Jesús, Salvador de los arrepentidos

Domingo 27 de marzo de 2022

Texto base: Lc. 19:1-10.

John Newton fue un marino inglés que vivió el s. XVIII. Gran parte de su vida fue un traficante de esclavos, llegando a ser capitán de varios barcos esclavistas, que capturaban a personas en África para luego venderlas en Europa. El trato que se daba a los cautivos en los barcos era abiertamente inhumano: eran cargados como animales y muchos de ellos enfermaban y morían en el viaje, debido a las horribles condiciones sanitarias y de hacinamiento.

Sin duda, el traficante de esclavos debía ser implacable y despiadado, tratando como ganado a hombres y mujeres creados a imagen de Dios. Sin embargo, John Newton experimentó un vuelco tremendo en su vida, arrepintiéndose de sus acciones y luchando luego por la abolición de la esclavitud. Esto se debió a que conoció a Jesucristo y dedicó su vida a Él, llegando a componer más tarde el himno “Sublime Gracia”, universalmente conocido.

¿Merecía ser salvo un hombre tan corrupto? ¿Nos sorprende que Cristo haya querido rescatar a un hombre que hizo tanto mal? Hoy nos detendremos en un caso en que también hubo un hombre abiertamente inmoral y corrupto que fue alcanzado por Cristo: a través de la historia de Zaqueo, hablaremos sobre la búsqueda de Jesús que lleva al encuentro con Él, que resulta en una vida completamente transformada.

I.La búsqueda de Jesús

Esta hermosa historia de salvación se relata sólo en el Evangelio de Lucas. Se desarrolla en Jericó, una ciudad antiquísima, que fue conquistada por las tropas de Israel lideradas por Josué, más de 1300 años a.C. En tiempos de Jesús, se ubicaba en la provincia de Judea. Durante su ministerio terrenal, el Señor había entrado en esta ciudad y la recorría, como parte de su último viaje hacia Jerusalén, donde moriría en el Calvario poco tiempo más tarde.

Esta ubicación donde transcurre la historia no da lo mismo, ya que “Por causa del considerable comercio que pasaba por Jericó, debido a su situación estratégica sobre una importante ruta y el hecho de que era un centro de tráfico mundial, debe haber funcionado allí una de las principales aduanas en esa parte del Imperio Romano”.[1]

Allí trabajaba Zaqueo, quien era jefe de los publicanos o recaudadores de impuestos. Para los judíos significaba ser jefe de los traidores, ya que los publicanos, a pesar de ser judíos, trabajaban para el Imperio romano, cobrando a sus propios compatriotas los impuestos abusivos que los romanos habían fijado. Es decir, trabajaban para los incircuncisos y paganos, oprimiendo junto con ellos a los judíos, el pueblo del pacto que había recibido la Ley y las promesas de Dios.

Esto considerando que en la antigüedad, una de las principales razones que tenían las naciones para conquistar a otras, era someterlas a tributos. Por ello, esos impuestos que Zaqueo cobraba a los judíos en nombre de Roma, eran la expresión de la dominación de este imperio sobre los judíos.

En consecuencia, aunque su nombre significa ‘puro’, Zaqueo era alguien muy mal mirado y de pésima reputación entre los judíos, considerando además que era jefe de los publicanos (‘archipublicano’, gr. ἀρχιτελώνης), y que se había hecho rico con este trabajo vergonzoso, pues usaba su posición para el engaño, la corrupción, la estafa y probablemente la violencia, a fin de quitar a los judíos más de lo que ya les sustraían los romanos. Esto pues “[los publicanos] cobraban enormes sumas, todo lo posible según las circunstancias. De este modo los “publicanos” tenían la reputación de extorsionistas”.[2]

Más allá de esta mala reputación, Zaqueo era un hombre poderoso: “Había sido puesto a la cabeza de todo el distrito tributario de Jericó y sus alrededores, una de las tres oficinas de impuestos principales de Palestina, estando las otras dos ubicadas en Cesarea y en Capernaum”.[3]

