Salmo 127
Continuamos con la serie de sermones titulada “Salmos Peregrinos: Caminando Juntos hacia la Jerusalén Celestial”. Si usted ve el encabezado de este salmo, en gran parte de nuestras Biblias dice “La prosperidad viene de Jehová”, y como subtítulo “Cántico gradual”. Y ese encabezado (cántico gradual) se encuentra en los salmos que van desde el 120 al 134. Y está en estos quince salmos porque estos salmos corresponden a una sección dentro de este libro, precisamente llamados cánticos graduales o de cánticos de ascenso. Hoy con la ayuda del Señor hemos llegado al salmo 127, vamos en la mitad de la serie. Y el título para el sermón de este salmo es “Edificados y seguros en Cristo”.
Estos salmos se conocen como los salmos peregrinos o cánticos graduales. ¿Por qué se llaman así? Bueno, siempre recordamos que estos salmos son los himnos que cantaban los miembros del pueblo de Israel que tenían que peregrinar tres veces al año desde sus hogares hacia Jerusalén, con motivo de las fiestas que Dios estableció en la Ley. Y hemos visto a lo largo de estos salmos, que ese peregrinaje estaba acompañado de muchos temores, incertidumbres y peligros, pero también de maravillosas declaraciones de confianza en el Señor y anhelos por estar con Él en su casa.
El día de hoy, en este salmo que hemos leído, quiero que podamos meditar en tres grandes asuntos:
1. Toda bendición procede de Dios.
2. Los esfuerzos vanos de los que olvidan al Señor.
3. El reposo y felicidad de los que confían en el Señor.
Nuestro primer punto es Toda bendición procede de Dios. Dios es la fuente de toda bendición a la persona, la familia y la sociedad en general. No hay bendición ni bien alguno fuera de Dios. Así lo dice el salmo 16:2 dice: “Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti”. El primer versículo de nuestro texto dice “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican; Si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia”. Una vida, una familia, una sociedad, que no confía ni obedece a Dios, es una sociedad que vive en vano, porque todo bien procede de Dios y es para Dios.
Dentro de los salmos peregrinos, estos salmos que van desde el 120 al 134, tenemos salmos que nos hacen poner los ojos en el lugar de origen de estos peregrinos (como el salmo 120, que nos dice que venían de Mesec, de las tiendas de Cedar, y que tenían que convivir con hombres malos), tenemos salmos que nos hacen poner los ojos en el trayecto de estos peregrinos (como el salmo 121 que nos habla de montes, de resbaladeros, de la fatiga del calor del sol, o como el salmo 124 que nos habla del peligro de ser asesinados por hombres malos que les asechaban en el camino). Y tenemos salmos que se enfocan en el destino de estos peregrinos, como lo es el salmo 122, que habla de la paz y el gozo que sentían cuando llegaban a la ciudad de Jerusalén y estaban frente a la casa de Dios. Y este salmo, el 127, es de aquellos salmos que ponen los ojos en ese lugar de destino, en la ciudad de Jerusalén y en el templo de Jerusalén, que era la casa de Dios.
Y quiero que atendamos al encabezado o título de este salmo, porque en gran parte de nuestras Biblias nos dice que este salmo fue dirigido a Salomón o fue cantado en tiempos del Rey Salomón. Y esto es algo muy importante, porque Dios había prometido al Rey David, que sería un hijo suyo, de su linaje, el que edificaría una casa para Dios. Ese hijo haría una edificio sólido que reemplazaría las tiendas antiguas del Tabernáculo de Reunión. Y fue precisamente bajo la administración de Salomón, el hijo de David, que se construye esta casa. Y tampoco debemos olvidar que nunca el pueblo de Israel había tenido tanta grandeza, prosperidad y fama en la tierra, más que en la administración del Rey Salomón. Nos dice la Biblia que los grandes reyes de la tierra venían a contemplar la grandeza del reino de Israel y la belleza e imponencia de la capital de ese reino, que era la ciudad de Jerusalén.
