Domingo 26 de marzo de 2023
Texto base: Mt. 5:43-48.
En la década de 1950, el matrimonio de Jim y Elisabeth Elliot se encontraban evangelizando a tribus aborígenes en Ecuador. Cuando Jim Elliot y otros misioneros hicieron contacto con la tribu de los aucas, fueron asesinados a lanzazos por los indígenas. Luego de la muerte de Jim, Elisabeth y su hija Valerie se fueron a vivir en medio de la misma tribu que había matado a su esposo y a los otros misioneros, dedicándose por entero a evangelizarlos y así ganarlos para Cristo. Este es sólo uno de los muchos ejemplos de cristianos a lo largo de la historia, que han mostrado amor a quienes les hicieron mal. ¿Cómo puede explicarse esto?
Hoy presentaremos el sexto y último ejemplo que da Cristo, sobre cómo la justicia de sus discípulos debe ser superior que la de los escribas y fariseos. Lo que Jesús enseña aquí debe entenderse en la misma línea de lo ya expuesto sobre la respuesta que debemos dar a quienes nos hacen el mal.
A medida que analizamos la enseñanza de Jesús, hablaremos de: i) el error de los maestros de la Ley, ii) el verdadero estándar del amor, y iii) un camino más excelente.
Jesús inicia presentando la manera en que se entendía el mandato de Dios entre quienes lo escuchaban. Sin embargo, en ninguna parte de la Biblia aparece el mandato “odiarás a tu enemigo”. Esta era una interpretación que habían desarrollado los rabinos. Ahora, para ser precisos, hay varios pasajes de la Escritura que, si se interpretan de forma apresurada o tendenciosa, pueden dar lugar a un pensamiento como este. Por ejemplo, el mandato de Dios al pueblo de Israel en cuanto a exterminar a los pueblos cananeos. Vemos también los salmos imprecatorios, en los que se dirigen oraciones a Dios pidiendo la destrucción de los enemigos. Por ej.: “Derrama sobre ellos Tu indignación, Y que el ardor de Tu ira los alcance” (Sal. 69:24).
Tomando en cuenta pasajes como estos, muchos interpretan que el Dios del Antiguo Testamento es distinto que el del Nuevo, pensando que el del Antiguo es despiadado y el del Nuevo es amoroso. Otros no dirían que el Dios es distinto, pero sí que la religión era otra. Más allá de los matices, lo que quieren decir es que hay algo incompatible entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Lo cierto es que en el Nuevo Testamento también encontramos oraciones imprecatorias. Por ejemplo, cuando Simón el mago intentó comprar el poder para hacer milagros, el Apóstol Pedro le dijo: “Que tu plata perezca contigo, porque pensaste que podías obtener el don de Dios con dinero” (Hch. 8:20). Algo parecido vemos en el caso de Ananías y Safira, y luego con la maldición que lanzó el Apóstol Pablo sobre Barjesús, por haberse opuesto a la predicación del Evangelio. Por otro lado, cuando se abre el quinto sello en el libro de Apocalipsis, se dice que las almas de los mártires que estaban bajo el altar en el Cielo “Clamaban a gran voz: «¿Hasta cuándo, oh Señor santo y verdadero, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre de los que moran en la tierra?»” (Ap. 6:10). El Señor, lejos de reprenderlos por esto, responde su oración favorablemente.
Sabiendo, entonces, que tanto en el Antiguo Testamento encontramos oraciones que ruegan a Dios por la condena y destrucción de los enemigos, ¿Cómo conciliar este hecho con la enseñanza de Jesús que encontramos en este pasaje?
