Por Álex Figueroa F.

Texto base: Juan 3:1-15.

En el mensaje anterior hablamos sobre la purificación que Jesús hizo del templo, en su primera visita oficial a ese lugar. Allí se había establecido un sistema corrupto de adoración. La que debía ser Casa de oración, el lugar para adorar y dar gloria al Señor, se había convertido en casa de mercado y cueva de ladrones. El sistema de sacrificios se había convertido en una fuente de ganancias para los codiciosos vendedores, cambistas y líderes religiosos.

Jesús, Dios hecho hombre, manifestó su indignación, y expulsó a todos estos corruptos del templo, haciendo azote de cuerdas, volcando las mesas y desparramando las monedas. Aquí vimos de manera concreta la opinión que Dios tiene de la adoración corrompida. Él no es neutral, no le da lo mismo cómo lo adoremos ni lo que hagamos en su Casa, por lo que debemos ser muy cuidadosos en examinar constantemente cómo nos estamos conduciendo en la Casa de Dios.

Pero vimos que además nosotros somos templo, casa de Dios. Y esto a nivel individual, pero también a nivel de congregación. Es decir, cada uno de quienes son hijos de Dios son templo del Espíritu, pero también la iglesia es Casa de Dios. Cristo vive en nosotros a través de su Espíritu. Por tanto, debemos tener el mismo celo de Cristo por la Casa de Dios, y ser diligentes en quitar todo aquello que no debería estar ahí. Debemos dar la máxima reverencia, tener en más alta consideración la realidad de la iglesia, y también de nosotros como Casa de Dios.

Todo ese templo espiritual que es la iglesia, fue posible porque el templo que fue el cuerpo de Cristo, fue destruido para nuestra salvación. Eso nos lleva nuevamente a dimensionar la hermosura de nuestra salvación en Cristo, y lo que costó realmente que pudiéramos ser reunidos en un solo Cuerpo, una sola Casa espiritual.

Hoy nos concentraremos en una de las conversaciones más llamativas de la Biblia, en donde se responde una pregunta fundamental, que es cómo podemos ver el reino de Dios, en otras palabras, cómo podemos ser salvos.

1. La curiosidad de Nicodemo

Lo primero que hace este pasaje es ubicarnos en un escenario. Hay un hombre que viene de noche a Jesús. Pero no era cualquier hombre. Se llamaba Nicodemo, y podemos imaginarlo caminando algo nervioso, intentando no ser descubierto, refugiándose en la oscuridad y el silencio de la noche.

Se nos dice que era un fariseo, y que era un principal entre los judíos, es decir, tenía una posición de importancia. Los fariseos eran un movimiento político-religioso que había surgido aprox. dos siglos antes de Cristo. Los griegos habían conquistado la zona, e intentaron imponer su religión, eliminando el culto judío. Hubo una persecución sangrienta y cruel, incluso se llegó a sacrificar un cerdo (que era un animal inmundo según la ley) en el altar del templo de Dios. En esa época, el grupo que dio origen a los fariseos resistió esta persecución y se negaron a abandonar su fe. Luego se opusieron a los gobiernos corruptos, fueron un movimiento separatista. Por eso eran más bien opositores del rey Herodes, lo que los hacía populares entre la gente.

Entonces, los fariseos tenían una especie de orgullo histórico. Sus antecesores habían resistido a los paganos griegos, se habían mantenido fieles a la fe. Pero en algún momento esto se comenzó a distorsionar, y su fidelidad a la fe se fue transformando en legalismo, en salvación por obras. Ellos creían que debían ser puros por sus propios actos, que podían salvarse por sus propios méritos delante de Dios, que podían obedecer de manera perfecta y ser santos y limpios por sus propias fuerzas. Y esto se debía a que cometían un grave error al poner el énfasis sólo en una pureza externa, una santidad que se basaba sólo en actos, lavamientos y ritos externos.

Además, confiaban mucho en sus tradiciones, invenciones humanas que se habían puesto incluso por sobre la Escritura. Jesús los acusó de enseñar estas tradiciones como si fueran mandamientos de Dios (Mt. 15). Ellos agregaban requisitos y rituales a lo que la Escritura establecía, pensaban que podían llegar a un nivel de pureza superior, pero como también les dijo Cristo, lo único que lograban era hacer que la gente fuera doblemente hija del infierno (Mt. 23:15), porque pensaban que podían salvarse por sus méritos y sus propias fuerzas.

