Domingo 4 de septiembre de 2022
Texto base: Mt. 5:17-20.
¿Cuál es la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Nos presenta Jesús a un Dios distinto del que vemos en la Ley de Moisés? ¿Cómo debe relacionarse el creyente con los mandamientos de la Ley del Antiguo Testamento? Estas son preguntas que han causado gran discusión entre los cristianos a lo largo de la historia. Muchos se cuestionan estas cosas, pero no tienen una respuesta clara.
El problema es que este contexto donde reina la ignorancia y la confusión tiene consecuencias terribles, tanto que un concepto equivocado puede costar la condenación eterna. Por tanto, es esencial que tengamos claridad sobre este asunto, y este pasaje nos entrega verdades esenciales al respecto. Revisaremos: i) la certeza de la Ley, ii) la obligatoriedad de la Ley, iii) Jesús y la Ley; terminando con un análisis de iv) nuestra posición ante la Ley.
En esta sección, Jesús continúa su Sermón del Monte. Habiendo hablado ya sobre la bienaventuranza de sus discípulos y de su rol ante el mundo, ahora se refiere al que debe ser su estándar para vivir en este mundo: la Ley de Dios. Mientras Moisés recibió la Ley en el Monte Sinaí, Jesús ahora muestra cómo ella se cumple en Él.
Piensa en lo siguiente: cuando te vas a dormir, ¿Cuántas veces te acuestas preguntándote si el cielo y la tierra seguirán allí al día siguiente? Me atrevería a decir que nunca. Lo damos por hecho, son cosas que consideramos permanentes, sabiendo que estaban allí mucho antes de que naciéramos, y pensamos que seguirán allí después de que muramos. De hecho, cuando queremos decir a alguien que sea realista y se apegue a lo que es cierto, hablamos de “poner los pies en la tierra”, queriendo decir que es lo más seguro.
Sin embargo, Jesús dice que primero podemos esperar que pasen el cielo y la tierra, antes que pensar que se dejará de cumplir hasta el detalle más minúsculo de la Ley. La iota y la tilde eran los signos más pequeños en la escritura hebrea. Jesús está usando esta expresión para decir que no quedará nada sin ser cumplido, ni siquiera lo que nos pudiera parecer más insignificante, ¡y todo esto es incluso más seguro que el cielo y la tierra!
Toda la ley de Dios debe cumplirse. La Palabra de Dios no quedará con ningún cabo suelto, ningún resquicio sin ser atendido. No es como las leyes humanas, que son falibles y contienen muchas declaraciones vacías y otras que nunca llegan a ejecutarse.
Esto es así porque la fuente de la ley es Dios mismo. No se trata de una invención del hombre. No es la moral de un pueblo nómada en el desierto, ni la simple opinión de Moisés sobre lo que es bueno, sino del reflejo del carácter y perfección de Dios en mandamientos que obligan a toda la humanidad: Es “… la expresión necesaria e inmutable de la rectitud de Dios” (Arthur Pink). Por eso, podemos decir que ella es pura y buena.
¿A qué se refiere con “Ley”? En muchas ocasiones, Jesús y los autores bíblicos hablan de “la Ley” para referirse a todo el Antiguo Testamento (como “la Ley y los profetas”), e incluso se usa a veces para hablar de la Palabra de Dios como un todo. Pero en un sentido más específico, se usa para referirse a los libros escritos por Moisés: los cinco primeros libros de la Biblia, que van desde Génesis hasta Deuteronomio. Incluso más específicamente, se habla de “la Ley” para referirse a los preceptos de mandatos, prohibiciones e instrucciones que se entregaron en Sinaí y las distintas ocasiones que Dios habló con Moisés.
Aquí hay una distinción que debemos conocer muy bien: Los 10 mandamientos se han llamado ley moral, pero además de ella, el Señor reveló a Moisés la ley civil y la ceremonial. La ley civil se refiere a aquellas normas que regulaban el gobierno la vida de Israel como reino terrenal en Canaán. Por otra parte, la ley ceremonial establece el sacerdocio y el sistema de sacrificios relacionados con él. Tanto la ley civil como la ceremonial quedaron cumplidas en Cristo, mientras que la ley moral sigue siendo el estándar absoluto y perpetuo de Dios para el hombre.