Pero este hombre tenía otra característica: Zaqueo procuraba ver a Jesús y no podía hacerlo, porque era pequeño (gr. μικρός, mikrós) de estatura. La multitud habría abierto el paso para alguien respetado, pero Zaqueo era despreciado, a pesar de ser prominente y rico. Zaqueo probablemente escuchó que Jesús recibía y perdonaba a los recaudadores de impuestos. Este anhelo de ver a Jesús debió ir más allá de una simple curiosidad, pues lo impulsó a trabajar para superar los obstáculos iniciales, llegando a trepar un árbol sicómoro, que era ideal como mirador, ya que podía llegar a medir 20 m de altura y 6 de ancho, con una copa bastante frondosa. Esto parece demostrar que “que no le importa parecer ridículo”.[4]

Toda conversión comienza con esta búsqueda de Jesús, donde no ya no somos indiferentes ante Él, sino que cautiva nuestra atención, pero no sólo la de nuestros ojos y oídos, sino la de nuestros corazones. Dejamos de verlo como uno más de los muchos maestros espirituales, sino que es el único que nos habla Palabras de vida eterna.

Nadie puede ser discípulo de Cristo si no siente esta atracción profunda y sobrenatural hacia la persona del Salvador. Ese anhelo que nos hace buscar Su Palabra, que, como Zaqueo, nos lleva a correr y encumbrarnos donde sea necesario para poder conocer a Jesús y tener más de Él. Muchos sienten algún grado de curiosidad por Cristo, pero ante los obstáculos que enfrentan en el camino prefieren dejar la búsqueda. Pero los verdaderos discípulos tienen un hambre espiritual que lleva a superar las barreras que nos impiden llegar a Jesús, así como Zaqueo debió sobreponerse a la multitud que le impedía encontrarse con su Maestro.

Todos nos enfrentamos más de una vez en nuestra vida a ese momento decisivo, donde tenemos que evaluar cuál es la meta y prioridad en nuestra vida, qué es lo que tiene más valor para nosotros: ¿Vale la pena seguir a Jesús aunque me costará tanto? ¿Realmente quiero llegar tan lejos siguiendo a Cristo? ¿De verdad estoy dispuesto a abandonar estas cosas que amo en el mundo para poder ser fiel al Señor? ¿Realmente quiero sobreponerme a los obstáculos para seguir a Cristo?

El verdadero discípulo, así como Zaqueo, responderá que sí a todas estas preguntas, pues dirá como el Apóstol: “Pero todo lo que para mí era ganancia, lo he estimado como pérdida por amor de Cristo.Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo… una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:7-8,13-14 NBLA).

¿Qué cosas se interponen entre tú y Jesús? Zaqueo debió buscar soluciones ante los obstáculos que enfrentó. ¿Estás buscando maneras de sobreponerte a los obstáculos en tu vida para poder encontrarte con Cristo? Muchas veces nos excusamos en que los afanes, los estudios, los imprevistos, los quehaceres en el hogar, las demandas del trabajo o las tareas de la crianza nos impiden buscar al Señor. Pero si nos enfrentamos a esta multitud de barreras, lo que debemos hacer no es dejar de buscar al Señor, sino, al igual que Zaqueo, correr lo que sea necesario, trepar a nuestro sicómoro y así poder encontrarnos con nuestro Señor y escuchar Su Palabra.

II.El encuentro con Jesús

A pesar de que Zaqueo fue quien hizo todo este esfuerzo para encontrar a Jesús, fue el Señor quien lo encontró y lo llamó (v. 5).

Aquí también podemos identificarnos con la historia de Zaqueo. Aunque identificamos un momento en nuestra vida en que nuestros ojos fueron abiertos por el Señor y nuestro corazón se rindió ante Cristo como Salvador, luego pudimos entender que siempre fue el Señor quien nos buscó, quien ordenó todas las circunstancias en nuestra vida para que, en el momento preciso, le encontráramos y le conociéramos.

Cada uno de estos encuentros que tuvo Jesús con personas particulares, como lo fue también con Nicodemo, el gadareno o la mujer samaritana, estaban predestinados por el Señor desde la eternidad. Ningún segundo del ministerio terrenal de Cristo fue dejado al azar. Aunque Zaqueo estaba tapado por la multitud, no quedó oculto de los ojos de Jesús.