Tenían un celo extremo por estas obras externas, y eso mismo los llevaba a hacer mucha ostentación de todas sus supuestas buenas obras. Hacían notar a todos que ellos sabían mucho, les gustaba ser considerados sabios, y se aseguraban de que todos se dieran cuenta cuando ellos daban limosna.

A este partido político religioso pertenecía Nicodemo, por lo que debemos tener en cuenta todo este trasfondo para pensar lo que puede haber estado en la mente de este hombre al acercarse a Jesús. Y hay algo más: que se diga que era un principal, implica que pertenecía al Sanedrín, algo así como la élite religiosa, y además que era escriba, o sea que su profesión era estudiar, interpretar y enseñar la ley. Tenía, entonces, el más alto nivel de preparación religiosa que se podía tener.

Esto nos dice que Cristo ya se estaba dando a conocer de manera muy notoria, ya había llegado a las altas esferas de poder y de influencia en las autoridades judías. Había logrado que uno de los principales de esa nación se interesara a tal punto que arriesgara su reputación, y que quisiera conversar con Él personalmente, que quisiera conocer de la propia boca de Jesús quién era Él y qué venía a hacer.

Tendemos a pensar que todos los fariseos eran gente opositora a Jesús. Es cierto que la mayoría de ellos encajaba en esta descripción, pero en Nicodemo (y podemos presumir que en otros), la obra y las Palabras de Cristo estaban produciendo un efecto, estaba inquieto porque reconocía que Jesús era un enviado de Dios, que era un maestro de la verdad. Entonces, incluso en los fariseos el ministerio de Cristo estaba ejerciendo una influencia notoria.

Jesús ya se había dado a conocer, y su fama estaba aumentando. Las señales que hacía, la forma en que hablaba, su forma de desenvolverse era tan única, tan llena de autoridad y poder, que Nicodemo debió reconocer lo que ya se estaba comentando entre los fariseos: “sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él”.

Para Nicodemo y algunos fariseos, entonces, estaba siendo claro el origen divino de Jesucristo. Y fijémonos que, aunque Nicodemo destaca las señales que Jesús hacía, que incluían milagros y prodigios, no se concentra en este aspecto de Jesús, es decir, no lo ve simplemente como milagrero, sino que lo vio como Maestro, y uno que venía de Dios. Esto equivalía a reconocer que Jesús era un profeta, alguien que podía hablar de parte de Dios de manera autorizada, oficial.

Al menos en este punto, Nicodemo había entendido bien, ya que había comprendido que los milagros y señales no eran realmente el foco de atención, sino que ellas apuntaban a otra cosa (como buenas señales), es decir, a la enseñanza, a la Palabra de Cristo. Esto a diferencia de muchos hoy, que se concentran en Jesús como un milagrero o un sanador, pero ni siquiera se interesan en su enseñanza y su Palabra. Pero Nicodemo estaba afirmando con esto que la enseñanza de Jesús venía de parte de Dios, y que nadie podía realizar las obras que Él hacía si no fuera porque tiene una estrecha relación con Dios, tanto así que puede considerarse su enviado.

Nicodemo se acerca a Jesús, de esta forma, de noche, pero al parecer creyendo saber quién era Jesús. Se acerca quizá con la seguridad propia de un fariseo, como diciendo: “mira Jesús, te hemos observado y nos damos cuenta de que algo tienes, sabemos que vienes de Dios”. Pero la respuesta que le da Jesús parece dejarlo completamente descolocado, pareciera que sus certezas se desvanecieron, que él creía saber algo, pero en realidad no sabía nada.

2. La necesidad de nacer de nuevo

La respuesta de Jesús parece ser muy extraña. No tiene nada que ver con lo que Nicodemo está diciendo. De hecho, Nicodemo ni siquiera hizo una pregunta. Él sólo estaba diciendo que sabía que Jesús era un maestro que venía de Dios, le estaba diciendo lo que él conocía sobre su persona, pero Jesús parece estar en otra conversación. La respuesta de Jesús puede haber sonado parecido a una adivinanza para Nicodemo.

Lo que ocurría realmente es lo que dice en el capítulo anterior: Dice que Jesús “conocía a todos, 25 y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Jn. 2:24-25). Jesús sabía verdaderamente qué era lo que estaba en lo más profundo del corazón de Nicodemo, sabía qué era lo que estaba tras su visita. Quizá Nicodemo no sabía plantear lo que quería conversar, y probablemente ni siquiera sabía lo que realmente él necesitaba escuchar. Por lo que Jesús se salta directamente a eso, a lo que Nicodemo necesita oír.