La Ley es el único parámetro absoluto de lo justo y de lo bueno para la vida del hombre, de manera que si no tenemos esta ley, no hay forma de juzgar lo bueno y lo malo y todo queda entregado al más caótico relativismo. Por eso dice el Apóstol Juan: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley” (1 Jn. 3:4), es decir, la ley es lo que nos permite definir qué es pecado y qué es lo justo.
En consecuencia, esta Ley revela de manera perfecta la justicia de Dios y lo que él demanda del hombre, y no era sólo para el pueblo de Israel, sino que es perpetua y universal, obligando a toda la humanidad, en todo tiempo y lugar: "... primero tendría que cambiar el mismo carácter de Dios antes que la Ley... pudiera ser revocada" (Arthur Pink).
Por último, al interpretar esta ley debemos tener en cuenta que ella es espiritual, lo que significa que no busca solamente una obediencia externa, si no una que nace desde el corazón, y eso lo diferencia de toda ley humana, que sólo puede controlar las conductas y no los pensamientos íntimos: “las disposiciones de un legislador mortal solamente comprenden la honestidad exterior; sus edictos son violados solamente cuando el mal se lleva a efecto. Mas Dios, cuyos ojos todo lo ven sin que nada se les pase, y que no se fija tanto en las apariencias externas cuanto en la pureza del corazón… siendo un Legislador espiritual, no habla menos al alma que al cuerpo” (Juan Calvino).
Así, la ley ordena amar al Señor de todo corazón (Dt. 6:5), y Jesús demostró el verdadero estándar en el sermón del monte, argumentando que alguien podría mantenerse completamente pasivo en cuanto a sus acciones, y aun así pecar en su pensamiento, haciéndose digno del infierno de fuego.
Reafirmando este estándar absoluto, el Señor aclara que cualquiera que anule incluso algo que le parece un detalle en la Ley y así lo enseñe a otros, será llamado muy pequeño en el reino de los cielos. Es decir, quien menosprecia la Ley será menospreciado, tenido en poco. Quien quiera minimizar los mandamientos de Dios, él mismo será minimizado. Dice la Escritura: “El que desprecia la palabra pagará por ello, Pero el que teme el mandamiento será recompensado.” (Proverbios 13:13, NBLA).
Una forma clara de menospreciar esa Ley es decir que ella no nos obliga hoy, como sostienen los antinomianos (en griego, “nomos” es ley). Otros creen que a Dios le faltaron algunas cosas en sus mandamientos, así que agregan reglas humanas a la Ley según su criterio, sintiéndose satisfechos con su obediencia e imponiendo un pesado yugo sobre su prójimo. Estos son los legalistas.
El Apóstol Pablo dedica extensas secciones de sus cartas a tratar sobre este asunto, destacando su importancia fundamental. A los legalistas, el Apóstol los confronta diciendo: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gá. 3:10); y a los antinomianos, los corrige afirmando: “¿… por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Ro. 3:31), y en otro lugar de la Escritura se muestra la gravedad de su error, asegurando que sin santidad nadie verá al Señor (He. 12:14).
Pero hay otras formas más sutiles de menospreciar la Ley. Algunos, dicen que los mandamientos siguen vigentes, pero los reinterpretan de tal manera que rebajan el estándar del Señor, para que se ajuste a su corazón que ama el pecado. Otros dirán ‘amén’ con sus bocas, pero en sus corazones se permitirán abrazar el pecado, amando en lo íntimo lo que Dios aborrece. Esto es hipocresía. Aún otros, extienden tanto la libertad de conciencia que llegan a amparar el pecado, temiendo ser demasiado categóricos, siendo que la Palabra del Señor ha hablado claramente sobre ese asunto.
Por lo mismo, Jesús hace un énfasis especial en aquellos que enseñan a otros a menospreciar la Ley de Dios. Sin duda, los pastores y maestros están en especial peligro de caer en este vicio, ya sea por una falsa doctrina, por una mala aplicación de ella o por hipocresía en sus corazones, pero también es posible que los asistentes y miembros de las congregaciones cometan este pecado, tentando directa o indirectamente a otros a que desobedezcan.