Así también nosotros, aunque vivimos entre muchas personas en nuestro país y el mundo, no quedamos ocultos a los ojos de Dios, sino que Él ha querido llamarnos por nombre y traernos al conocimiento de Cristo. Dice la Escritura: “37 Todo lo que el Padre me da, vendrá a Mí; y al que viene a Mí, de ningún modo lo echaré fuera… Nadie puede venir a Mí si no lo trae el Padre que me envió, y Yo lo resucitaré en el día final… nadie puede venir a Mí si no se lo ha concedido el Padre” (Jn. 6:37,44,65 NBLA).

Por tanto, para ser salvos debemos buscar a Cristo y venir a sus pies, pero a la vez, tenemos la certeza de que fue el Padre quien nos trajo a Cristo, por la obra de Su Espíritu Santo, ya que ninguno podía venir desde su corazón muerto: primero es necesario nacer de nuevo, del Espíritu, para poder ver el reino de Dios en Cristo y poner nuestra fe en Él (Jn. 3:3).

En esto, tenemos la promesa de que si alguien viene a los pies de Cristo, no será rechazado, sino que será recibido para salvación. Incluso Zaqueo, despreciado por sus compatriotas y con una vida deshonesta y reprochable, buscó sinceramente a Cristo y encontró en Él la salvación. Jesús no le dijo que se limpiara en otro lugar, para que luego pudiera venir a Él. Por el contrario, fue Jesús quien al ver a Zaqueo le invitó a darse prisa y descender del árbol, para que pudieran encontrarse personalmente y tener comunión.

La reacción de los judíos fue concluir que Zaqueo era un hombre indigno de la salvación, y Jesús también les parecía indigno al tener compañerismo con alguien que llevaba una vida de pecado. La multitud que antes era el obstáculo para que Zaqueo llegara a Jesús, ahora le recriminaba por haberlo encontrado.

Lo que estaban pasando por alto es que nadie es digno de ser salvado. Ninguno merece recibir la vida, ni es lo suficientemente bueno y puro como para tener comunión con Jesús. Si has sido salvo y has llegado al conocimiento de la verdad, no fue porque eras más inteligente o mejor persona que otros, y por eso Dios no podía evitar salvarte; sino que eres un pecador que fue rescatado de la condenación eterna solamente por gracia, porque Dios quiso amarte y tener misericordia de ti. Por eso dice:

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10 NBLA).

A veces pensamos que hay personas que nunca podrían ser salvas. Nos parece imposible que alguna vez lleguen a creer, así que simplemente no les hablamos del Señor. Quizás habríamos pensado lo mismo de Zaqueo, de la mujer samaritana, del endemoniado gadareno o incluso del apóstol Pablo. Tanto aquel inconverso que lleva una vida de familia ordenada como aquel que podríamos encontrar tirado en una fiesta borracho, ambos necesitan igualmente ser salvos por el mismo poder del Espíritu Santo y mediante la misma fe en Cristo. Todos nosotros éramos “casos perdidos” hasta que la gracia de Dios nos alcanzó. Todos necesitamos de la misma misericordia de Dios en Cristo para ser salvos.

Notemos que, ante la orden de Jesús, Zaqueo se apresuró a bajar del árbol y le recibió en su casa gozoso. Aquel discípulo que ha encontrado personalmente a Jesús, sabe que debe hacer todo lo que Jesús dice, y que ahí estará su mayor bien. Podrá decir junto con María, madre de Jesús: “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn. 2:5 NBLA). Zaqueo no respondió a regañadientes, como un esclavo que arrastra sus cadenas, sino que lleno de gozo, sabiendo que seguir a Cristo y tener comunión con Él es el mayor privilegio que se puede disfrutar: “Me darás a conocer la senda de la vida; En Tu presencia hay plenitud de gozo; En Tu diestra hay deleites para siempre” (Sal. 16:11 NBLA).

En la cultura judía contemporánea a Jesús, recibir a alguien en la casa era una declaración pública de amistad y compañerismo estrecho con esa persona. Las personas que comían juntas de esta forma se identificaban la una con la otra. Por lo mismo, la Biblia usa la imagen del compartir la comida para reflejar la comunión. El Señor quiso que un sacramento del Nuevo Pacto fuera la santa cena, una comida juntos. Y se describe la comunión en la gloria eterna como las bodas del Cordero.