Esto nos enseña algo práctico sobre nuestros momentos a solas con el Señor. Muchas veces llegamos con nuestro propio tema de conversación, y pensamos que orar simplemente es hablar nosotros, plantear nuestro asunto, luego pararnos y seguir con el día. Pero aquí vemos que muchas veces lo que el Señor tiene que decirnos es muy distinto a lo que nosotros estamos diciendo. No lo impresionamos con nuestras palabras, ni con nuestra actitud. No podemos pensar que hemos ya hemos terminado de orar, a menos que el Señor nos haya hablado a través de su Palabra a medida que oramos. No olvidemos que el Señor no es una idea, ni simplemente una doctrina que se cree. Es un Ser personal, y en la oración no sólo hablamos nosotros, sino que principalmente Él es quien debe hablar a nuestro corazón, a través de la Palabra de Dios.

Y si nos concentramos en la respuesta de Jesús, que debe haber dejado confundido a Nicodemo, lo que le dice es muy directo y potente: “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (v. 3). En primer lugar, el “sabemos” tan seguro de Nicodemo se hizo añicos. Jesús le está diciendo en otras palabras, tú no puedes saber nada sobre mí en realidad, a menos que hayas nacido de nuevo.

Y la pregunta que hace Nicodemo de vuelta, nos muestra que está muy perdido en la conversación. Está interpretando lo que dijo Jesús de manera literal, pero Jesús está hablando en términos espirituales. ¿Qué es esto de nacer de nuevo? ¿Cómo podría esto ocurrir? ¿Puede acaso una persona volver al vientre de su madre para nacer otra vez? Nicodemo está diciendo en otras palabras que no le cabe en la cabeza lo que Jesús está diciendo, no puede entender que algo así pueda ser posible.

Pero el Señor Jesús insiste, y refuerza aún más lo que está diciendo: “os es necesario, [o sea, tienen que] nacer de nuevo”. La cabeza de Nicodemo debe haber estado funcionando a mil por hora. “¿A qué se refiere Jesús? ¿Acaso no soy hijo de Abraham? ¿Acaso no estoy dentro del pacto, dentro del pueblo escogido? ¿Acaso todas mis obras, esas que hago todos los días para salvarme, no sirven? ¿Por qué tendría que nacer de nuevo yo, uno de los principales entre los judíos, escriba, experto en la ley, miembro del Sanedrín?”.

Y aquí debemos considerar que en el idioma original, “nacer de nuevo” también implica la idea de “nacer de lo alto”. Y lo que está diciéndole Jesús es que para ver el reino de Dios, o sea, siquiera para ver realmente que hay un reino de Dios, es necesario que él nazca de nuevo.

Ahora, una pregunta. ¿Cómo fue que programaste tu nacimiento? ¿Cómo fue que te pusiste de acuerdo con tu madre y el equipo médico para venir al mundo? ¿Cómo fue cuando escogiste a tu madre, a tu padre, tu país, tu ciudad, tu ascendencia, el día en que ibas a nacer y el pabellón en que se iba a producir el parto? No ocurrió tal cosa, por supuesto. Tu nacimiento, ni siquiera tu concepción, no dependieron de tu consentimiento. Tampoco de tus méritos, o de tus buenas obras. Simplemente fuiste concebido, y luego cuando llegó el momento, naciste.

Pensemos por un momento el efecto que estas palabras pudieron tener en alguien que estaba orgulloso de su nación, como fariseo, como judío escogido, como escriba conocedor de la ley, experto en las tradiciones de la pureza y la santidad, experto en las Escrituras, maestro de la ley, miembro del Sanedrín, el consejo de ancianos que era autoridad en materia espiritual y que también tenía mucho poder político. Pensemos lo desafinado que debió sonar esto para quien estaba acostumbrado a ganarse la salvación, a comprarla con sus propios méritos. Es un lenguaje completamente desconocido, un mundo nuevo y un conocimiento que nada tiene que ver con lo que para él era tan cierto hasta ese momento.

Comentando este pasaje, William Hendriksen dice: “para ver el reino de Dios, es necesario que una persona nazca de arriba; o sea, que el Espíritu Santo debe implantar en su corazón la vida que tiene su origen no en la tierra sino en el cielo… Tiene que haber un cambio radical”.