Para esto, debemos entender que las llamadas “oraciones imprecatorias” en la Biblia, se dirigen contra los enemigos del Evangelio, aquellos que activamente blasfeman contra Dios, se oponen a Él de forma consciente y hacen esfuerzos por entorpecer el avance del Evangelio y la salvación de los pecadores. Además de esto, hay oraciones en la Biblia que encontramos típicamente en los salmos, en los que David habla de sus enemigos que lo acosan y persiguen, pero esta oposición no se basaba en una causa simplemente personal: no es que les desagradaba David o que lo envidiaban por algo especial en él, sino que actuaban en su contra porque era el ungido de Dios para ser rey sobre Su pueblo. En esta condición de rey, David era un anticipo de Cristo, y por tanto, al resistir a David estaban rebelándose en realidad contra el reino y la soberanía de Dios.
Sabiendo esto, el error que comparten las malas interpretaciones de estos pasajes, incluyendo el de los escribas y fariseos del tiempo de Jesús, es que confundieron el propósito y la aplicación de estas oraciones imprecatorias. Ellos no consideraron que estas súplicas se elevan desde un corazón lleno de un celo santo, porque la gloria de Dios está siendo blasfemada, porque hay perversos que se rebelan contra el Señor y hacen todo lo posible para exterminar a Su pueblo y por eliminar Su Palabra de la tierra. Estas oraciones no tienen que ver con conflictos simplemente personales, sino que abrazan la causa de Dios y de Su pueblo.
En cambio, lo que habían hecho los escribas y fariseos es que tomaban estas imprecaciones y las aplicaban a sus conflictos personales, basados en sus motivos egoístas. Además, las ocupaban como una excusa para justificar su odio y desprecio a los extranjeros y paganos. Así, en vez de procurar la salvación de ellos, y que pudieran rendirse ante el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, tenían el mismo espíritu nacionalista que Jonás, deseando directamente el exterminio de los otros pueblos que vivían en su oscuridad.
Nota lo que habían hecho: las oraciones imprecatorias se elevan a Dios para que su reino se establezca en la tierra y ya no exista oposición a Su Palabra. Sin embargo, ellos las usaban para justificar su odio personal hacia el prójimo o hacia los extranjeros, sin interesarse por el reino de Dios, sino sólo por sus propios intereses egoístas.
Ahora, debemos aclarar que los escribas y fariseos no cayeron en este error porque fueran especialmente perversos, sino simplemente porque son pecadores. Y es que la tendencia natural que había en ellos, es la misma que hay en nosotros, y la encontramos descrita en la Palabra: “Porque nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros” (Tit. 3:3).
Parte de nuestro pecado, es aborrecer y odiar a otros, especialmente a los que son distintos en sus costumbres o su apariencia, como los extranjeros. En otras palabras, el desprecio racial y étnico es una manifestación de nuestra naturaleza de pecado. Y por ello, todo lo que buscarás será una buena excusa para odiar libremente a otro por razones carnales y egoístas.
En este caso, los escribas y fariseos habían encontrado excusas bíblicas, basadas en malas interpretaciones, para odiar a los gentiles y paganos, llamándoles ‘perros’ e ‘inmundos’. En vez de dejar que la Ley de Dios confrontara su pecado para motivar un arrepentimiento, habían acomodado los mandamientos divinos para que justificaran su pecado, de tal manera que incluso llegaron a pensar que Dios les ordenaba odiar a sus enemigos.
De igual manera, hoy nosotros mismos encontramos diferentes razones para sentirnos superiores y mantener apartados a otros. Puede ser el hecho de que no son tan conocedores o “reformados” como nosotros, o que son de otra denominación, o que no tienen nuestros mismos intereses, o que son demasiado encumbrados socialmente, o muy maleducados o vulgares para nuestro gusto, en fin, existe una diversidad tan grande para segregar y odiar, como amplio puede ser nuestro pecado y nuestro egoísmo.
Tristemente, lejos de confrontar este pecado y arrepentirse, muchas iglesias se adaptan a esta naturaleza caída en nosotros, segregando por clase social, o por raza, o por alguna otra razón humana que vuelve a levantar muros humanos que habían sido derribados por la cruz de Cristo. Por lo mismo, pregúntate esta mañana: ¿Está en ti la misma raíz de pecado que en los escribas y fariseos? Aunque no hayas caído exactamente en su mismo error, ¿Estás cayendo en un similar, que finalmente es otro fruto que nace del mismo árbol?