Así, al igual que Zaqueo, debemos recibir a Jesús en nuestra casa espiritual, abriendo nuestra puerta de par en par para que entre y cene con nosotros. Él mismo dice: “si alguien oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3:20 NBLA). No debemos dejar ninguna habitación cerrada en nuestra alma. No hay sótanos ni cuartos secretos en los que el Señor deba quedar fuera. Si excluimos a Cristo de ciertas áreas de nuestra vida, realmente no le estamos reconociendo como nuestro Señor y estamos reclamando nuestra soberanía sobre esos asuntos, lo que siempre termina en ruina.

Tu alma debe estar en un banquete continuo con el Señor, donde Él vive en ti e impacta tu ser cada día, llenándote de su presencia santa, de felicidad verdadera y de Su Palabra que da vida. Por eso dice la Escritura: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20 NBLA).

III.El fruto de conocer a Jesús

Ciertamente, el encuentro con Jesús transformó a Zaqueo. Ignoramos qué fue lo que conversaron precisamente, pero luego de esta comunión íntima con Jesús, Zaqueo era un hombre nuevo. No importó la murmuración de los judíos, lo único relevante es que Jesús había querido ir a su casa, incluso sabiendo quién era él, y le había hablado las palabras que son espíritu y son vida (Jn. 6:63).

Así también debe ocurrir con nosotros. Una vez que conocemos a Jesús y Su Espíritu viene a vivir en nosotros, sabemos que no hay vuelta atrás. Todo ha cambiado, en nuestro interior todo ha sido renovado y la vida ha tomado un rumbo nuevo.

Cuando venimos a Cristo en arrepentimiento y fe, somos sellados con el Espíritu Santo de Dios, pues dice: “En Él también ustedes, después de escuchar el mensaje de la verdad, el evangelio de su salvación, y habiendo creído, fueron sellados en Él con el Espíritu Santo de la promesa” (Ef. 1:13 NBLA). En nuestros corazones, donde antes reinaba la oscuridad de muerte, ahora hubo un gran hágase la luz: nuestro nuevo nacimiento es una nueva creación que ocurre en nuestro interior, que refleja lo que ocurrió en el principio, cuando todo fue hecho. Así lo describe la Escritura:

Pues Dios, que dijo: «De las tinieblas resplandecerá la luz», es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2 Co. 4:6 NBLA).

Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17 NVI).

Esta obra sobrenatural fue la que ocurrió en Zaqueo, renovando todo su ser. Y es también la que ha ocurrido en ti, si has venido a los pies de Cristo en arrepentimiento y fe. Como Iglesia somos una embajada de la nueva creación en medio de esta vieja creación que aún está bajo el pecado. Somos un nuevo hombre, una nueva humanidad creada en Cristo Jesús, y portamos su imagen y su luz en nosotros, lo que se hace visible especialmente cuando estamos todos reunidos a adorar el Nombre de nuestro Salvador.

Esto no es simple poesía, sino que es realidad. Mientras más nos dediquemos a creer y vivir en esa realidad por la fe, más experimentaremos de esa nueva creación en nosotros, y menos desearemos los caminos torcidos de la vieja humanidad que todavía está en Adán.

Por lo mismo, notemos que ese cambio radical en la vida de Zaqueo no se quedó en buenas intenciones y palabras de buena crianza. Una vez que este hombre se arrepintió, inmediatamente dio frutos de arrepentimiento. Esto porque el arrepentimiento verdadero siempre implica la confesión de nuestro pecado, no con palabras generales y vagas, sino admitiendo específicamente en qué desobedecimos. En segundo lugar, lleva a la restitución, es decir, hacer todo lo que esté a nuestro alcance para enmendar el mal cometido.

Así, quien dice estar arrepentido de robar pero conserva aquello que robó, en realidad no se ha arrepentido genuinamente. Si una persona dice estar arrepentida de difamar a otra, debe hacer todo lo que esté a su alcance para vindicar la honra de esa persona que resultó perjudicada. Si alguien dice que está arrepentido de haber caído en adulterio, desde luego que debe pedir perdón a su cónyuge y nunca más volver a ver a la persona con la que fue infiel.

