El Señor restaura su Creación
Texto base: Ap. 21:1-6a
Durante el embarazo, las madres experimentan distintos malestares e incomodidades. Esos momentos, que pueden ser muy agotadores, se vuelven soportables cuando ellas recuerdan el proceso que están viviendo y la gran bendición que les espera al final de éste. En el mismo instante del parto, los terribles dolores que sufren toman sentido y propósito cuando recuerdan que al fin podrán ver a su amado hijo.
En la era en que vivimos, nosotros y la creación que nos rodea experimentamos diversos dolores y sufrimientos, que la Biblia compara con dolores de parto. Enfermedades, dolor, fatiga y muerte son algunas de las cosas que debemos soportar. Sin embargo, cuando nos detenemos por un momento y pensamos lo que Dios ha hecho por nosotros y en nosotros, y hacia dónde nos dirigimos, podemos esperar el cumplimiento de las promesas de Dios con esperanza y fe.
En los capítulos anteriores a este pasaje, Apocalipsis muestra la victoria final del Señor sobre todos y cada uno de sus enemigos, que, junto con el juicio final, forman parte de un solo gran evento, que corresponde a la consumación de todas las cosas. Su victoria y su juicio universal están íntimamente relacionados.
Lo que nos está contando el Señor aquí es cómo Él extirpará el mal de la tierra, cómo Él borrará todo rastro de pecado y quitará sus consecuencias que ensombrecieron la creación con muerte y corrupción. Una vez que haya hecho esto, muestra al Apóstol Juan cómo el Cielo y la tierra serán renovados, cómo el universo será transformado, redimido, restaurado, recuperado luego de haber estado bajo la corrupción y contaminación del pecado. Es en esta renovación que nos concentraremos hoy.
I. ¿Por qué la tierra necesita ser renovada?
Cuando Dios creó a la humanidad, en el huerto del Edén, se daba la definición perfecta del reino de Dios: el pueblo de Dios, bajo el gobierno de Dios, en el lugar que Dios dispuso para estar en comunión con él. No había separación entre el hombre y Dios, la presencia gloriosa de Dios cubría todo. La tierra y el cielo, que es el lugar en el que habita el Señor, estaban en unidad.
Sin embargo, nuestros padres Adán y Eva desobedecieron al Señor, con lo que el pecado entró a la tierra, y con él, la muerte y la corrupción. Desde ese momento, por primera vez había enfermedad, había dolor, había llanto, había cansancio y fatiga, despropósito, dificultades, sufrimiento y agonía. El ser humano murió espiritualmente, lo que trajo como consecuencia que todo su ser se contaminara con esta rebelión mortal en contra del Señor. Nos volvimos esclavos del pecado, servidores de la maldad y de la injusticia, aborrecedores de Dios y enemigos unos de otros. Se creó un abismo inmenso entre el ser humano y Dios, de tal manera que ya no podemos llegar a Él por nuestros medios.
Ahora, lamentablemente, no sólo nosotros como seres humanos fuimos esclavizados a la muerte y la corrupción, sino que también la Creación cayó junto con nosotros. El Señor dijo a Adán: “Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol del cual te ordené, diciendo: ‘No comerás de él,’ Maldita será la tierra por tu causa; Con trabajo (dolor) comerás de ella Todos los días de tu vida. 18 Espinos y cardos te producirá, Y comerás de las plantas del campo. 19 Con el sudor de tu rostro Comerás el pan Hasta que vuelvas a la tierra, Porque de ella fuiste tomado; Pues polvo eres, Y al polvo volverás” (Gn. 3:17-19).
Debido a su pecado, el hombre no perdió el dominio que Dios le dio sobre la tierra ni el mandato de administrarla, pero ahora tanto él como la tierra están bajo maldición. Entonces, si la caída tuvo dimensiones cósmicas, abarcando no sólo al hombre sino a toda la Creación, la victoria de Cristo debe tener estas mismas dimensiones cósmicas, no incluyendo sólo nuestra salvación personal, sino también la restauración de la creación que Dios nos entregó para administrarla. Así se eliminan todas las consecuencias del pecado del hombre: su muerte y la maldición sobre la creación.