Y es así, sea lo que sea que signifique “nacer de nuevo”, implica un cambio radical. Si alguien nace de nuevo, implica que no quedó en absoluto igual que antes, que hubo una renovación de tal magnitud en su ser, que se compara a venir al mundo otra vez, nacer a la vida de nuevo.

Ni el ser hijo de Abraham, ni las buenas obras que Nicodemo se había preocupado de acumular, ni el dinero, ni el poder, ni la influencia, ni los méritos, ni las limosnas, ni el conocimiento experto de la ley, nada le servía para que sus ojos pudieran ver el reino de Dios, que es otra forma de referirse a la salvación. Él no podía ser salvo por ninguna de estas cosas. Necesitaba ser nacido de nuevo.

Entonces, la vida espiritual viene de Dios y depende de Él, de su obrar sobrenatural. Mi salvación, mi entrada al reino de Dios, no es algo que yo causo o que yo empujo. Es una obra sobrenatural de Dios, y su obrar es soberano, Él ve cómo, cuándo, dónde y en quién obra. Él ve a quién concede nacer del Espíritu, y en qué situación, en qué momento eso se produce.

Y para hacer esto más claro a Nicodemo, Jesús hace un juego de palabras: en el griego, la palabra “pneuma” significa “espíritu”, pero también significa “aire” o “viento”. De hecho, de ahí viene la palabra “neumático”, que está lleno de aire. Entonces, haciendo este juego de palabras, Jesús compara el obrar del Espíritu Santo con el comportamiento del viento. Tal como el viento sopla y podemos sentir cuando pasa, pero no sabemos ni de dónde viene ni a dónde va, así también el Espíritu obra en quien quiere, no sabemos cómo lo hizo, no pudimos verlo, pero ciertamente notaremos cuando una persona ha nacido del Espíritu, tal como sentimos el soplido del viento, se hará manifiesto en un cambio radical en su vida, nacerá de nuevo.

¿Conoces a alguien que pueda controlar los vientos de la tierra? ¿Alguien que pueda invocar al viento para que sople y se dirija donde él quiera? Bueno, el único que puede hacer eso es el Señor, y así obra el Espíritu, no es controlado por los hombres, sino que se mueve soberanamente según su voluntad.

El Señor se refiere a nacer de nuevo ocupando también otras palabras: nacer de agua y del Espíritu. Estos términos se usan juntos en la Biblia para referirse al bautismo. Dijimos en otra predicación que para los fariseos eran muy importantes los ritos de lavamiento y la pureza ritual. Para ellos el bautismo era algo muy serio. Y el bautismo que había hecho Juan, apuntaba hacia el arrepentimiento, hacia un corazón que se humilla y se duele por sus pecados, para preparar el camino para la venida del Mesías. Pero no bastaba pasar por agua, era fundamental la obra purificadora del Espíritu Santo, esa que no lava el cuerpo, sino que santifica el corazón.

Por eso Juan el Bautista dijo: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” Mt. 3:11.

Entonces, Jesús está dejando claro que es necesaria una obra del Espíritu, es necesario que haya un cambio radical, profundo, completo, una renovación que el Señor debe realizar. Es necesario nacer del Espíritu, nacer de nuevo.

Y vuelve a agregar una nueva aclaración: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Podemos decirlo en otras palabras: lo que es nacido de la naturaleza humana pecadora, es también naturaleza humana pecadora. Pero lo que es nacido del Espíritu Santo, es espiritual, es santo. Ningún ser humano puede ser santo si no es por la obra del Espíritu, si no ha sido nacido del Espíritu. En el libro de Job dice: “¿Quién hará algo limpio de lo inmundo? ¡Nadie!” (14:4) ¿Qué ser humano puede limpiarse a sí mismo o a otro, haciendo que de la naturaleza pecaminosa salga algo espiritual y santo? Ninguno, es imposible, tan imposible como que una persona programe su propio nacimiento.

Entonces, esto nos ayuda a aclarar mucho más por qué debemos nacer de nuevo. Se trata de nuestra naturaleza, de lo que somos. De una ortiga no saldrá un clavel o una rosa, sino otra ortiga. Nosotros, seres humanos pecadores, no podemos producir lo que se necesita para ser salvos, para ver el reino de Dios. No hay nada que podamos hacer que logre darnos vida espiritual, vida verdadera, vida eterna. Eso sólo puede hacerlo el Espíritu.