(v. 44) Cuando Jesús dice “Pero Yo les digo”, no está contrastando sus dichos con la Ley de Moisés, sino con la mala interpretación que abrazaban los escribas y fariseos. Lejos de amoldar la Ley al pecado, Jesús explica el verdadero sentido de la Ley, que nos deja sin excusa y confronta nuestra maldad: “amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen”.
Este no es un mandamiento que recién está dando a conocer, sino el sentido que siempre tuvo la Ley de Dios. En un contexto donde ordena actuar con justicia y verdad en las relaciones personales y sociales, el Señor dice: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor” (Lv. 19:18).
Por lo mismo, si leemos el mandamiento en su contexto, la interpretación que habían generado los escribas y fariseos: “amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”, es una distorsión completa de la voluntad del Señor, para que diga exactamente lo contrario de lo que realmente quiere decir (leer nuevamente Lv. 19:18).
Ahora, ¿En qué consiste este amor? No debemos confundirnos. No se ordena aquí que sintamos mariposas en el estómago cuando vemos a nuestro prójimo. Tampoco nos manda que nos agraden todos por igual, ni que consideremos amigos a todas las personas. No habla aquí de sentir una emoción de encanto o familiaridad hacia todas las personas.
Lo que el Señor nos ordena es tener un afecto santo hacia nuestro prójimo, que lleva a sentir una profunda compasión hacia ellos, sabiendo que son pecadores que necesitan ser perdonados y recibir un nuevo corazón. Pero este amor no se queda allí, sino que se expresa en bondad y amabilidad, buscando activamente hacer el bien al otro, evitando pecar contra ellos y causarles cualquier tipo de mal.
Con esta enseñanza, Jesús deja claro que no se trata sólo de hacer buenas obras, pero a regañadientes, en favor de quienes nos hacen el mal, sino que debe haber un amor sincero en nosotros hacia ellos. Este amor al prójimo es el que está detrás de las exhortaciones del Apóstol, cuando dice: “La bondad de ustedes sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca” (Fil. 4:5), y “hagamos bien a todos según tengamos oportunidad” (Gá. 6:10).
Esto no debe confundirse con el pacifismo, que confía en la capacidad del hombre para hacer el bien cambiar su propia condición, y así transformar la sociedad y el mundo. Esta idea humanista está condenada a fracasar una y otra vez, porque la naturaleza de pecado que hay en todo ser humano hace imposible que tenga éxito. Lejos de eso, este amor verdadero del que habla Jesús sabe que el hombre es pecador y está perdido en su condición, a menos que Dios tenga misericordia y derrame su salvación. Por lo mismo, quienes han recibido la misericordia de parte de Dios no pueden hacer otra cosa que demostrar esa misericordia hacia su prójimo, buscando el bien de ellos.
Por otra parte, este mandamiento en su versión original dice: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv. 19:18). Muchos malinterpretan estas palabras, pensando que Dios está ordenando que nos amemos a nosotros mismos, lo que llaman “autoestima”, y concluyen así que si no tienes autoestima, ¿Cómo podrías amar a tu prójimo? Sin embargo, esto es un error. Dios no está mandando crecer en amor a uno mismo, porque nuestro problema no es la falta de autoestima, sino el exceso de ella. Lo que está diciendo es que ya nos amamos a nosotros mismos, en el sentido de que procuramos preservarnos y cuidarnos, como dice el Apóstol: “nadie aborreció jamás su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida” (Ef. 5:29); es decir, nadie que esté en su sano juicio atenta contra sí mismo y se hace intencionalmente el mal, sino que busca su propio bien. Así es como debemos amar al prójimo, como ya nos amamos a nosotros mismos.