Uno de los propósitos esenciales de congregarnos es exhortarnos unos a otros a las buenas obras (He. 10:25), de manera que nos animamos unos a otros si obedecemos la Escritura, siendo ejemplos los unos para los otros. Pero el caso contrario también es cierto: si se tolera una vida de pecado, eso resulta contagioso, un mal ejemplo que se extiende como gangrena en una congregación, y por eso el Apóstol advierte diciendo: “… un poco de levadura fermenta toda la masa” (1 Corintios 5:6, NBLA).
Ten cuidado, entonces, de no estar enseñando a otros a menospreciar la Ley de Dios, sea con tus palabras o tu conducta, pues quienes hacen tal cosa serán menospreciados en el reino de Dios. Esto no significa simplemente que quedarán atrás dentro de los discípulos, sino que Jesús está haciendo un juego de palabras, pues el mismo término para hablar del mandamiento “muy pequeño”, se aplica para el que menosprecia la Ley, quien será llamado (o considerado) “muy pequeño”. Lo que quiere decir con esto, es que aquel que vive de esta forma se perderá.
Por tanto, la obediencia a la Ley debe ser integral, y desde el corazón, con todo el ser.
Aquí es donde surge el problema, ya que ningún pecador puede guardar la ley perfectamente, y la vez, la obediencia que demanda la ley es perfecta: "cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos" (Stg. 2:10), y también: "Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas" (Gá. 3:10).
No puedes ampararte en que has obedecido sólo una parte de la ley, pues ella exige ser obedecida por completo. Y aún esa parte que supuestamente has obedecido, debes haberla guardado de manera perfecta, lo que es imposible viniendo de un corazón pecador. Por ejemplo, ¿Quién puede decir que ha amado siquiera un segundo a Dios de todo su corazón, de toda su alma y con todas sus fuerzas? El mismo Señor Jesús dijo que en este mandamiento se resumía toda la ley, llamándolo "el gran mandamiento" (Mt. 22:37-38). Si no hemos guardado perfectamente este, somos culpables de haber desobedecido toda la ley.
Por eso el apóstol Pablo dedica a los tres primeros capítulos de Romanos para probar que tanto judíos como gentiles están condenados debido a su transgresión de la ley, tanto así que no hay ninguno que pueda salvarse por sus propias obras. Al concluir su razonamiento, afirma:
“… Porque ya hemos denunciado que tanto judíos como griegos están todos bajo pecado. Como está escrito: «No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se han desviado, A una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… Porque por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él; pues por medio de la ley viene el conocimiento del pecado.” (Romanos 3:9–12,20 NBLA)
Así, ya sabemos que no podemos cumplir la ley como ella demanda, y más aún, es ella quien nos acusa de pecado por nuestra desobediencia, pero a eso debemos agregar lo que también dice la Escritura claramente: “Porque la paga del pecado es muerte…” (Ro. 6:23).
Por tanto, la ley entregada en este Monte de Sinaí se alza como un testimonio que viene de parte de Dios y que nos acusa de pecado y certifica que estamos condenados. Nos dice que no nos relacionamos con Dios ni le adoramos como debemos, que nuestra relación con el prójimo está corrompida, pues odiamos, agredimos, cometemos impurezas de toda clase, tomamos lo que no es nuestro, mentimos, nos quejamos, murmuramos de los demás y de Dios, y deseamos perversamente lo que no nos pertenece.
La ley va más allá de nuestros actos: atraviesa como una espada nuestros pensamientos del corazón, hiriéndonos de muerte. No es que la ley sea mala, todo lo contrario, la Escritura dice: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. 8 Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; El precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos. 9 El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; Los juicios de Jehová son verdad, todos justos. 10 Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; Y dulces más que miel, y que la que destila del panal” (Sal. 19:7-10).