Pero este salmo les recordaba a estos peregrinos, que si Dios no era levantando ese templo, la grandeza, majestuosidad, imponencia de ese edificio no serviría para nada. Ellos se recordaban que si Dios no era guardando esa ciudad que crecía en oro, en ejército, en expansión de territorios, en alianzas políticas, toda su grandeza sería reducida a escombros. Ellos cantan que Dios es el que bendice a la nación. A través de este salmo, estos peregrinos le dicen a su Rey que no olvide que Dios es el que debe ser el fundamento y la seguridad de la nación, porque si no es el fundamento de la nación, todo habrá sido en vano. Tal como dice el salmo 72: “Oh Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey”. Este salmo era un recordatorio de que esta nación no duraría un solo segundo en pie si no es por la bondad de Dios.
Y una forma en la que Dios bendice una nación, una familia o la vida de una persona es concediéndole hijos. Dice nuestro texto en el versículo 3: “He aquí, herencia de Jehová son los hijos; Cosa de estima el fruto del vientre”. Muchas personas conocen esta frase: “Los hijos siempre son una bendición”. Y tienen razón porque no hay forma en la que un hombre pueda ser más bendecido que teniendo hijos. Esta es la forma en la que Dios bendijo al primer matrimonio: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla” (Gn. 1:28). En el propio diseño a la creación perfecta de Dios, Él estableció que el hombre será bendito al tener hijos, porque la manera en la que el hombre puede perpetuar la administración sobre la tierra es precisamente dejando una nueva generación.
El fruto del vientre, dice el salmo, es invaluable, no tiene precio para Dios. Es de tan alto valor que cualquier palabra queda corta para explicar lo grandiosa que es la vida para el Señor. La sociedad moderna piensa que el valor de la vida de un hijo depende del entusiasmo, de la preparación o de la decisión que tengan los padres de tener a esos hijos. Si una madre no se siente preparada, si un padre aún no quiere ser padre, si tienen un hijo por accidente, sin planificarlo, esta sociedad valora a ese hijo como una cosa que debe ser desechada. Pero aunque para los hombres el fruto del vientre pierde o gana valor según su corazón engañoso, para Dios los hijos siempre son su herencia de incalculable valor.
Dios concede nuevas generaciones y a través de esos hijos hace felices a sus padres. Dicen los versículos 4 y 5 que los hijos son como flechas o saetas en manos de un valiente arquero y que es bienaventurado (feliz, dichoso) el hombre que llenó su aljaba (o el portaflechas) de esas flechas, que llenó su casa de esos hijos. Dios concede felicidad a través de la vida de los hijos. Y esto es algo que no sólo pueden disfrutar aquellos que conocen al Señor, sino también aquellos que no conocen ni creen en el Señor. Los hijos son una gracia común. Así como Dios hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos, así el Señor bendice con hijos a justos y pecadores.
Por lo que, este salmo, quiere dejar muy en claro, que Dios es la fuente de todo bien para las familias de una nación. Que si Dios no es el fundamento de la sociedad, de la familia y de cada persona, no hay bien alguno que podamos esperar. Y esta gran verdad divide a los hombres en dos clases de personas. Están por una parte aquellos que confían en el Señor, que creen en su Palabra y que pueden descansar en que Él es la fuente de toda seguridad y bien. Y por otra parte, están aquellos que no confían en el Señor, que olvidan fácilmente que Él es la fuente de todo bien, y que buscan con sus esfuerzos sostener sus propias vidas.
Y quiero que partamos con el segundo grupo que mencione, que meditemos sobre los esfuerzos vanos de aquellos que olvidan al Señor.
Dice nuestro texto: “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican; Si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia. Por demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar, Y que comáis pan de dolores”. Si el Señor no es el fundamento de nuestra vida, si el Señor no es la fuente de nuestra salvación y justicia, todo lo que hagamos, todo por lo que hayamos sudado, todo lo que nos empeñemos en hacer, todo será en vano, todo será inútil. Dice el salmo que la edificación de la casa y la vigilancia de la ciudad sólo es útil si Dios es edificando y cuidando la ciudad. Si Dios no es el fundamento de nuestra seguridad, nuestros esfuerzos por mantener nuestra vida en pie serán inútiles.