De otro lado, ¿Quién es el prójimo? El término original (πλησίον) se relaciona con proximidad (‘próximo’), cercano, vecino (‘neighbor’). En la parábola del buen samaritano, queda demostrado que el prójimo es cualquier ser hecho a la imagen de Dios, aunque no tengamos ningún vínculo con él. El Señor nos ordena amar de esta forma a toda clase de hombres sin excepción, sin diferencias debido a su raza, condición social, según nos parezcan dignos o indignos, amigos o enemigos, ya que debemos considerarlos en Dios y no en ellos mismos. Esta es una verdadera prueba de si amamos a Dios verdaderamente y le somos fieles, “se trate de quien se trate hemos de amarle, si es que de veras amamos a Dios” (Calvino, 304).
Este amor al prójimo es el fundamento de los mandamientos de Dios, que van completamente en contra de nuestro egoísmo carnal, que es tan natural en nosotros. Dijo Jesús: “«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. 38 Este es el grande y primer mandamiento. 39 Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 40 De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas»” (Mt. 22:37-40).
Esto también enseña que el amor al prójimo siempre va de la mano con obedecer los mandamientos de Dios. No es lo que se nos ocurra a nosotros que es el amor, sino lo que Dios ha definido como amor, y esto se ve expresado especialmente en los mandamientos quinto al décimo:
Todo otro deber que la Escritura ordena hacia el prójimo, es expresión de alguno de estos mandamientos ya mencionados. Todos ellos nos dicen de forma práctica lo que significa amar al prójimo como a nosotros mismos.
“No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. 9 Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 10 El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:8-10).
Es en ese sentido que Agustín de Hipona dijo: “Ama y haz lo que quieras”, porque si es amor verdadero, todo lo que hagas por amor cumplirá la Ley.
Mientras que el amor es el cumplimiento de la ley, el pecado es el opuesto del amor. Por eso, nadie que persevera intencionalmente en pecado contra su prójimo puede decir que lo ama al mismo tiempo. Aquellos que dicen “dejé a mi esposa para estar con mi amante, porque la amo”, o quienes dicen “estoy con esta persona del mismo sexo porque la amo”, o quienes llegan a decir “robé”, “mentí” o “maté por amor”, están mintiendo groseramente y a la vez están blasfemando contra Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn. 4:8), y ellos están pisoteando y basureando el concepto de amor.
Y el punto que está enseñando Jesús aquí es que este amor al prójimo incluye a nuestros enemigos. Como vimos, los maestros de la ley habían acomodado este mandato, algo que nosotros mismos nos vemos tentados a hacer, y una de las formas más fáciles es definir “prójimo” como nuestros más cercanos, a los que vemos como parecidos a nosotros. Pero Jesús está diciendo que este mandato incluye a todos, aun a nuestros enemigos, a quienes quieren hacernos mal, se burlan de nosotros, nos persiguen y nos acosan; incluso a quienes nos atacan y agreden.
Por el contexto del pasaje, en que Jesús habla a sus discípulos (5:1); y notando que habla de quienes nos persiguen, entendemos que cuando habla de enemigos aquí no se refiere a personas que tienen algo contra nosotros por alguna razón simplemente personal. Menos aún podría referirse a personas que tienen alguna causa para oponerse a nosotros, por ejemplo, a las que les hicimos algún mal. Más bien, se refiere a quienes se nos oponen por nuestra fe, por el hecho de ser discípulos de Cristo. Por lo mismo, Jesús aclara aquí que nuestro rol no es vengarnos de ellos ni buscar revancha, sino demostrarles amor, como ya hemos explicado.
Jesús ya describió el corazón de sus discípulos en las bienaventuranzas, señalando que los suyos son, entre otras cosas, pobres en espíritu, mansos y humildes, misericordiosos, de corazón limpio y pacificadores. Sólo desde este corazón transformado puede nacer un amor genuino a los enemigos, compadeciéndose de ellos y haciéndoles bien, aunque ellos hacen el mal.