La Escritura es clara en cuanto a que la redención que Cristo realizará va a abarcar toda la Creación: “Porque el anhelo profundo de la creación es aguardar ansiosamente la revelación de los hijos de Dios. 20 Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquél que la sometió, en la esperanza 21 de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. 22 Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto. 23 Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:19-23).
Podemos ver a esa creación gimiendo en los terremotos, tsunamis, aluviones, hambrunas y pestes. Este clamor se levanta con cada gota de sangre derramada sobre la tierra, con cada animal y cada ser humano que cae muerto para no volver más del polvo. En cada guerra, en las cosechas perdidas, en cada plaga y mortandad es posible apreciar a esa creación con dolores de parto, esperando su redención.
Si miramos al universo, vemos tanto orden que no podemos negar que ha sido Creado, que hay un Dios que ha hecho todas las cosas; pero también vemos tanto caos que no podemos negar que necesita redención. Y esa redención sólo puede efectuarla el mismo Señor que hizo todas las cosas, quien gobierna el universo, el soberano de la Creación.
II. El anuncio de restauración
Desde este momento de la caída, toda la Escritura se trata de cómo el Señor promete y anuncia la restauración de todas las cosas, de cómo Él en su misericordia rescata a un pueblo de entre la humanidad caída, y cómo logra su victoria sobre sus enemigos y extirpa el mal de la Creación. De hecho, este es también el tema central del libro de Apocalipsis, y hoy estamos viendo cómo su victoria se consuma en la renovación de todas las cosas.
Es más, incluso antes de pronunciar su sentencia sobre Adán y Eva por haber desobedecido, el Señor les promete que habrá un nacido de mujer que vencerá sobre la serpiente: “Pondré enemistad Entre tú y la mujer, Y entre tu simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, Y tú lo herirás en el talón” (Gn. 3:15).
Desde ahí en adelante, todo el Antiguo Testamento anuncia la venida de este Redentor. Se le llama el Mesías, el Hijo del Hombre. El Hijo de David que ocupará su Trono para siempre, cuyo reino derrocará a todos los reinos de la tierra, y se establecerá eternamente. Este Rey gobernaría con justicia, sería llamado “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is. 9:6). Es más, la Escritura dice: “Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y Le pondrá por nombre Emmanuel (Dios con nosotros)” (Is. 7:14), lo que confirma tanto la humanidad como la divinidad del Mesías. Es decir, este Redentor que vendría sería Dios mismo habitando entre nosotros.
El mismo Isaías nos cuenta en el cap. 53 que este Redentor sufriría llevando los males de su pueblo sobre sí, sufriendo el castigo por los pecados de su pueblo. Por eso el Señor Jesucristo explicó a los que iban camino a Emaús (Lc. cap. 24) que todo el Antiguo Testamento habla de su persona.
En el Antiguo Testamento, entonces, la venida de este reino en el que todas las cosas serían restauradas, es inseparable de la venida del Mesías. En otras palabras, la esperanza de la venida del reino de Dios es la misma esperanza en la venida del Mesías. Y esta esperanza se ve plenamente cumplida con la venida de Cristo. Al comenzar su ministerio, Él dice: “El tiempo se ha cumplido,” decía, “y el reino de Dios se ha acercado; arrepiéntanse y crean en el evangelio” (Mr. 1:15), y luego afirmó: “el reino de Dios ha llegado a ustedes”. Así, junto con Cristo, vino su reino.
Como resultado de esto, por el ministerio de Jesús los ciegos veían, los sordos oían, los cojos andaban, los cautivos eran liberados, el evangelio de su reino era predicado. Todos estos milagros y señales eran un anticipo de la restauración de todas las cosas que ocurrirá cuando Cristo regrese. La era del reino fue inaugurada, aunque falta su consumación final.