Por tanto, el problema no está en la ley que es pura, perfecta y santa, sino en nosotros que somos pecadores. Somos traspasados por la ley por la misma razón que las tinieblas huyen de la luz. Dios es bueno y su Ley es perfecta, y eso que es tan digno de alabanza es al mismo tiempo nuestro gran problema, ya que nosotros somos pecadores. Dios no es neutral ni es indiferente: su bondad perfecta exige la justa condena del pecado.
Ante todo esto, la pregunta es evidente: ¿Entonces para qué entregar esta ley? ¿Qué sentido tiene dar a conocer únicamente una condena tan absoluta y eterna, y por lo mismo tan espantosa y terrible?
Y así es como llega el glorioso momento en que la Escritura dice: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, 5 para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gá. 4:4-5). Jesús de Nazaret nació de una virgen israelita, descendiente de quienes estuvieron al pie del Monte Sinaí y recibieron la ley. Fue circuncidado al octavo día, y la Escritura dice de esto: "testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley" (Gá. 5:3).
Es decir, Jesús nació bajo la ley para redimir a quiénes se encontraban condenados estando también bajo la ley. De esta forma, Jesús fue el perfecto israelita, quién obedeció perfectamente todos y cada uno de los mandatos de Dios, y así es como debemos entender el v. 17 (leer). Por eso se dice también de Él: “ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado.” (Hebreos 4:15, NBLA). Con esto, Jesús reflejó de manera plena la justicia, santidad y bondad de Dios al cumplir toda la ley.
Por ello, Jesús aclara a sus discípulos que Él no viene a contradecir ni a invalidar la Ley. En la iglesia antigua hubo un hereje llamado Marción, que veía en el Antiguo Testamento un dios distinto al del Nuevo Testamento. Pese a que fue refutado exitosamente por los padres de la Iglesia, muchas personas y gente que se hace llamar cristiana hoy caen en el mismo error, o uno similar. Tal parece que es una falsa doctrina en que encuentra fácil acogida en nuestros corazones engañosos. Por lo mismo, Jesús deja muy claro que su misión no es abolir la Ley, sino llevarla a su cumplimiento y consumación.
Así, nuestro Señor no sólo obedeció perfectamente cada uno de los mandamientos de la Ley moral de Dios, sino que también soportó nuestra culpa y cargó con el castigo de nuestra desobediencia: "Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Is. 53:5). En la cruz del Calvario, recibió la ira de Dios que debía ser derramada sobre su pueblo. Por eso el Ángel ordenó a José: "llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1:21).
Así, el apóstol Pablo afirma: “De manera que la ley ha venido a ser nuestro guía para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por la fe.” (Gálatas 3:24, NBLA). Es decir, la Ley nos muestra nuestra necesidad del Salvador.
Jesús no sólo cumple plenamente la Ley moral, sino también la ceremonial, siendo el cumplimiento de todo lo anticipado en los ritos y sacrificios del Antiguo Testamento. Él es el Gran Sumo Sacerdote (He. 4:14), el definitivo y perfecto, y al mismo tiempo es el sacrificio perfecto por nuestros pecados (He. 10:14). Él es el verdadero templo (Jn. 2:19) y el camino nuevo y vivo (He. 10:20) por quien nos acercamos a Dios. En Él se cumplen todas las sombras y tipos, de manera que se puede decir: “Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad fueron hechas realidad por medio de Jesucristo.” (Juan 1:17, NBLA)
Él es también el Gran Profeta que fue prometido a través de Moisés (Dt. 18:18), quien profetizaba por medio de los profetas del Antiguo Testamento (1 P. 1:11), y luego vino para cumplir todo lo que ellos anunciaron, y vendrá por segunda vez para terminar de consumar todas las promesas, por eso puede decir personalmente: “»Porque en verdad les digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla” (Mateo 5:18, NBLA).
Él es el Rey prometido en la Ley civil (Dt. 17) y en el pacto con David (2 S. 7), pero mientras los reyes israelitas debían hacer una copia de la Ley a mano para leerla todos los días, Jesús es la Ley misma hecha hombre, y por ello es el Rey prometido que reinará para siempre sobre Su pueblo, trayendo justicia y paz eternas.