Esto es lo que está detrás de la exhortación del Apóstol en Ro. 12:14,17-21. Nota cómo lo que hace es citar el Antiguo Testamento y aplicarlo. Este no es sólo el estándar del N.T., sino de toda la Escritura. Y lo que nos exhorta a hacer es algo que va contra la lógica de este mundo, contra el impulso de nuestra naturaleza de pecado, algo completamente contra corriente y contra cultural. Por eso, el carácter y la ética del cristiano son únicos, no porque nosotros mismos seamos especiales, sino porque Dios nos ha hecho pasar de muerte ha vida por Su misericordia.
(v. 45) El fundamento que da Jesús para este carácter único de Sus discípulos, es que tenemos un Padre que está en los Cielos que obra según este amor. Cuando dice “para que sean hijos de su Padre…”, el original para “sean” (γίνομαι) es literalmente “convertirse en”, o “llegar a ser”. Pero no se trata de que nos ganamos la calidad de hijos siempre que podamos demostrar amor hacia el prójimo y hacer bien a nuestros enemigos. Eso sería salvación por obras, y sabemos que nadie puede convertirse en justo delante de Dios por medio de hacer buenas obras (Gá. 2:16).
Más bien, lo que Jesús enseña aquí es que al demostrar amor a nuestros enemigos estaremos siendo semejantes al Señor, mostrando su mismo carácter. Recordemos que en la cultura hebrea, la idea de hijo se relaciona con tener la misma naturaleza que el padre. A eso apunta, entonces: quienes demuestran amor a sus enemigos muestran con eso que son hijos de Dios, el Padre celestial, reflejando su carácter bondadoso y misericordioso.
Esto porque Dios a cada instante exhibe este carácter lleno de paciencia y misericordia, mostrando amor incluso a quienes lo aborrecen. Él hace el bien de múltiples maneras a los incrédulos: les da aliento de vida, muchos de ellos gozan de buena salud, disfrutan de placeres, momentos divertidos, realizan logros que les dan satisfacción, tienen la compañía de familia y amigos, reciben provisión de alimento y sustento diario, en fin; incluso aunque no dan gracias ni glorifican al Creador de todas las cosas, ellos reciben el bien de este Creador por medio de la creación.
Nota que dice que Dios hace salir “Su sol” y Su lluvia. Es Su creación. Los blasfemos y rebeldes están viviendo en ella, y aun con toda su maldad, el Señor usa su creación para hacerles bien, pese a que ellos no le reconocen ni agradecen. Este carácter debe estar también en ti.
Al decir “Padre que está en los cielos” o “celestial”, remarca el contraste entre la lógica del Señor y la de este mundo caído, que se basa simplemente en devolver según lo que se ha recibido, e incluso peor: devolver mal ante el bien. Por ello, debes recordar que perteneces a este Padre celestial y debes vivir bajo Su lógica, no conforme a la de este mundo caído (Ro. 12:1-2).
Una cosa destaca aquí. Por la manera en que lo dice Jesús, queda claro que la práctica no puede estar separada del conocimiento. En otras palabras, en su enseñanza no hay lugar para conocer intelectual o doctrinalmente una verdad, pero no vivirla. Ambas cosas deben ir tan de la mano, que podemos decir “si haces esto serás hijo de Dios”, sabiendo que no somos salvos por las obras, pero esas obras evidencian una fe verdadera, tanto como el humo evidencia que hay fuego.
Ten mucho cuidado de conformarte con un entendimiento sólo intelectual, escudándote en que la salvación es por fe. Si has entendido bien la salvación por fe, nunca llegarás a pensar que esta preciosa doctrina puede transformarse en una excusa para vivir en desobediencia o en pereza, sin cumplir las palabras del Señor. Recuerda que el que oye y no obedece, es como el que edifica su casa sobre la arena. Sólo el que oye al Señor y le obedece es el que está viviendo con su casa edificada sobre la roca.
(vv. 46-48) Por lo mismo, si dices que tienes a Dios por Padre, no puedes conformarte con actuar simplemente como lo hacen todos. Jesús te está diciendo: no puedes ser igual. No hay para los cristianos algo así como un “derecho” a actuar como las demás personas. Las Palabras de Jesús dan cuenta de una triste realidad: necesitamos ser exhortados a vivir conforme a nuestro Padre Celestial, porque nuestra tendencia es a olvidarnos de esto y a vivir como quienes no conocen a Dios, contentándonos con hacer lo mismo que los que viven en las tinieblas de su mente y su corazón no arrepentido.