Estos peregrinos sabían de la historia de su pueblo, cómo el pueblo de Israel había desechado a Dios muchas veces, y por causa de sus pecados habían sido invadidos, la ciudad había sido destruida y la casa de Dios había sido deshonrada. Estos peregrinos saben muy bien que si Dios no es guardando la ciudad, toda esa inmensa maravilla de la arquitectura, sería reducida a escombros, y todo el trabajo y esfuerzo invertido por edificarla y mantener seguros los contornos de la nación serían inútiles. No sirve de nada esmerarse por montar guardia día y noche, vigilando que no vengan los enemigos, si el Señor no es el guardián de esa ciudad. Los vigilantes podrían invertir toda su vida por resguardar la ciudad de Jerusalén, pero si Dios abandona la ciudad, sus esfuerzos no sirven de nada.
El mismo Rey Salomón escribió “Todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?” (Ec. 1:2-3). Una vida vana es una vida sin provecho, es una vida que no produce bien alguno. El Señor dijo por medio del profeta Isaías: “¿Por qué gastáis vuestro trabajo en lo que no sacia?” (Is. 55:2), y asimismo dijo el Señor Jesús: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece” (Jn. 6:27). El hombre que vive una vida vana sólo piensa en las cosas que perecen. Sus preocupaciones, sus pensamientos, su corazón está en las cosas que sólo pueden saciar su carne, pero no puede saciar su alma. Jesús habló de ellos en la parábola del sembrador. Dijo que la semilla cayó entre los espinos, y ello representaba a los que oyen la Palabra pero luego son ahogados por los afanes, las riquezas y los placeres de esta vida, y no dan fruto.
Esto es lo que caracteriza a los hombres que exhiben sólo su propia justicia: no pueden dar fruto. Pueden ser grandes productores de bienestar material y terrenal, pueden ser excelentes trabajadores y emprendedores, personas amables que decimos que no le hacen daño a nadie, pueden ser excelente padres que le dan a sus hijos lo mejor posible, pero no pueden dar un solo fruto en el reino de Dios. Son árboles malos que dan frutos malos, que están listos para ser echados al fuego. Son vidas que viven para satisfacer los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, y como dijo nuestro Señor “la carne para nada aprovecha” (Jn. 6:63) y “¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mt. 16:26).
El Señor Jesús se refirió varias veces a aquellos que hacen esfuerzos vanos. Dijo que el hombre que oía sus palabras pero no las hacía, es como un necio que edificó su casa sobre la arena. “Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt. 7:27). Ese hombre se esmeró por construir esa casa, gastó sus recursos, invirtió de su tiempo, sus fuerzas, su vida, pero su final fue la peor de las ruinas, porque su hogar no tenía un fundamento firme. No estaba sobre la roca firme de la justicia de Dios, sino en la endeble arena de su propia justicia.
Por demás son los esfuerzos religiosos de aquellos que pretenden salvarse sin Cristo. Por demás es la conducta de aquellos que buscan justificarse por las obras. Por demás es que madruguen y vayan tarde a acostarse. Quien no tiene a Jesucristo como el fundamento de su vida y como la roca de su salvación, verá la penosa casa construida en toda su vida siendo destruida en la más espantosa tormenta.
Los hombres que olvidan que de Dios viene todo el bien buscan que sus sociedades reflejen progreso, estabilidad y éxito, pero sin mirar al cielo. En las sociedades modernas vemos un cada vez mayor intento por borrar a Dios de los principios que rigen la nación. Los grandes paladines del estado laico buscan borrar a Dios de todos los rincones de la política, la sociedad, la educación, el arte, la economía, las leyes. Y en lugar de considerar su santo consejo revelado en su Palabra, prefieren ser gobernados por sus propias opiniones. Tal como dice el Salmo 2, los pueblos y reyes de la tierra se reúnen para desatar las ligaduras que les atan a Dios y para gobernar conforme a sus propios designios.
Y cuando se desechan los principios de la Palabra de Dios en una nación, una de las primeras consecuencias es el escaso valor que se le asigna a los hijos. Por este motivo es que el aborto se ha vuelto tan relevante, porque al quitar a Dios de la fórmula como dador de la vida de los hijos, el tener o no tener hijos se transforma en un asunto personal y no divino.