De esta forma, el único camino para volver al Padre es Cristo. El mismo Dios que nos hizo y que fue ofendido por nuestros pecados, es quien se compadeció de nosotros y nos proveyó un medio para volver a Él. Se hizo uno de nosotros para hacernos como Él es, y vino donde nosotros estábamos, para poder llevarnos a donde Él está. Por eso el Apóstol Pablo dice que “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo con El mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones” (2 Co. 5:19).
Y Jesucristo mismo es la garantía de que todas las cosas serán restauradas: “Lo cierto es que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, como primicias de los que murieron... 22 Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir” (1 Co. 15:20, 22).
III. ¿Qué significa que sea renovada?
Entonces, ya que tenemos este marco general, podemos darnos cuenta de que lo que observa Juan en esta visión es la restauración final de todas las cosas, el establecimiento final de este reino que fue inaugurado con la primera venida de Cristo. Es el punto cúlmine de la historia, la meta a la que se dirige todo el mensaje de la Biblia y toda la historia de la humanidad.
El pueblo redimido se encuentra aquí disfrutando de su gloria final y definitiva, de su maravillosa comunión eterna con su Creador y Salvador.
La creación será transformada, pero no aniquilada. La gracia no destruirá la Creación para empezar desde la nada, sino que la restaurará, limpiará del pecado para que pueda alcanzar la meta para la cual fue creada, que es ser llena de la gloria de Dios. Recordemos que nuestra resurrección es un anticipo de lo que ocurrirá. Nosotros no seremos eliminados y creados de nuevo. El Señor no se hará un nuevo pueblo, sino que transformará a los suyos, los renovará con su poder glorioso.
Y no estaremos saltando de nube en nube en un más allá lejano, sino que heredaremos la tierra, que será también el cielo porque ambas cosas serán una. Y será así porque el cielo es el lugar en el que se encuentra la presencia gloriosa de Dios, y ese lugar se hará uno con la tierra, ya no habrá separación entre la tierra y la presencia gloriosa de Dios. Esa separación que fue introducida por el pecado ya no será más.
Por eso dice nuestro pasaje que “El tabernáculo de Dios está entre los hombres, y El habitará entre ellos y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos” (v. 3), es decir, el Señor armará su tienda, su casa entre los hombres y habitará directamente con ellos. La Escritura es clara en varios pasajes, en cuanto a que la tierra será el lugar en que habitaremos:
“Pero los humildes poseerán la tierra” Sal. 37:11a.
“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” Mt. 5:5
Aquí, entonces, recordemos lo dicho al principio sobre el reino de Dios. Cuando el Señor restaure todo, volverá a darse esa definición perfecta de reino de Dios que veíamos en el Edén: el pueblo de Dios estará perfectamente bajo el gobierno de Dios, en el lugar que Dios dispuso para su comunión con él. El paraíso que había sido perdido, ahora será recuperado.
Todo esto lo hará el Señor y sólo Él. No es el hombre el que conseguirá un mundo nuevo por medio de la virtud y la educación, como enseña el humanismo. No es el hombre el que logrará un paraíso terrenal de igualdad material, como enseña el socialismo. No podemos salvarnos a nosotros mismos, nuestra única esperanza de salvación y redención es Cristo, y es a través de Él y por su obra que se producirá esta renovación de todo. Es Él quien dice: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas”.
Y luego reafirma diciendo: “Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin”. Esta frase no podía calzar mejor aquí. Cristo está al comienzo de la historia, pues por medio de Él fueron hechas todas las cosas. Está en el centro de la historia, con su primera venida, que es el acontecimiento más importante desde la creación, que marcó un antes y un después definitivo. Y también estará en el fin de la historia, consumando su victoria sobre sus enemigos y la redención de su pueblo junto con la Creación. De Él, por Él y para Él son todas las cosas.
Él es quien merece toda la gloria y toda alabanza, Él tuvo misericordia y quiso amarnos y rescatarnos, en vez de consumirnos por nuestros pecados escogió transformarnos, renovarnos y hacernos conforme a la imagen de Cristo. Sólo su nombre debe ser glorificado por esta restauración final.