Es decir, aunque hay pecados en los que el daño no se puede reparar o deshacer, siempre debe existir la disposición de enmendar el mal que se ha hecho, en la mayor medida posible. Sin esta restitución, no se puede hablar de verdadero arrepentimiento, sino a lo más de un remordimiento que no salva.

Notemos también que el arrepentimiento, la confesión y la restitución no son un asunto secreto, sino que nuestra nueva vida debe ser manifiesta a todos. Por eso dice que “Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor” (v. 8). Esto no significa que seamos indiscretos contando con detalle nuestras faltas pasadas, pero sí que la transformación de nuestra vida y nuestro abandono de los pecados pasados es algo abierto. Por lo mismo, una práctica común en la iglesia primitiva era que, en el bautismo, aquellos que iban a pasar por las aguas confesaban públicamente sus pecados pasados y se arrepentían de ellos ante todos los que presenciaban el momento.

En consecuencia, “… un creyente debe vivir de tal manera que todos puedan saber que es creyente. La fe que no purifica el corazón y la vida no es fe en absoluto. La gracia que no puede ser vista como la luz y saboreada como la sal no es gracia, sino hipocresía. El hombre que profesa conocer a Cristo y confiar en Él a la vez que se aferra al pecado y al mundo, desciende al Infierno con una mentira en su diestra”.[5]

En ese sentido, Zaqueo confesó su pecado de haber defraudado a sus compatriotas, aprovechándose de su posición de cobrador de impuestos para quitarles incluso más de lo que ya debían pagar a sus opresores. Por ello, promete devolver cuadruplicada la cantidad que había defraudado. La Ley de Moisés exigía en estos casos devolver lo defraudado más un quinto (Lv. 6:1–5; Nm. 5:7), es decir, en total un 120%. En otros casos había que devolver el doble (Éx. 22:3,7,9); es decir, un 200%. Pero Zaqueo va mucho más allá, y devolvería el 400%, demostrando así su gran disposición a restituir el mal causado.

No sólo eso: el viejo Zaqueo había vivido en codicia y ambición, amando las riquezas de este mundo, pero el nuevo Zaqueo ya no vivía así, sino que rindió sus pies a Cristo, reconociendo que Él es el mayor tesoro y que es suficiente para que nuestra alma esté llena de felicidad y contentamiento. Fruto de esto, realizó un acto de caridad, que fue dar la mitad de sus bienes a los pobres, desprendiéndose así de esos bienes de los que antes era esclavo, sabiendo que podía vivir con mucho menos de lo que tenía.

Zaqueo sabía que la restitución de lo defraudado y la donación de caridad iban a disminuir sus riquezas terrenales, pero con eso estaba haciendo un tesoro en el cielo, como dijo también el Señor: “No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre destruyen, y donde ladrones penetran y roban; 20 sino acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen, y donde ladrones no penetran ni roban; 21 porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt. 6:19-21 NBLA).

En este cambio de la relación entre Zaqueo y sus bienes, Jesús reconoció que había también un cambio espiritual mucho más profundo, porque nuestra relación con las posesiones materiales es un indicador directo que dice a qué ‘dios’ servimos y cuál es nuestra condición espiritual: “Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o apreciará a uno y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:24 NBLA). Por lo mismo, la Escritura dice que el amor al dinero es idolatría (Col. 3:5).

Así, al ver este arrepentimiento genuino de Zaqueo, manifestado en estos frutos de arrepentimiento, Jesús le dijo: “...Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham” (v. 9). Acá no se refiere a la descendencia sanguínea o étnica, porque eso no agrega ningún dato nuevo a lo que ya se sabía, pues Zaqueo era judío, sino que hace referencia a que él era un hijo de Abraham por la fe, como dice la Escritura: “los que son de fe, estos son hijos de Abraham” (Gá. 3:7 NBLA).