Este desprecio por el valor divino de los hijos no es nuevo bajo el sol. Los pueblos aledaños al pueblo de Israel tenían la costumbre de sacrificar a sus hijos en el fuego, en ofrendas vivas a dioses como Moloc, el abominable dios de los amonitas. Dios dijo en su Ley, en el Libro de Levítico: “Cualquier varón de los hijos de Israel, o de los extranjeros que moran en Israel, que ofreciere alguno de sus hijos a Moloc, de seguro morirá; el pueblo de la tierra lo apedreará” (Lv. 20:2). La muerte es el castigo justo de aquel que subestimare el inmenso valor que Dios tiene de los pequeños. Todo el que llame desechable lo que Dios llama bendición, se tendrá que enfrentar al Señor de los Cielos.
Estas sociedades, que pretenden gobernarse solas, sin considerar los mandatos del Señor, desprecian el valor de los hijos, no sólo con prácticas sanguinarias como el aborto, sino también al asignar un escaso valor a ser padres. Los hijos no son vistos como una bendición o una herencia del cielo, sino como un estorbo a la felicidad personal. Abundan en las familias de hoy consejos como “No tengan hijos todavía”, “Disfruten, viajen, estudien, inviertan, compren, después tengan hijos”. Y muchas veces los cristianos acceden a estos consejos mundanos, y postergan a un futuro cada vez más lejano el tener hijos.
Muchas veces se disfraza esto de una falsa responsabilidad. Se dice que el tener hijos es un asunto de tanta relevancia que es mejor postergarlo hasta que se tengan todas las condiciones necesarias para tener un hijo, pero en el fondo muchas veces se esconde que no se tiene el ánimo de gastar tiempo, recursos y vida en la crianza de hijos. También muchas veces se mira con malos ojos a las personas que tienen muchos hijos. Cuando alguien dice: “Tengo 5, 6, 7 hijos”, la reacción no es “Qué fantástico”, “Qué feliz debes ser”. ¿Cuál es la reacción? “Uy, tantos hijos. Pobrecito”. No sólo es mal visto tener hijos, sino que es peor tener muchos hijos. Nuestra sociedad ha aprendido a amar tanto sus comodidades, sus placeres, sus deleites, su estatus y posición, que han aprendido a odiar el convertirse en padres. Han llamado maldición lo que Dios ha definido como bendición, llaman a lo bueno, malo.
Y estas sociedades que olvidan a Dios, que borran sus estatutos de todos sus rincones, que se esmeran por olvidarlo por completo, no necesariamente son sociedades fracasadas. Pensemos en Suecia, Canadá, Noruega, Escocia. Naciones que en su tiempo fueron impactadas profundamente por el poder de la Palabra, pero que ahora sólo exhiben las cenizas de lo que fue el fuego del avivamiento de los hombres de Dios de antaño. Hoy son países que buscan borrar todo vestigio divino de la vida pública y privada, pero no son necesariamente países pobres, sino por el contrario, son las naciones más ricas de la tierra. Pero para estas naciones, su riqueza se ha convertido en una maldición directa del cielo. Toda su prosperidad se convertirá un día en el remoto recuerdo de naciones que intentaron oponerse a Cristo sin éxito alguno. Sus grandes esfuerzos serán como ruinas de sociedades antiguas que desaparecieron. El Señor se reirá de ellos, dice el Salmo 2, los turbará con su ira (Sal. 2:4-5).
Los esfuerzos del hombre que se ha olvidado de que Dios es la fuente de todo bien serán totalmente en vano. ¡Qué terrible es haber vivido en vano! ¡Qué difícil noticia recibirán aquellos que en el juicio de Dios verán que sus vidas no valieron absolutamente nada! Esto fue lo que le ocurrió al pueblo de Israel. Se olvidaron de Dios, adoraron a otros dioses, dieron rienda suelta a sus pecados, y por tanto fueron abandonados por Dios. Esto que cantaban los peregrinos, que si el Señor no guarda la ciudad en vano será guardada, se había hecho realidad. Los babilonios y los romanos destruyeron esa ciudad y esa casa. Todos sus esfuerzos habían sido en vano.
Es tremendamente triste cómo terminó el Rey Salomón. Dios le dijo a Salomón que Él estaría en ese templo, en esa casa, mientras obedeciera los estatutos y decretos que Él había mandado (1 Re. 6:12-13). Pero Salomón, lejos de cumplir esos mandatos, prefirió postrarse ante los dioses de sus cientos de esposas y concubinas. Él terminó construyendo un altar a Moloc, ese dios abominable que pedía el sacrificio de los hijos (1 Re. 11:7). Él permitió que la nación olvidara el valor que los hijos tienen para el Señor. Si el salmo dice que los hijos habidos en la juventud no avergonzarán a sus padres, la descendencia de Salomón estuvo plagada de hijos que fueron los peores ejemplos para el pueblo. La nación, la familia, la persona que no tiene a Dios como su fundamento, perecerá, aunque haya hecho mil esfuerzos por no perecer, perecerá.