Jesús pone dos ejemplos que sacarían chispas entre los judíos, ya que aborrecían a los grupos mencionados por Jesús: los cobradores de impuestos, considerados traidores de la patria y extorsionistas, y los gentiles, considerados inmundos y perros. Así, está diciendo a los judíos que en poco se diferenciaban en sus actos de estas personas a las que tanto despreciaban.
Incluso paganos e inconversos se mueven por la lógica de la reciprocidad: actúan según lo que hacen los demás. Si les hacen mal, ellos generalmente responderán con otro mal. Si les hacen bien, ellos tratarán de responder con algún bien según sus posibilidades. Pero tal es nuestra naturaleza de maldad, que incluso podemos responder con mal al bien que hemos recibido de otros, por ejemplo, demostrando ingratitud o murmurando con quejas sobre lo que otros nos han dado sin tener obligación de hacerlo.
Pero Jesús está diciendo: incluso los que son considerados peores en la sociedad, como eran en ese tiempo los recaudadores de impuestos, pueden amar a quienes los aman. Hoy podemos reconocer que incluso en la mafia y entre los narcotraficantes hay códigos de lealtad que se deben respetar.
Por eso, la pregunta de Jesús para ti hoy es: “¿qué haces más que otros?”. Eso supone una idea de fondo: deberías hacer más que lo que hacen los incrédulos. No deberías actuar según la reciprocidad, y menos aún devolver mal al bien que has recibido, sino que debes incluso vencer con el bien al mal, demostrando amor hacia tus enemigos, porque así es como obra el Padre que está en los Cielos, y así es como se conducen los hijos de ese Padre.
Y esto también se relaciona con otra verdad, que hemos reservado para esta parte final: para poder cumplir este mandato de amar al prójimo, incluso a tus enemigos, debes primero amar a Dios. Hablando de este mandamiento, Jesús dijo que era “el segundo”, pues el primero y gran mandamiento es “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. 38 Este es el grande y primer mandamiento” (Mt. 22:37-38). Es sólo por el primer amor que tenemos a Dios y el deseo de que Él sea glorificado en todo, que nos dispondremos también a amar a nuestro prójimo, incluso a nuestro enemigo. Lo hacemos porque esto agrada a Dios, porque Él es quien lo manda, y porque refleja su carácter bondadoso y amoroso.
Ahora, si has entendido bien lo que se ha dicho hasta aquí, este pasaje debería haberte derrumbado para este punto. ¿Cómo podríamos cumplir esto, siendo completamente pecadores con corazones egoístas y orgullosos? Sin duda, no podemos llegar a este estándar desde nuestra condición de pecadores caídos, destituidos de la gracia de Dios.
Pero la Escritura nos muestra nuestra ruina no para dejarnos allí, sino para que brille con mayor fuerza el Evangelio. Sí, porque el amor que Dios nos manda es el que Él nos demostró en primer lugar, al entregar a Su Hijo Jesucristo para nuestra salvación. No sólo eso: Él mismo nos da este amor, para que esté en nosotros: “Y la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado. 6 Porque mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. 7 Porque difícilmente habrá alguien que muera por un justo, aunque tal vez alguno se atreva a morir por el bueno. 8 Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:5-8).
Tu Padre Celestial quiso amarte primero, cuando tú no estabas haciendo nada para ganarte su amor, sino todo lo contrario: cuando eras enemigo de Su reino y de Su Palabra en tu corazón. Tu Salvador, mientras colgaba de la cruz, recibiendo las burlas e insultos de judíos y gentiles, oró por ellos diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). El Espíritu Santo derramó el amor de Dios en ti, cuando todo lo que habías hecho hasta ese momento era resistirlo en tu rebelión.