Por eso es que no sólo algunos pasajes del A.T. se tratan sobre Jesús, sino que toda la Escritura es acerca de Él, desde Gn. 1:1: “Comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les explicó lo referente a Él en todas las Escrituras.” (Lucas 24:27, NBLA).
En consecuencia, las demandas de de obediencia de la ley han sido satisfechas en Jesucristo y sólo en Él. Pero también ha sido satisfecha la condena y maldición que imponía sobre nosotros los pecadores que formamos parte de Su Iglesia. Eso es lo que significa su exclamación en la cruz: “¡Consumado es!” (Juan 19:30, NBLA). Él pudo decir: está cumplido, está hecho, está cancelado y pagado, todo fue realizado, hasta la última iota y tilde de la Ley; y ahora Él ha ascendido a la diestra del Padre para reinar hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies (1 Co. 15:25).
En ese momento será cuando “todo se cumpla”. Por eso decimos que vivimos en el “ya”, pero “todavía no”. Todo se ha cumplido en Cristo, pero aún queda por consumarse todas las cosas. Pero ya que Cristo cumplió su obra redentora en su muerte y resurrección, es que podemos tener por cierto que consumará todas las cosas con Su segunda venida.
Así es como podemos exponernos al v. 20. ¿Cómo podríamos superar en justicia a los que diezmaban hasta la menta y el comino, ayunaban dos veces por semana y hacían largas oraciones? ¿Cómo ser más justos que los escribas y fariseos, quienes parecían intachables en su celo de obedecer y su rigor consigo mismos?
Para entender este versículo no debemos ver con ojos carnales, sino espirituales. Humanamente los fariseos parecían muy justos y rigurosos, pero Jesús los reprendió duramente: “»¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas que son semejantes a sepulcros blanqueados! Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27, NBLA).
Es decir, ellos eran aparentemente justos, pero no verdaderamente. Por eso, lo que está diciendo Jesús es: si su justicia sólo se queda en apariencias humanas, como es la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos.
Luego de haber acusado a judíos y gentiles de estar bajo pecado en Romanos 1-3, el Apóstol Pablo comunica una gloriosa verdad:
“Pero ahora, aparte de la ley, la justicia de Dios ha sido manifestada, confirmada por la ley y los profetas. Esta justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo es para todos los que creen. Porque no hay distinción, por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios. Todos son justificados gratuitamente por Su gracia por medio de la redención que es en Cristo Jesús,” (Romanos 3:21–24, NBLA)
Por tanto, la justicia de Dios se ha revelado en Cristo ante nosotros los pecadores, para que aquellos que creen en Él sean contados como justos por su fe, y no por haber cumplido personalmente los mandamientos de la ley, ya que ninguno puede hacerlo. Sino que son justos delante de Dios aquellos que creen en Jesús como el Salvador que obedeció toda la ley en nuestro lugar y que pagó el precio de nuestra desobediencia.
De esta forma, para quienes están en Cristo, la ley de los 10 mandamientos no está vigente como un requisito para salvación, ya que nunca podríamos cumplir con ella, sino que es la regla para que ese que ya es su pueblo, viva como agrada Dios. Fuera de Cristo, la ley es un gendarme implacable que te indica la celda eterna que te espera, pero en Cristo, la ley es una maestra amable y sonriente que te muestra el camino de la sabiduría y la santidad. Fuera de Cristo, la ley es la justa sentencia que te condena a una eternidad recibiendo la ira de Dios, pero en Cristo la ley es el dulce testimonio de Dios para los suyos, que te dice cómo amar a Dios y a nuestro prójimo, viviendo según el carácter y la mente de Cristo.
Fuera de Cristo, debes ganarte la bendición de ser pueblo de Dios por medio de tu obediencia, cuestión que sólo te recordará tu impotencia y condenación, mientras que en Cristo ya eres pueblo de Dios por medio de la fe en Él, y tu salvación está segura porque fue Él quien obedeció en tu lugar y pagó la condena por tu maldad.
Fuera de Cristo estás en el primer Adán, el viejo hombre, muerto en delitos y pecados, condenado por su desobediencia. Pero en Cristo, estás en el nuevo Adán, el nuevo Hombre perfecto en justicia, quien pasó la prueba y aunque fue tentado en todo, nunca cometió pecado.
