiera la vida ni la muerte, ¡NADA NI NADIE!
ii. No sufrirá daño de la segunda muerte: Confirmando sus Palabras, el Señor dice que el vencedor, es decir, quien sea fiel y hallado justo hasta el final, este no sufrirá la segunda muerte, que es el castigo eterno en el lago de fuego (Ap. 20:14). Más bien, será recibido en los cielos y entrará al gozo del Señor.
“… la derrota terrenal que es la muerte constituye victoria y vida en el Cielo”.[5] “Los santos pueden sufrir muerte física de manos de sus perseguidores, pero nunca quedarán separados de Dios. Por el contrario, los incrédulos serán arrojados al lago de fuego (20:14) y sufrirán muerte eterna. Esto quiere decir que experimentarán no aniquilación sino castigo sin fin”.[6]
Esto puede ser así porque "La resurrección de Cristo le dio poder sobre toda la esfera de la muerte (ahora Él tiene "las llaves de la muerte y el Hades" 1:18b), lo cual le permitió tanto atar al príncipe satánico de ese reino, como proteger a Su propio pueblo de sus efectos últimos y perniciosos".[7]
“El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”. Este mensaje es para los esmírneos, pero también para cada cristiano e iglesia de Cristo en la historia. Es para ti y para mí hoy.
En esta pequeña carta a la iglesia en Esmirna, encontramos un breve resumen de la vida del pueblo de Dios en la tierra: son fieles, son perseguidos por causa del Señor, pero son amados por Él y serán exaltados en gloria. Esto es cierto de toda la verdadera Iglesia de Cristo, en cualquier tiempo y lugar.
En la presentación de Cristo está la clave para concluir: al igual que los esmírneos, Cristo sufrió tribulación, siendo rico se hizo pobre, para que nosotros con su pobreza fuéramos enriquecidos (2 Co. 8:9). Como los esmírneos, fue calumniado por los judíos y ejecutado por los romanos. Él ahora desde la gloria, podía decirles: yo soy “El primero y el último, el que estuvo muerto y ha vuelto a la vida”, en otras palabras, “síganme a través de la muerte, no teman, yo ya vencí al sepulcro y vivo para siempre, y Uds. vivirán conmigo”.
Estás llamado a seguir las pisadas de Cristo (1 P. 2:21), a participar de sus padecimientos (1 P. 4:13), a morir con Él para que también vivas con Él (Ro. 6:8). Seguimos a un Señor que fue crucificado, que fue humillado para luego ser exaltado, y es el camino que también nos tocará andar: “Por eso también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, sufrió fuera de la puerta de la ciudad. 13 Por lo tanto, salgamos a su encuentro fuera del campamento, llevando la deshonra que él llevó, 14 pues aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera” (He. 13:12-14 NVI).
No temas, sino sé fiel hasta la muerte, y no sufrirás la muerte segunda, sino que recibirás la corona de la vida.
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James Swanson, Diccionario de idiomas bı́blicos: Griego (Nuevo testamento) (Bellingham, WA: Logos Bible Software, 1997). ↑
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Kistemaker, Apocalipsis, 142. ↑
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G. K. Beale, The book of Revelation: a commentary on the Greek text, New International Greek Testament Commentary (Grand Rapids, MI; Carlisle, Cumbria: W.B. Eerdmans; Paternoster Press, 1999), 242. ↑
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Beale, Revelation, 243. ↑
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Beale, Revelation, 244. ↑
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Kistemaker, Apocalipsis, 145. ↑
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Beale, Revelation, 245. ↑