Pero este salmo no sólo nos habla de los que en vano edifican, trabajan, madrugan y velan. También nos dice que el Señor da el sueño a su amado (v. 2) y que es feliz el hombre que llenó su casa de hijos. Nuestro tercer y último punto se dedica a meditar sobre esto, sobre el reposo y la felicidad de los que confían en el Señor.
La Biblia nos habla de que ese antiguo templo y esa antigua ciudad de Jerusalén, eran figuras y sombras de las cosas celestiales (He. 8:5). Así como hubo un templo y una ciudad en el Antiguo Pacto, hay también una casa de Dios y una ciudad definitivas en el Nuevo Pacto. El Nuevo Pacto no es como el Antiguo Pacto, dijo Dios por medio de Jeremías. El Antiguo Pacto dependía de la obediencia perfecto de un pueblo pecador. Pero el Nuevo Pacto, depende de la obediencia perfecta del Hijo de Dios. Jesucristo selló con su sangre las bendiciones del Nuevo Pacto para su pueblo.
En el Nuevo Pacto, la Iglesia es la casa de Dios (1 Ti. 3:15). El apóstol Pedro dijo que debíamos ser edificados como casa espiritual (1 Pe. 2:5). El pueblo de Dios, la Iglesia, la congregación de aquellos que han sido salvados, perdonados, justificados, regenerados, ese pueblo es el reflejo de la presencia de Dios en el mundo. Donde están dos o tres reunidos en el nombre de Cristo, la misma presencia de Dios está ahí presente. Y esta casa de Dios, la iglesia, no es como el antiguo edificio del templo. Ese templo podía ser fácilmente destruido, pero de la Iglesia Cristo dice que las puertas de la muerte no prevalecerán contra ella. Si Dios abandonó ese antiguo edificio por causa del pecado del pueblo, Cristo ha dicho que estará con su iglesia hasta el fin del mundo. Él no abandonará al pueblo del Nuevo Pacto.
Este Nuevo Pacto no sólo tiene una casa de Dios que permanecerá para siempre, sino también una ciudad de Dios donde ese pueblo habitará con Dios por siempre. Es la ciudad que Abraham, nos dice Hebreos, por la fe veía a lo lejos, “porque esperaba una ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (He. 11:10). Esa Ciudad Celestial, ese monte de Sión definitivo, que está en el reino de los cielos, es la Jerusalén Celestial, una ciudad que no es removida con nada. No hay terremoto que trice alguna de sus cornisas, no hay ejército que pueda amenazar sus contornos, no hay ladrones que minen y hurten dentro de ella. En esa ciudad, nos dice Apocalipsis, está Cristo mismo, alumbrando toda la ciudad con el sólo destello de su gloria. ¡Si tú estás en Cristo, tus pies están tan firmes, como firmes son los cimientos del trono de Dios!
Dice el final del versículo 2 que el Señor da el debido descanso o el sueño a su amado. Esto me hace recordar aquel episodio en que el Señor Jesús, junto a sus discípulos, se subió a una barca para cruzar el lago de Galilea, y en el viaje nuestro Señor se durmió. De un momento a otro, se inició una gran tormenta, que amenazaba la embarcación. Imagina que estos hombres eran pescadores experimentados, ellos habían pasado por muchas situaciones en las que pudieron peligrar, pero esta tormenta fue tan grande que estaban desesperados, y despertaron a Jesús diciéndole “¡Maestro, perecemos!”. Pero Jesús podía dormir confiado. No importaba si estaba en medio de una tormenta, sabía que su Padre le daba su descanso.
Esa misma paz el Señor le concede a sus amados, a sus hijos. Podemos decir con el salmista: “En paz me acostaré y asimismo dormiré, porque sólo tú Señor me haces vivir confiado” (Sal. 4:8). Podemos decir con el Rey David: “Yo me acosté y dormí, Y desperté, porque Jehová me sustentaba” (Sal. 3:5). Nuestro Señor dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt. 11:28). El hombre que ha puesto su confianza en Cristo ha hallado el verdadero reposo. El que ha venido a Cristo ha hallado descanso para su alma.