Si intentas apoyarte en la ley como un bastón para caminar a la salvación, ella será para ti una vara rota que atravesará tu mano. Si quieres usarla como un peldaño para subir al cielo, será para ti una trampa que atrapa tu pie y quiebra tu pierna con sus mandamientos, que son como dientes de acero. La ley es una señal que te dice “ud. está aquí”, y ese lugar es la condenación, pero al mismo tiempo te dice “la salvación está allá”, y apunta a Jesucristo. El que quiera encontrar la salvación trepando por el monte Sinaí, ni siquiera alcanzará a tocar el monte, cuando ya será muerto a pedradas y flechazos.
Cristo no te salvará si estás intentando salvarte a ti mismo por tus buenas obras. Sólo puedes ser sanado por el Médico de médicos, si reconoces el diagnóstico que la ley hace de tu alma: muerto en delitos y pecados, condenado. El único corazón que sirve para ser salvado por Jesús es el que ha sido roto y molido por la ley, el que reconoce humillado su condenación y su necesidad de ser salvo sólo en Jesús. Por eso dice: “al altivo mira de lejos” (Sal. 138:6), pero afirma: “Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17).
Por tanto, si estás en Cristo, unido a Él por la fe, tu justicia es mayor que la de los escribas y fariseos, pues es la justicia de Cristo, no la tuya. Nadie entrará al reino de los cielos con su propia justicia, sino que debes tener la de Cristo y sólo la de Cristo para poder entrar. Y esa sólo se tiene por medio de la fe en Él, renunciando a todos tus méritos y teniéndolos por basura, para así ganar a Cristo y aferrarte a Él. Nadie cabe por la puerta estrecha cargando el bulto de su autojusticia. Debes dejar ese bulto afuera y pasar desnudo, y serás vestido con la justicia perfecta de Cristo.
Pero si ya has sido salvado en Cristo por creer en Él, no te atrevas a pisotear su misericordia, viviendo en el pecado y disfrutando lo que Él aborrece, pues fueron esos pecados los que hicieron necesario que Él fuera a la cruz en tu lugar. No te atrevas a amar ni a disfrutar aquello que causó el tormento de tu Salvador. La ley te envía a Cristo para salvación, pero Cristo te envía de vuelta a la ley para que por ella seas santo. Entrégate a vivir en obediencia imitando a tu perfecto Salvador, sabiendo que la Escritura ha prometido que su Santo Espíritu habita en nosotros y ha escrito esta ley en nuestros corazones. Él es digno de que ahora vivamos como sacrificios vivos, ofrecidos para su gloria.
Aunque no eres salvo por las obras, nota que debes ser llamado justo. La unión con Cristo no es sólo una declaración legal, sino que también es experiencial. Cristo vive en nosotros por medio de Su Espíritu, y esa justicia de Cristo está siendo impresa en nuestros corazones por la obra de ese Espíritu. Si eres cristiano, entonces también eres justo, no sólo en teoría, sino en los hechos. La Ley que antes despreciabas, ahora la amas y quieres vivir según ella, sabiendo que sólo en la voluntad de Dios está el bien. Quienes tienen este corazón, son llamados grandes en el reino de los cielos, no por sí mismos, sino por la obra de Dios en ellos. Son exaltados junto con Cristo, el Justo bienaventurado.
Por tanto, contempla al Dios santo y puro que ha querido salvarte siendo tú pecador. Maravíllate porque no te dejo en las tinieblas de tu rebelión y tú pecado, que era lo que merecías, sino que quiso enviar a Cristo para que entregara su vida para darte vida en abundancia. No intentes salvarte a ti mismo. Esa actitud es un insulto terrible contra Cristo. La única actitud que lo honra y lo alaba como es debido, es que te rindas en arrepentimiento y pongas toda tu fe en Él para salvación.
“Pues [los israelitas] desconociendo la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree. Pues Moisés escribe que el hombre que practica la justicia que es de la ley, vivirá por ella. Pero la justicia que es de la fe, dice así: … que si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo.” (Romanos 10:3-6,9, NBLA)