Por eso la Escritura dice que somos “esclavos del pecado” (Jn. 8:34), y que estamos “muertos en delitos y pecados” (Ef. 2). ¿Ha visto alguna vez un muerto que se haya dado vida a sí mismo? ¿Un muerto que se haya levantado de la tumba y haya vuelto a la vida por su propia voluntad? Tal cosa es imposible. Por eso nacer de nuevo tiene que ver con recibir vida, se puede comparar también a resucitar de entre los muertos, una resurrección espiritual.

El ejemplo de Lázaro es muy claro. Él estaba en su sepulcro, ya con el olor incluso de la muerte. Pero Jesús le ordenó que saliera fuera. Obviamente Lázaro, quien estaba muerto, no podía pedir que Jesús lo resucitara. Tampoco podía salir fuera si Jesús no le daba vida. Ni siquiera podía escuchar su orden. Entonces, Jesús le dio vida, lo resucitó, y sólo así pudo salir del sepulcro.

Y así ocurrió también con cada uno de los que han sido salvados por Cristo, sólo el Espíritu pudo darles vida, hacerlos nacer de nuevo, cambiar su naturaleza, para que pudieran escuchar el Evangelio con oídos espirituales, para que pudieran ver el reino de Dios con ojos espirituales, nos dio entonces ojos para ver y oídos para oír, y así poder llegar a la salvación.

3. La necesidad de mirar a Cristo

Nicodemo estaba siendo incapaz de ver algo obvio: nuestra incapacidad de llegar a Dios, nuestra absoluta impotencia para poder llegar a la salvación por nuestras propias fuerzas y con nuestra propia mente. Por eso Jesús le dijo: “No te sorprendas de que te haya dicho: “Tienen que nacer de nuevo”, porque es algo obvio, es evidente que en nuestra condición natural no podemos, tenemos que nacer de lo alto, nacer del Espíritu, nacer de nuevo.

Nicodemo era principal entre los fariseos, podríamos decir que era uno de los hombres más calificados en la tierra para entender las cosas espirituales, era de los pocos en todo el planeta que podría haber entendido las palabras de Jesús, pero era incapaz de hacerlo. Por eso dice la Escritura que “[El Señor] prende a los sabios en su propia astucia” (Job 5:13). Y dice también el Apóstol Pablo que habla:

“… no con la sabiduría de este mundo ni con la de sus gobernantes, los cuales terminarán en nada. 7 Más bien, exponemos el misterio de la sabiduría de Dios, una sabiduría que ha estado escondida y que Dios había destinado para nuestra gloria desde la eternidad. 8 Ninguno de los gobernantes de este mundo la entendió, porque de haberla entendido no habrían crucificado al Señor de la gloria… El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente” (1 Co. 2:6-8, 14).

Entonces, podríamos decir que uno de los mejores hombres en la tierra, quizá de los más calificados, fue a Jesús creyendo saber quién era Él, pero en realidad no sabía nada, y su supuesta sabiduría quedó avergonzada, quedó hecha añicos, no entendía nada como debía entenderlo.

Jesús le dijo: “Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas?”. Esas palabras debieron destrozar su orgullo. Un experto en la ley, y no podía ver que frente a Él estaba quien era la Palabra de Dios hecha hombre, no podía ver que en Jesús se cumplía toda la ley, y no podía entender que la salvación como Jesús la estaba explicando, ya estaba revelada en el Antiguo Testamento. Dice en el libro de Ezequiel, que Nicodemo debía conocer muy bien:

Los rociaré con agua pura, y quedarán purificados. Los limpiaré de todas sus impurezas e idolatrías. 26 Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne. 27 Infundiré mi Espíritu en ustedes, y haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes” (36:25-27).

Jesús simplemente estaba explicando esas mismas palabras. Nicodemo ni siquiera podía entender las cosas terrenales, es decir, las que suceden en esta tierra, como la salvación. Menos aún estaría capacitado para entender las celestiales. A pesar de toda su preparación, Él estaba totalmente ciego, no tenía ojos para ver el reino de Dios, ni oídos para oír estas Palabras de Vida.

Nicodemo había llegado a la conversación diciendo “sabemos que has venido de Dios”, pero su conocimiento era como el de un ciego de nacimiento, que dice conocer la belleza de una puesta de sol. En respuesta al “sabemos” de Nicodemo, Jesús dice “En verdad te digo que hablamos lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no reciben nuestro testimonio”. En otras palabras, está diciendo “yo sí que sé, y doy testimonio de lo que conozco, pero Uds. que dicen saber, no quieren recibir mi testimonio”.