Ahora, muchas veces, incluso entre aquellos que hemos confiado en Cristo, olvidamos que la casa de Dios, la Iglesia, no depende de nosotros, sino que Dios es edificándola y guardándola. Y muchas veces nos enfocamos en hacer todo tipo de esfuerzos pensando que, si no fuera por ellos, la iglesia fracasaría. Y cuando pensamos de esta manera, convertimos el yugo liviano de Cristo en una pesada carga de afanes. No me malentienda, no estoy diciendo que no debamos servir al Señor con la más alta disposición, la mayor de las excelencias y el más rebosante gozo, pero si olvidamos que el Señor es edificando y guardando la Iglesia, tenderemos a deprimirnos y frustrarnos cuando no veamos frutos inmediatos.
Y sin duda que los primeros que están vigilando de cerca el cuidado de la Iglesia son nuestros ancianos, son nuestros pastores. Dice la Escritura que debemos sujetarnos a ellos, porque ellos velan por nuestras almas (He. 13:17). Y yo les digo a mis pastores: sigan confiando en Cristo, no olviden que Jesús es el Señor de la Iglesia, y que mientras se mantengan fieles a la Escritura y a la oración, pueden descansar en que el Señor de la Iglesia dará sus frutos a su debido tiempo y que Él da su debido descanso a sus amados.
Sin embargo, no pienses que sólo los pastores son los encargados de velar por las almas de la iglesia. Ellos están en la primera línea de la vigilia, pero todos nosotros, si en verdad somos hijos del Señor, estamos llamados a velar por la perseverancia de nuestros hermanos, sabiendo que el fruto final de nuestros consejos y exhortaciones depende de la obra de nuestro Señor, y no de nuestra elocuencia. ¿Acaso habrá un reposo más grande que descansar en Aquel que no se adormecerá ni se dormirá? (Sal. 121:4). Dice el Salmo 122:7, que dentro de los muros de la Ciudad de Dios está la paz, y el descanso dentro de los palacios del Señor.
Si fuera de Cristo nuestros esfuerzos son vanos, en Cristo nuestros esfuerzos son servicios gratos a su presencia. Hebreos 6:10 nos dice que “Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún”. Cuando confiamos en Cristo, andamos en las obras que Dios ha preparado de antemano. Antes de conocer al Señor nuestras obras eran trapos inmundos delante de su presencia, pero una vez salvados por Cristo, nuestras obras son el reflejo de la justicia de nuestro Señor.
Si estás en Cristo es necesario que lleves todo pensamiento a la voluntad de nuestro Señor, inclusive aquellos pensamientos relacionados con la familia, la paternidad y los hijos. Que el Señor nos perdone por cada vez que hemos pensado en los hijos como una carga, como un gasto, como un estorbo, como una muralla contra nuestros proyectos y sueños. El hombre que llene su casa de hijos será dichoso. El hombre que cría hijos para el Señor no será avergonzado dice este salmo. “Cuando hablare con enemigos en la puerta” es mejor traducido como “Cuando tenga que enfrentarse en un tribunal contra sus calumniadores”. Los hijos serán el buen testimonio de un padre piadoso. Ellos serán una evidencia viva de la piedad de sus padres.
Y quiero finalizar con lo siguiente. Nos dice el evangelio de Lucas que Jesús subía a Jerusalén junto a su familia todos los años para celebrar la pascua. Eso quiere decir, que nuestro Señor Jesucristo peregrinó desde Nazareth hacia Jerusalén, y que cantó precisamente estos salmos, y entre ellos, cantó este salmo 127. Y quiero que pensemos en que de los labios de nuestro Salvador salían estos himnos, sabiendo que Él es quien llevaría a muchos hijos a la gloria, sabiendo que todos los hijos que Dios le dio, no perdió a ninguno de ellos, sino que a todos los llevó a su Padre. Pensemos que no hay hombre más bienaventurado que Cristo y que no hay Padre más dichoso que nuestro Dios, que tiene una familia compuesta por todos los millares de redimidos que cantaremos en aquella ciudad celestial un pronto día.