Por eso, si fuiste alcanzado por el amor de Dios, ese amor que no merecías sino que Él te entregó por pura misericordia, si tu Salvador murió por ti siendo tú un rebelde enemigo de su reino, si el Espíritu Santo derramó el amor de Dios en ti y te capacita para amar como fuiste amado por Él, “¿qué haces más que otros?”. Siendo un incrédulo, jamás podrías haber amado de esta forma. Pero ahora que el Espíritu ha obrado en ti, no sólo puedes, sino que debes amar así como Dios te amó. “¿qué haces más que otros?”. Si observas tu propia vida, ¿Puede distinguirse de la de los no creyentes? ¿Muestras con tus hechos que sigues un camino más excelente, o incluso hay incrédulos que demuestran mayor amor que tú?
Por eso el Apóstol reflexiona diciendo: “si no tengo amor, nada soy… nada me aprovecha” (1 Co. 13:1-3). Y es que este amor a los enemigos debe estar en todo creyente, porque es fruto del Espíritu Santo. En otras palabras, allí donde está el Espíritu Santo, se encontrará este amor. Quien ama a sus enemigos, muestra que ha sido primero impactado por el amor de Dios, muestra un deseo de que venga el reino de Dios y alcance a los perdidos, y además evidencia que se somete al gobierno de Dios, porque sabe que la venganza es únicamente algo que pertenece a Dios, que Él será quien dará el pago y hará justicia.
Sabiendo esto, “¿qué haces más que otros?”. Jesús dice que incluso los inmorales aman a los que los aman. Déjame ponerlo al revés: si ni siquiera estás amando con el amor verdadero a tu familia e iglesia, ¿Cómo podrías amar a tus enemigos? ¿Cómo podría estar el amor de Dios en ti?
Hay luces de alarma que deberías considerar: si constantemente te encuentras pensando cosas como “yo soy quien más se entrega en esta casa”, “siempre soy yo quien hace más”, “me rompo la espalda por esta familia y nadie me agradece”, “yo te amo más que tú a mí”, “en esta iglesia siempre soy yo quien debe saludar e invitar, si no, nadie me saluda ni me invita”, “me cansé de ser siempre yo el que busca y el que se entrega”, “yo sirvo hace mucho tiempo pero nadie me reconoce”, y otro tipo de pensamientos similares, ¡Ojo!, no estás amando con el amor de Dios. ¿Por qué piensas así? Porque tu ley es la reciprocidad: hago esto para recibir lo que me corresponde por mis obras, doy para que me devuelvan, y si no lo hacen, entonces no merecen que siga entregándome.
Lejos de eso, el amor verdadero es a semejanza de Dios, quien nos amó cuando nada podíamos devolverle, sin esperar nada a cambio, nos amó inmerecidamente, por gracia; porque quiso amarnos primero, cuando éramos aún pecadores. Por ello, el verdadero amor no mide lo que entrega, ni se compara con otros. No está calculando cuánto recibe para así ver cuánto dará, sino que entrega aunque no reciba nada a cambio.
Por lo mismo, “¿qué haces más que otros?”. Si a en tu propia casa e iglesia haces lo mismo que un inconverso, ¿Cómo podrías amar a tu enemigo?
Jesús te exhorta hoy: “sean ustedes perfectos como su Padre celestial es perfecto”. Esto va en un sentido parecido a la exhortación: “Santos serán porque Yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv. 19:2). Acá cuando habla de ‘perfecto’ no apunta a que ya no pecaremos más en esta vida, sino que se refiere a algo completo, cabal, íntegro. Es decir, que tu amor no sea a medias, incompleto y parcial como el de los maestros de la Ley, sino que tu amor sea íntegro, completo, incluyendo a quienes te hacen el mal. Ama como fuiste amado por Dios en Cristo:
“Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos, 22 el cual no cometió pecado, ni engaño alguno se halló en Su boca; 23 y quien cuando lo ultrajaban, no respondía ultrajando. Cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a Aquel que juzga con justicia. 24 Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados” (1 P. 2:21-24).