IV. ¿Qué hacemos entre tanto?
Si hemos sido salvos en Cristo, en nosotros tenemos la semilla de la restauración final. En nuestras vidas ya podemos contar con un anticipo de lo que será la gloria eterna. Uno de los pasajes más claros y conocidos sobre esto dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17).
Debemos recordar las Palabras de quien dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21:5), y esto incluye a su Iglesia.
Estamos siendo transformados conforme a la Palabra de Dios. Hemos recibido el Espíritu Santo, y la Escritura es clara en que ese Espíritu que vive en ti es la garantía de tu redención final. Así está escrito: “En él también ustedes, cuando oyeron el mensaje de la verdad, el evangelio que les trajo la salvación, y lo creyeron, fueron marcados con el sello que es el Espíritu Santo prometido. 14 Éste garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final del pueblo adquirido por Dios, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13-14).
Sólo nota esto: El Señor no sólo quiso salvarnos cuando no lo merecíamos, sino que además se preocupó de darnos una garantía de que Él cumplirá su promesa, y esa garantía consiste en que Él vive en nosotros, que su Espíritu nos escogió como casa y como templo. ¿Cómo podríamos dimensionar tanta misericordia? El que comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil. 1:6).
Entonces, tú, yo y todos los hermanos aquí, somos una glorificación en proceso. Aún no se ha manifestado plenamente lo que hemos de ser, pero ya fuimos adoptados por Dios en Cristo, ya somos parte de su familia, somos sus hijos y Él ha prometido que nos transformará por completo y quitará el mal de nosotros y de su Creación.
En ti y en mí, entonces, se da esa tensión del “ya” pero “todavía no”. Hemos sido salvados, pero todavía somos imperfectos. Pero cuando te mires a ti mismo y cuando mires a tu hermano, debes concentrarte en la herencia prometida, en la redención que ya está en marcha.
Examina tu vida hoy, mira lo que te angustia. Recuerda lo que el Señor ha dicho en este pasaje: “Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir”.
Un día, las mismas manos que lavaron los pies de los discípulos y que fueron clavadas a la cruz del Calvario, se acercarán a nuestros rostros para secar nuestras lágrimas. El cansancio se disipará para siempre, ya el pecado no será una realidad en nuestra vida, sino que se habrá ido para nunca volver. Ya no habrá miseria ni dolor, nuestras torpezas y nuestra terrible capacidad de dañar a otros ya no será más. Hoy nos lamentamos, sufrimos y pasamos angustias, pero las puertas del sepulcro no podrán retener a los hijos de Dios, a los lavados por Cristo.
La gloria viene y nada puede detenerla, nada puede frustrar la obra de Dios. Veremos su consumación y estallaremos de alegría, llenos de alabanza incontenible. Ese día viene, porque Cristo vendrá y no fallará en cumplir su plan y su promesa. Benditas sean las aflicciones que el Señor usa para despertarnos y fijar los ojos en Él ¡Esperemos con ansias nuestra liberación!
¿Cómo se ven tus problemas, tus angustias, tus afanes a la luz de esta restauración final? ¡Él hace nuevas todas las cosas! Y ha decidido hacer esta obra también en ti. Un cristiano es alguien que ha nacido de nuevo, que ha nacido de lo alto, que ha nacido de Dios. Mientras en este mundo todo se deteriora, todo se corrompe, todo se pudre, se oxida, se marchita, se seca, se muere; nosotros vamos camino a la vida eterna, a la renovación completa de nuestro ser, a la libertad plena de la corrupción, la semilla de la gloria que está en nosotros pronto germinará, y será exclusivamente por la obra de Cristo en nuestro favor.
Teniendo en cuenta la gran misericordia de Dios, entonces, no te atrevas a vivir según el viejo hombre, sino que revístete del nuevo, ese que está hecho a la imagen de Cristo. Camina junto a tu hermano hacia esta gloria que está por venir, y consuélate en medio del dolor, porque las aflicciones del tiempo presente no se comparan con la gloria que ha de manifestarse en Cristo. Vive con esta esperanza que es tan cierta como que Cristo resucitó: porque Él vive, nosotros también viviremos. Amén.