El orgullo del excelente y principal Nicodemo había sido destrozado, pero eso dejaba lugar para mostrar a quien debía ser realmente glorificado, y era el mismo Jesús con quien Nicodemo hablaba. Y esto se trataba precisamente de ver a Cristo, quien había descendido del cielo, quien era la Palabra de Dios hecha hombre, era el espíritu de la ley hecha ser humano, y que había venido para ser levantado, crucificado, y que todos los términos de la tierra miraran a Él para ser salvos.

Una vez más hace referencia al Antiguo Testamento para explicar qué significa lo que está diciendo (leer Nm. 21:4-9). Con esto le demuestra a Nicodemo que lo que está hablando va en el mismo sentido que lo que ya había sido revelado antes. En esto nos concentraremos el próximo mensaje, pero en esta oportunidad diremos que nacer de nuevo va en directa relación con ver a Cristo, con mirarlo para salvación como los judíos debieron mirar a la serpiente de bronce, sabiendo que de eso dependía su vida, que no había otra esperanza que mirar aquello que Dios había levantado para ser visto.

Nacer de nuevo tiene que ver con recibir estos ojos que permiten ver al Cristo crucificado, mirarlo para vida eterna, para salvación de nuestras almas.

4. Conclusión

Nicodemo fue a encontrarse con Jesús de noche, sin saber que tendría una de las conversaciones más importantes de la historia, y desde luego la más importante de su vida. Quizá esperaba algo muy distinto a lo que terminó siendo, pero lo que Jesús le dijo esa noche tiene un eco poderoso hasta el día de hoy. Quizá iba para tener una conversación interesante, para recibir sabiduría de un buen maestro, pero resultó teniendo un encuentro con el Maestro de maestros, con la Palabra de Dios hecha hombre.

Nicodemo, aquel judío excelente y principal, debía nacer de nuevo, tanto como el más perverso de los paganos. Él necesitaba mucho más que su ascendencia, mucho más que su sangre judía, mucho más que su conocimiento experto de la ley, mucho más que su poder y su dinero: necesitaba nacer del Espíritu, necesitaba una obra soberana y sobrenatural de Dios en su corazón, necesitaba poder ver a Cristo como su Salvador, y es lo mismo que necesitamos tú y yo.

¿Te diste cuenta de que debías nacer de nuevo? ¿Qué es para ti Jesús? ¿Puedes verlo, al mirarlo puedes darte cuenta que es tu única esperanza, tu única salvación, que no hay vida fuera de Él, que lejos de Él solo hay muerte y destrucción? Estas son las preguntas que te definen realmente. Tú eres lo que eres, estás vivo o muerto, dependiendo de lo que crees sobre Jesús para ti.

Y la misericordia del Señor es muy grande, a veces vamos a Él torpemente, escondidos, temerosos como Nicodemo, y Él nos recibe de todas formas, y nos habla directamente al corazón, y nos revela la salvación. Aunque creas que no tienes fuerzas, aunque seas demasiado torpe siquiera para llegar caminando, aunque tengas que llegar arrastrándote, ve al encuentro con Cristo, ruega que tenga misericordia de ti, que te conceda nacer del Espíritu.

Quien nace del Espíritu recibe vida nueva, que es la vida verdadera. Es como si viniera al mundo de nuevo, con otros ojos, con otro corazón, con otra mente, una mente renovada por el Espíritu. ¿Puedes ver todo distinto? ¿Puedes ver las montañas y ver allí la grandeza de Dios? ¿Puedes ver las estrellas y ver allí la obra de sus manos? ¿Puedes escuchar los truenos y tener una idea de su poder? ¿Puedes ver a los hombres y ver allí la imagen de Dios? ¿Puedes ir a la Palabra y que ella te impacte como las Palabras del mismo Dios? ¿Puedes ver a Cristo y ver allí a tu Creador y tu Salvador, aquél en cuya muerte puedes tener vida, y en cuya resurrección está la esperanza firme de tu victoria?

¿Puedes? Si no puedes, necesitas nacer de nuevo, necesitas nacer del Espíritu para ver este reino, necesitas vida nueva. No sigas caminando en oscuridad. No sigas tratando de ver con tus ojos que están ciegos. No sigas tratando de darte vida a ti mismo, de encontrar las respuestas en tu interior, o en otros seres humanos. Tu única esperanza es nacer del Espíritu, recibir esta obra sobrenatural de parte del Señor, para poder ver a Cristo. Roguemos a Él por misericordia, y demos gracias por este gran Salvador.