En consecuencia, él siguió las pisadas de la fe de Abraham, y con eso Jesús estaba diciendo que Zaqueo fue perdonado por su pecado y salvado, un verdadero israelita, heredero de la bendición de Abraham que tenemos a través de la fe en Cristo. Así, Jesús estaba refutando a la multitud que consideraba que Zaqueo estaba excluido de la bendición del pacto con Abraham. Por la fe en Cristo, Zaqueo era heredero de todas las bendiciones prometidas al patriarca. Los judíos que murmuraban contra Zaqueo y que no creyeron en Jesús, aun cuando pudieron vivir una vida más moral que la de Zaqueo, quedaron fuera del reino de Dios, mientras que Zaqueo entró al reino por medio del arrepentimiento y la fe en Jesús.

Por más que en otro tiempo hayas vivido una vida lejos del Señor, si te has arrepentido de tus pecados confiando solamente en Cristo para salvación, puedes saber que el Señor ha venido a tener comunión personal contigo, y en el Cielo se ha dicho “hoy la salvación ha llegado a esta casa”.

Como conclusión, el Señor termina con una declaración maravillosa: “...el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (v. 10). Para esto dejó esa gloria visible que tenía con el Padre en la eternidad y puso sus pies en el polvo para andar entre los pecadores: para salvar a los Nicodemos, pero también a los Zaqueos. Para rescatar a los José de Arimatea, como a los gadarenos. Para liberar tanto a los Pedros como las María Magdalena. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, judíos y gentiles, pobres y ricos, todos quienes van a los pies de Cristo en arrepentimiento y fe serán salvos, y aunque ellos buscaron a Jesús, podrán confesar que en primer lugar fue Él quien vino por ellos.

Y notemos que no vino por los nobles y virtuosos, ni por aquellos que ya eran buenos y justos, sino “a buscar y a salvar lo que se había perdido”. El verbo griego que se traduce como ‘perdido’ (ἀπόλλυμι) significa destruir, arruinar, perecer, morir. Ese fue el efecto del pecado en nosotros: nos arruinó, nos destruyó, nos mató espiritualmente. Si has reconocido que esa es tu condición y que sólo Cristo te puede salvar, ¡Entonces puedes confiar en que has sido salvo! Porque Jesús justamente vino al mundo para salvarte. ¡Él mismo lo ha dicho!

Porque mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. Porque difícilmente habrá alguien que muera por un justo, aunque tal vez alguno se atreva a morir por el bueno. Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:6-8 NBLA).

Nota que la salvación en este pasaje está relacionada con dos ‘hoy’: “hoy es necesario que pose yo en tu casa… Hoy ha venido la salvación a esta casa”, y ambos ‘hoy’ están conectados con Jesús: el mismo día que Jesús se encontró personalmente con Zaqueo, la salvación llegó a su casa.

Así también, si aun no has venido a Cristo, el Señor te llama a venir hoy a sus pies reconociendo la miseria de tu condición y tu necesidad de salvación, confesando tus pecados y que sólo Jesús es el Señor y Salvador. Él es el Salvador de los arrepentidos, de aquellos que saben que estaban perdidos pero que pueden ser perdonados únicamente por medio de la cruz.

Si ya has sido perdonado, al igual que Zaqueo ahora vive para tu Salvador. No te contentes con haberle recibido solo una vez en tu casa, sino que tu vida sea una comunión constante con ese bendito Salvador que dio su vida por ti: “Pues el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que Uno murió por todos, y por consiguiente, todos murieron. 15 Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15 NBLA).

  1. Charles L. Childers, «El Evangelio Según San Lucas», en Comentario Bíblico Beacon: Mateo hasta Lucas (Tomo 6) (Lenexa, KS: Casa Nazarena de Publicaciones, 2010), 586.

  2. William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio Según San Lucas (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2002), 212.

  3. Hendriksen, Lucas, 794.

  4. David E. Garland, Lucas, ed. Clinton E. Arnold y Jonathan Haley, trad. Beatriz Fernández Fernández, 1a edición, Comentario exegético-práctico del Nuevo Testamento (Barcelona, España: Andamio, 2019), 767.

  5. J. C. Ryle, Meditaciones sobre los Evangelios: Lucas, trad. Elena Flores Sanz, vol. 2 (Moral de Calatrava, España: Editorial Peregrino, 2002–2004), 329.